El cuento por su autor

El inocente fue uno de mis primeros cuentos y también uno de los que más quiero. Lo escribí hace más de veinte años bajo el influjo -casi debería decir bajo el embrujo- que ejercía sobre mí el universo chejoviano. El cuento se incluyó luego en mi primer libro: Qué temprano anoche (Galerna), en una colección dirigida por Abelardo Castillo. Recuerdo que lo envié a un concurso con seudónimo de varón, convencida -no sin razón para la época-, de que un texto escrito por un hombre sería leído con más respeto. Tengo presente en la piel la enorme emoción que sentí al recibir un premio por ese relato. Premio que legitimó mi secreto deseo de dedicarme a escribir ya que hasta entonces mi actividad profesional había sido el canto.

Acabo de releer el cuento después de mucho tiempo y, para mi sorpresa, no hay nada que quiera cambiar en él. Tal vez porque somos los mismos y, sin saberlo, escribimos un libro único bajo distintos nombres, me reconozco hoy en los personajes, los diálogos y la atmósfera del relato. También, en el embrujo que siguen ejerciendo sobre mí los cuentos de Chejov.


"Pero, de pronto... En los relatos aparecen a menudo estos “pero, de pronto”. Y los autores tienen razón en usarlos: la vida está llena de sobresaltos.”

Anton Chéjov


El inocente

Carlos Sampedro creía que su soledad lo acompañaría siempre.

La soledad es mi alegría y mi desgracia, decía, con ese tono monocorde con que se dicen las plegarias de chico, cuando, de tan repetidas, acaban por perder el sentido. Lo decía para sí mismo y para quien quisiera saber, sobre todo para esas mujeres anhelantes que lo miraban con ojos redondos y fijos.

Él disfrutaba del silencio de su casa vacía y de la anchura incompleta de su cama. Al despertar, se desperezaba entre las sábanas como un gato feliz. Después, los mates en el taller, con la luz rosada del amanecer, mientras observaba con atención el cuadro en el que estaba trabajando. Solía pintar todos los días, y a veces, cuando dormía, soñaba que pintaba. Creía, como su viejo maestro, que corregir era una tarea casi espiritual, y él corregía sus cuadros como quien se corrige a sí mismo.

Prendía Radio Clásica, desde donde una mujer de voz acariciante le anunciaba fugas, motetes y cantatas. Se dejaba mecer por esa música como por una madre que habla sola, y, entre mate y mate, resolvía acentuar una luz, cambiar algún color o darle más peso a aquella forma.

El diecisiete de abril, al levantarse, Sampedro llevó la pava y el mate al patio y se olvidó de encender la radio.

Se sentó en el banco de hierro que había allí, con el pijama a rayas celestes que le había regalado Cecilia cuando cumplió cuarenta y cinco años. Las retamas habían florecido, y también los jazmines azules y los blancos. Había perfumes dulces en el aire, y una luz clara y envolvente. Sampedro pensó que esa mañana su patio era una fiesta, que la vida entera estaba allí, acechando desde esa luz, desde esas flores desiguales, y desde esas plantas trepadoras que lo iban devorando todo.

Ese día no leyó el diario ni escuchó la radio. Sólo se quedó largo rato contemplando la forma de las hojas.

Supo que su paz había terminado cuando los Solís, que eran seis, se mudaron a la casa que estaba pegada a la suya.

La pared de la enredadera daba precisamente allí: a lo de la familia sonora —lo de sonora era una manera cariñosa de decir, porque en honor a la verdad, los Solís eran ruidosos hasta en el silencio—. Sus hijos peleaban a los gritos, con una vehemencia que orillaba en la pasión. Javier, el mayor, estudiaba saxo, tenor y el más chico lloraba sin parar, lanzando cada tanto un chirrido interminable parecido al de los pájaros del campo. Las dos chicas del medio, que en este peculiar concierto cantaban canciones a dúo, eran asombrosamente parecidas: el pelo rubio, corto, las caras redondas. Al cantar, se veían graciosas agitando sus melenitas rubias como mirlos contentos.

