No hay casi registro de mujeres panaderas en las biografías de harina y agua. Que no haya registro ni nombres propios no quiere decir que no hubo mujeres amasando pan, inventando recetas, fundando tradiciones y creando sabores nuevos. Las mujeres amasaban, pero lo hacían en sus casas. El negocio del pan era para los hombres y lo sigue siendo -el cambio leva lento y poco-, a pesar de que hay cada vez más mujeres panaderas que revolucionan el oficio y lideran el trabajo en la cuadra recuperando recetas viejas, probando nuevos ingredientes y marcando el pulso y el gusto con detalles de autora.
El nombre de Lionel Poilâne, el panadero maravilloso del barrio latino de París, acapara el diccionario mentor, las mujeres aparecen en grupo, sin entrada propia en el abecedario del reconocimiento. Son las mujeres de la España árabe que amasaban en sus casas y llevaban su pan a hornos públicos, las paniquocole de la Toscana y las excluidas en los sindicatos.
No hay historia del pan sin mujeres, pero nadie las nombra por su nombre. En los hornos las pisadas sobre la harina de los jóvenes que corren o la del que camina lento y con determinación y deja hundida huella blanca (como las que aparecen en El Panadero, de César Aira) no suelen ser de mujeres.
¿A quiénes rescata la historia del pan? La distinción es caprichosa y errante, nombraré a tres: a la mítica Brites de Almeida, la panadera de Aljubarrota, la protagonista de la leyenda portuguesa que cuenta que mató a golpes con su pala de hornear a un grupo de soldados castellanos en el verano de 1385; a Elvira Gutiérrez (esposa de un militar español, Juan de Montalvo) amasando el primer pan en Santa Fe (Bogotá) en 1567 cuando, según publicó Papel Periódico Ilustrado, Pedro Briceño construyó un molino de harina, y a Maria Anna Fisher, la panadera afroamericana que a los quince años vendía las galletas que cocinaba en su cocina en la puerta de su casa en la Filadelfia del 1800.
Aunque la panadería tradicional sigue siendo muy machista, las mujeres que acceden a la luz de los fuegos suelen ser las herederas -hijas, nietas y hasta bisnietas- del maestro muerto, y en las panaderías de cualquier barrio continúan siendo las que envuelven, pesan y ponen el pan caliente en la bolsa, son cada vez más las comunidades de mujeres que amasan y hornean pan. No solo son las valencianas con sus sabores del pasado, las asturianas con el pan de escanda o las mujeres del Kurdistán sirio, muchas mujeres en diferentes regiones del planeta, como Las Panas en México (panaderas contra la violencia de género) amasan, hornean y venden su pan: “Me di cuenta de que podía convivir con mis compañeras de otra forma cuando hacíamos pan” dijo Rosalía Trujano, una de las panaderas.
Es tiempo de conocer más nombres propios: “Entré en mi espesura/ y vi tu nombre escrito con árboles” (Amelia Biagioni), el diccionario biográfico en deuda empieza a modificarse, ya era hora. Algunxs artistas de pincel y carbonilla dicen que si bien se fabrican excelentes gomas de borrar, nada es comparable “para modelar con carboncillo” la honrada y antigua miga de pan blanco del día anterior. Hay que probar, hacerla rodar entre las yemas de los dedos y usarla para borrar la ausencia.