Como los problemas suelen empezar y terminar en el lenguaje, no había modo de que la palabra "achura", tan de moda en estos días, zafara de la controversia. Hay quienes dicen que su origen es araucano: "achuraj" significa "lo que no sirve y se tira". Otros le adjudican una raíz quechua: "achuray" quiere decir "compartir". Se observará que, desde el vamos, la discordancia etimológica desnuda una divergencia aún mayor, podría decirse fundante. En la comida, la diferencia entre "lo que no sirve y se tira" y "compartir" asume una connotación política, social y cultural. 

Otro malentendido del lenguaje le atribuye al choripán el carácter de achura. Error: el choripán es un embutido y las achuras son vísceras. Como sea, en estos últimos días se los ha puesto en la misma bolsa y entonces la antinomia semántica planteada en el primer párrafo puede ser leída políticamente desde el choripán.

En la Argentina opulenta que se impuso tras la conquista del desierto la peonada criolla compartía eso que no sirve y se tira. Extraña confluencia, por necesidad, de aquellas dos acepciones aparentemente irreconciliables. Los peones comían las vísceras de las vacas cuyos cortes más exquisitos se exportaban a Europa. Eran como los cartoneros de hoy, que comparten lo que otros desechan.  

Con el tiempo, los patrones adoptaron también los chorizos y las achuras como aperitivo de sus asados; los peones y los obreros, asimismo, incorporaron a su dieta cortes de carne antes prohibitivos. En el primer caso, se trató de una asimilación cultural; en el segundo, de una conquista social. Había llegado el peronismo. 

Con excepción de veganos, vegetarianos e imposibilitados por razones de salud, todos los argentinos terminaron adoptando el choripán. Sin embargo, el "chori", como concepto, se convirtió en bandera de pasiones enfrentadas. No fue su universalización lo que sembró la discordia sino, más bien, su ámbito de consumo. En las inmediaciones de las canchas de fútbol, en las fiestas de carnaval, en las movilizaciones políticas, en la previa de las bandas de rock más populares, el olor a choripán se convirtió en contraseña. En símbolo de pertenencia. La felicidad de compartir un ritual. Para otros, como lógica contrapartida, "compartir" se volvió una palabra peligrosa, prima hermana de "organizarse".  

La derecha argentina, cada vez más extrema, hizo de su nostalgia una utopía. Sueña con el día en que cada argentino vuelva a recibir de su mano "lo que no sirve y se tira". Para ello debe neutralizar todo lo que huela a "compartir". Reivindica al venezolano que, pura individualidad, acepta someterse a las injusticias de las empresas de delivery en el afán de sobrevivir y progresar. Pero lo condenaría como chavista si quisiera juntarse con otros venezolanos para organizar un sindicato. 

La utopía de esa derecha elitista sería completamente inviable si no contara con la complicidad de una parte de la clase media. Ahora desde su usina mediática hablan de "recuperar un proyecto en común" que incluya a esa clase media y a la clase baja: ya no -según dicen- en los términos actuales de desprecio de los emprendedores hacia los vagos mantenidos por el Estado (el mundo según Bolsonaro y Milei), sino de la armonía que surgiría luego de la reconversión de estos últimos, ya emancipados del clientelismo y entregados alegremente a las leyes del mercado. 

Esa alternativa sería ingenua si no viniera de quien viene. La realidad es más pragmática: el verdadero poder induce a unos y a otros a pegarse el tiro en el pie para asegurarse la potestad de distribuir los despojos. No hay armonía posible en ese mundo en el que los más desfavorecidos salen a pelear mano a mano por la supervivencia. La desregulación de la economía y la anulación de derechos colectivos básicos -intención que la derecha encubre bajo el eufemismo "los riesgos de la libertad"- solo alimentaría la inseguridad, la incertidumbre y los mutuos recelos. La "solución" terminaría siendo lo que supuestamente se pretendió evitar: la anomia que precede a la "normalización" vía los Bolsonaro, los Milei o las Patricia Bullrich de turno. 

Paradoja: ante la imposibilidad de que un modelo excluyente restituya la armonía, solo se podría recobrar cierto orden con más palos y más choriplanes. Pero ya sin ilusiones compartidas. Un mundo de todos contra todos termina siendo un mundo de cada uno contra sí mismo.

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Estas líneas fueron inspiradas en las repercusiones del reciente brote de shigella y salmonella (desde los mensajes en las redes que hablaban de una suerte de "castigo divino" a los choriplaneros hasta un artículo periodístico que decía algo parecido pero con palabras más elegantes) y en un episodio puntual. La breve anécdota es la siguiente: 

En un bodegón de Chacarita, un hombre, sentado a una mesa que da a una ventana abierta a la calle, está comiendo un suculento plato de vacío al horno con papas, acompañado con vino tinto de la casa. Se come la mitad de la porción y deja el resto, mientras permanece un buen rato mirando la tele y tomando otra jarrita de vino. De pronto escucha a un pibe (no más de 12 años) que desde la calle le pide: "Don, ¿no me da un poquito de esa carne? O al menos unas papas...". El hombre duda un momento, amaga con pedirle al mozo un papel para que envuelva las sobras pero el chico advierte que de adentro del bodegón el camarero le grita que se vaya, entonces dice, apurado, "démelo así nomás...". Agarra el pedazo de carne y un puñado de papas con las manos y sale corriendo. Después del "incidente", el hombre mira para atrás y a quien quiera escucharlo le dice: "la puta madre, me quedé sin el almuerzo de mañana..." (risas en las mesas de alrededor). "Si un minuto antes le hubiera dicho al mozo que me guardara lo que quedaba..." (siguen las risas), "pero bueno, no me quejo, no le podía decir que no al pibe..." (silencio general). 

Quizás el hombre no tenga claro si "compartió" lo que tenía o le "tiró las sobras". Tal vez también él habite los bordes del lenguaje, más ambiguos y traicioneros que los límites entre el bien y el mal.