Pero había algo grave en la familia Solís: algo referido al color, que alarmó a Sampedro en cuanto los vio, y que le pareció, sin duda, un mal presagio.

El señor Solís y su hijo mayor eran castaños de piel cetrina, descendientes de italianos del sur, mientras que Ana, porque así se llamaba la mujer, y sus dos hijas tenían el pelo rubio, y la piel toda, de arriba abajo, completamente rosa. Sampedro solía pintar grandes desnudos al óleo y amaba los matices particulares de cada piel. Algunas pieles pálidas le hacían evocar a los músicos tísicos del siglo pasado. Recordaba haber mirado a una mujer africana de piel negrísima en un bar, durante horas, para poder capturar en su memoria los destellos del fuego. U haberse enamorado de una mujer por la blancura de hielo de sus hombros.

. Le gustaban las pieles oscuras, cobrizas, pálidas, blancas y cetrinas. Pero la piel rosa, como la de las damas de Rubens, eso sí que no. Por alguna razón, oscura hasta para sí mismo, la piel rosa le disgustaba, era más de lo que podía soportar.

A los pocos días de su llegada, Ana Solís y sus dos hijas llamaron a la puerta. Sampedro abrió, y la señora Solís miró su pijama a rayas color vino como se mira a un fantasma.

—Buen día, mucho gusto. Soy Ana Solís— dijo la mujer sin dejar de mirar las rayas del piyama.

—Un momentito, por favor— dijo Sampedro, y volvió con una bata larga un poco envejecida. —Disculpe si lo molesto. ¿Estaba ocupado? La voz de ella sonaba suave e infantil, casi un susurro.

—No, no...

—Nosotros somos sus nuevos vecinos, quería presentarme. Estamos acá al lado, pegados a su casa, y ya nos hablaron mucho de usted en el barrio. Le aclaro que muy bien, por cierto. Sé que usted es un artista.

Lo dijo todo seguido, en un solo aliento. Después se rio, y al reírse le subieron los colores y su piel tomó un tono más plenamente rosa.

—Estas son mis dos hijas: Nadia y María.

Las chicas estaban tomadas de las manos como en una postal antigua, llevaban vestidos blancos con voladitos por todas partes, y una de ellas chupaba un helado con devoción.

—Nadia es la mayor.

La señora Solís señaló a la chica del helado. Las hermanas parecían gemelas, pero con una mirada atenta, Sampedro advirtió en los ojos de Nadia una expresión más vieja, más honda, como si durante ese año que la separaba de su hermana hubiera conocido muchas cosas.

—Nadia, dale un besito al señor.

Beso de niña con helado, no, pensó Sampedro, pero tratando de ser amable se agachó y la chica le dejó una aureola de crema en la mejilla.

—Ella es María.

Y María también lo besó.

—Usted es pintor, ¿verdad? —preguntó Ana, y cuando dijo pintor se le pusieron los ojos redondos y fijos como los de las mujeres anhelantes.

—Sí.

—Ah... No se imagina cuánto me gusta la pintura. Bah, el arte en general, el canto, la danza, la música... ¡Chicas, no se peleen! ¡Nadia, dale un poco de helado a tu hermana, ya! ¡Ahora te dije!... Bueno... como le decía, me interesa todo lo referido al arte. Claro que con cuatro chicos no pude dedicarme a nada de eso. Cuando era jovencita, yo estudiaba danzas, y no bailaba nada mal, inclusive llegué a hacerlo en público.

Sampedro metió las manos en los bolsillos de su bata y se apoyó contra el marco de la puerta.

—No se imagina qué lindos recuerdos guardo de esa época... Algún día le voy a mostrar las fotos con el traje de española. Me hubiera encantado bailar profesionalmente. Flamenco, o algo así, de carácter. Aunque no le parezca, yo soy una persona muy temperamental. En fin... me casé muy joven, a los veinte años, y enseguida nació Javier y después otro, y otro. No se puede hacer todo, ¿no le parece? —y agregó con tono didáctico—: La vida es una permanente elección. Cada puerta que se abre es otra que se cierra.

—Claro.

—Pero sabe una cosa, señor Sampedro... Su apellido se escribe con m, ¿verdad? —Se llevó una mano al pecho y cerró los ojos—. Mire, yo escucho un concierto para piano o miro un cuadro de Van Gogh, el de esos cuervos volando, por ejemplo, y entonces siento un no sé qué, como si eso... —respiró por primera vez, y dijo—: como si esa belleza encendiera la vida. Me entiende, ¿verdad?

—Mami, ¿podemos ver los cuadros del señor San Pedro?

—Sí, veamos los cuadros, ma.

—Chicas, no podemos molestar al señor, que debe estar ocupado. Otro día, si el señor Sampedro tiene tiempo, nos va a invitar a conocer su taller y sus pinturas. ¿Puede ser?

—Sí, sí, cuando gusten.

—Ahora lo vamos a dejar tranquilo. Fue un gusto, realmente —dijo extendiendo una mano intensamente rosa—. Es un orgullo tener un vecino artista. Sepa que cuenta con nosotros para lo que necesite, y cualquier cosa no tiene más que tocar el timbre.

Cuando se fueron, Sampedro cerró los ojos y respiró profundo.

No pasaron muchos días hasta que las hermanitas Solís aparecieron en su casa.

—Hola— dijo Nadia—. Mi mamá le manda esto—. Y le entregó un plato con masitas de chocolate cubiertas por una servilleta de tela.

—Muchas gracias.

—¿Podemos ver cómo pinta?

Las chicas entraron de la mano, moviendo sus cabezas de un lado a otro. Qué es esto, esto, y esto, preguntaban con avidez, mientras tocaban los pinceles, los frascos, los marcos, y todo lo que había en el taller. Sampedro las miraba sentado en un banquito de madera, mientras se acariciaba los bigotes. Nadia se paró a su lado, y con toda su cara redonda, preguntó:

—Usted es pintor, ¿no?

—Sí, soy pintor.

—Y... ¿qué es ser pintor?

—Bueno... es alguien que pinta.

—Ah...— dijo Nadia apoyando sus manos en la cintura.

—¡Nadia, Nadia! —llamó la voz auxiliadora de María desde el patio—. Mirá qué difinas estas flores.

Su pasión la llevó de la v hacia la f. Nadia fue corriendo al patio y comenzaron a hablarle a cada planta en un lenguaje secreto, como dos hechiceras. Sampedro salió al patio.

—¡Qué difinas son sus plantas, don Pedro!

A esta altura Sampedro no distinguía cuál era cuál.

—Chiquitas, yo tengo mucho qué hacer ahora —dijo—. Agradézcanle a su mamá las masitas, y vuelvan otro día. ¿De acuerdo?

Las chicas volvieron a tomarse de las manos y se fueron agitando sus melenitas rubias. Una mañana de sol sonó el timbre. Ana Solís. —¿Estaba ocupado? —dijo sonriendo. Tenía el pelo recogido en una cola de caballo y los labios pintados de rojo sangre—. Mire, lo molesto porque en el Clarín de ayer salió una crítica buenísima de su exposición, y pensé que tal vez usted no la había leído.

Tenía el recorte en la mano.

Sampedro estaba de buen humor esa mañana. Había una luz excelente, y la señora Solís le parecía hasta simpática. Ella emitía exclamaciones diversas al ver sus cuadros. ¡Ah, oh, humm!, decía su vocecita. Se acercaba y se alejaba entrecerrando los ojos de vez en cuando, como hacen los entendidos. Llevaba un vestido amplio, muy ajustado en la cintura, y zapatos de taco alto de color azafrán. Era extraño, casi obsceno ver a una mujer vestida entre tantas enormes desnudeces.

—¿Utiliza modelo vivo para pintar?

—Sí, por lo general, sí—. Sampedro encendió un cigarrillo y se sentó—. Ah, me olvidaba, le agradezco mucho las masitas de chocolate que me mandó. ¿Las hizo usted?

Ella se sentó en el sillón azul, el único sillón del taller, y se rio. Era innegable que tenía una risa encantadora. Una risa pálida y sutil como una sombra de plata.

—Sí, hago tortas y masitas en mis ratos libres. Tengo algunos clientes particulares, gente conocida por lo general —dijo—. Es una distracción para mí, y además una pequeña ayuda para la casa. Mi marido trabaja en una agencia de viajes, pero no es suficiente... Las cosas están difíciles. Usted no se imagina lo que son cuatro chicos—. Cruzó las piernas. — Todavía no lo conoció a Rodolfo, ¿no? Ah, uno de estos días se lo presento, podría venir a casa a tomar un café con nosotros. Mi marido es un buen hombre, un buen padre, trabajador, honesto, y es así... calladito, igual que usted... Se acomodó un mechón de pelo que le caía sobre la cara y dijo:

—Y dígame... —aquí su voz adquirió un matiz azul—. Usted... ¿vive solo?

—Sí, solo.

Los ojos de ella se fueron redondeando.

—Qué raro, un hombre todavía joven, solo... Pero tal vez es divorciado, tiene hijos y...

—No —interrumpió él.

—Ah...

La señora Solís se quedó mirándolo inmóvil. Él se acarició los bigotes y ella pareció captar la señal porque agregó con tono luminoso:

—¡Ah, me encantan, me encantan los colores de sus cuadros! Tienen... ¿cómo le puedo explicar? Tienen... tienen...

Buscó la palabra en el techo, en las ventanas, en las paredes, en sus zapatos de color azafrán, y finalmente dijo:

—¡Tienen vida!

Sampedro sonrió. Vaya a saber por qué, esa opinión le pareció mucho más halagadora que esos intrincados conceptos que había leído en la crítica de Pablo Goliano el día anterior, donde se decía entre otras cosas altamente misteriosas, que él era un pintor realista conceptual y químicamente puro.

—Sí, tienen vida. ¿Sabe? El arte es tan importante para mí —continuó ella cerrando los ojos—. A veces siento la necesidad de expresarme, de sacar todo afuera, de comunicar lo que siento. Usted, que es un artista, seguramente puede comprenderme... Un artista tiene una misión en la vida...

No esperó respuesta; su charla era un flujo incesante y veloz, una especie de monólogo, pero a Sampedro le resultaba un alivio escucharla callado, ya que él, que pasaba tantas horas en silencio, estaba olvidando las palabras.

—Le voy a hacer una confesión—. Hizo una pausa y se miró los zapatos—. A veces, de noche, cuando todos duermen en la casa... yo escribo. Sí, no se asombre, escribo cosas: poesías. Una sola vez le leí algunas a Javier, mi hijo mayor, y él se puso a reír a carcajadas. Desde entonces, nunca más; desde entonces las guardo para mí como algo muy secreto.

Ana Solís suspiró y se le adormecieron todos sus colores. Fue hasta la ventana, y sin dejar de mirar al patio, dijo:

—No sé... pienso que tal vez, si no me hubiera casado tan joven, si hubiera seguido bailando, quién sabe... Yo agradezco todo lo que tengo, pero a veces los días me parecen tan opacos, tan iguales...

De pronto se rio, recuperó sus colores, le preguntó la fecha de su nacimiento, le dijo que él pertenecía a un signo de fuego, como su hijo menor: impulsivo, fuerte, que sus cuadros eran preciosos, ¡llenos de vida!, que se le hacía tarde, que otro día. Y se fue, dejando la casa perfumada y silenciosa.

Ese día Sampedro no tuvo ganas de seguir pintando. Fue caminando hasta los bosques de Palermo. Se acostó boca arriba sobre el pasto húmedo, con las manos debajo de la nuca. Miró el cielo translúcido, sin una nube, y con los ojos abiertos como el comienzo de una historia, imaginó una enorme caja de vidrio. Adentro, una mujer, recostada sobre uno de los lados de la caja, con un vestido rojo. La mujer echó la cabeza hacia atrás (¿o fue él quien echó la cabeza hacia atrás?). El pelo negro, terriblemente negro, le caía hasta la cintura y tenía en la mano algo que brillaba, tal vez un puñal Afuera de la caja, una noche tensa con estrellas que parecían soles. La mujer tenía los mismos ojos de Cecilia.

El cielo sería de un azul frío. Sí, Azul Ultramar, y en algunas zonas más profundas, veladuras Azul de Prusia.

Cecilia, murmuró, con cierta nostalgia.

La había conocido en una de sus muestras. Ella era hermosa, adoraba a Lacan, usaba escotes inquietantes, y admiraba su obra. Tenía la piel fresca y nacarada como la luna, y acariciarla era tan grato como decir su nombre. Recordó ese verano que pasaron juntos en Valeria del Mar, cómo ella se pasaba todo el día en el agua, nadando, y riéndose cuando la cubrían las olas. Ella se reía como se ríen las actrices en las películas: igual, con todos los dientes y la boca abierta. Y al salir del agua, se alisaba el pelo mojado hacia atrás con las manos, mientras Carlos la miraba hacer, siempre sentado en la sombra.

Fue más o menos al año de estar juntos cuando Cecilia empezó con el asunto del “crecimiento”. Dale que dale con el crecimiento de la relación, el de él, el de ella, el de nosotros, vosotros y Ello.

—La relación tal como está, no crece, Carlos— decía con gravedad.

Cada vez que ella decía la fatigosa palabra, Sampedro no podía dejar de imaginar un globo rojo que adquiría proporciones monstruosas. Un día juntó valor y le preguntó qué quería decir ella con eso.

—¿Crecer... hacia dónde? — dijo tímidamente.

Ella se enojó mucho. Al día siguiente le pidió tener una charla en un ámbito neutral, en un café con mesa de por medio.

Lo esperaba con las piernas filosas como espadas y anteojos cuadrados de marco azul. Entonces sí, habló claro: le habló del goce, del saber del otro, del sujeto borrado, de fobias, de proyectos y de hijos.

Cuando Cecilia se fue, la casa se quedó vacía. Ella se llevó sus cosas; sólo dejó olvidadas sus sandalias negras que todavía estaban en un rincón de su placard: quietas como un reproche oscuro.

***

Esa noche, antes de dormir, Sampedro miró detenidamente esas sandalias: el taco gastado del lado de afuera, la huella de sus dedos, el cuero acompañando la curva alta de su empeine. Y entonces supo que la había querido mucho, y que el amor tal vez no fuera más que eso: ese dulce dolor ante el recuerdo de la forma de un pie.

Pasó una semana. O tal vez dos. Carlos Sampedro pintaba sin parar; se olvidó del tiempo y de la familia Solís, y creyó que también ellos se habían olvidado de él. Fue cuando estaba agregando aceite de lino al Azul Ultramar para lograr una cierta suntuosidad en el color, cuando apareció la señora Solís con su cuaderno de poesías. Un grueso cuaderno, forrado con papel araña de color negro.

Fue directo hacia el sillón; se sentó con cierta altivez, y con voz nítida y pausada, leyó todas sus poesías. Una por una. Las poesías de Ana eran sentimentales e increíbles como un bolero. Hablaban de amores contrahechos, de cielos estrellados, de almas y de muertos.

¡Pero qué linda estaba con su vestido blanco como los jazmines del patio, y el pelo suelto que le tocaba los hombros!

La señora Solís y su horrible piel rosa. La señora Solís y su Noche Triste. Y sin embargo... era casi natural verla sentada en su sillón azul, confesando sus sueños con la dignidad de una reina.

La señora Solís y el resplandor de su inocencia. La inocencia de Ana.

Sampedro notó que toda su escuálida ironía no podía ni siquiera rozarla. Se hubiera arrodillado ante ella como un esclavo. O como un perro. Pensó en esa mujer escribiendo sola en la mesa de la cocina después de haber acostado a los chicos; y se estremeció ante ese pequeño destino. Pensó en su taller: en sus cuadros demasiado grandes, apilados unos sobre otros como rígidos cadáveres de color; pensó en el solitario hueco de su cama, y en las sandalias negras de Cecilia.

Se hizo un largo silencio.

—Ana— dijo Sampedro—. Una de estas tardes, si no está muy ocupada... bueno... me gustaría mucho pintarla.

La señora Solís se puso pálida. Levantó los ojos, redondos como esferas de cielo, y se rio.