Laura se encontraba paralizada, de pie en medio de la cocina, en un estado a mitad de camino entre la consciencia y la inconsciencia. Cuando recobró la capacidad de percibir dónde estaba y qué había sucedido, recordó las palabras de su hijo, desde el teléfono móvil: “mamá, vení urgente al hospital, papá se va”.

Hacía meses que sabía que este momento llegaría. Antes o después, llegaría.

Horacio, con quien había estado casada durante quince años, venía luchando contra una enfermedad demoledora. Algunos meses atrás supo que la batalla estaba perdida. Sólo era cuestión de tiempo.

Laura sintió que una catarata de recuerdos se derramaba en su cabeza, inundaron sus ojos, que empezaron a desbordar. Recordó los años de felicidad, cuando creía que había alcanzado el cielo porque Horacio la había elegido. Después vinieron los hijos, Alma e Ignacio...

¡Alma! Tendría que avisarle. Ignacio estaba en el hospital, junto a su padre. Ya era un hombre, hecho y derecho, como diría su madre.

Laura no sabía por dónde empezar. Andaba y desandaba la distancia que separaba la cocina del dormitorio sin motivo aparente. “Tengo que llevar ropa para cambiarlo”, pensó, y buscó entre las pocas prendas que tenía a mano. Horacio había regresado unas pocas semanas atrás, sabiendo que era la última etapa; llevaba un bolso pequeño y Laura lo recibió, convencida de que sus hijos así lo deseaban. Laura eligió cuidadosamente mientras se preguntaba cómo proceder. “Espero no tener que vestirlo” “¿Se encargarán los enfermeros?”, pensaba, mientras sostenía la camisa a rayas que ella le había regalado para su último aniversario, cuando todavía estaban juntos, hacía de esto más de diez años. Guardó la ropa en una bolsa y salió rumbo al hospital.

El trayecto se le antojó eterno. Con mucha dificultad lograba prestar atención al tránsito, a los otros automóviles que se cruzaban en su camino y a las luces de los semáforos.

Una voz interior, sin embargo, luchaba por imponerse al torbellino de imágenes que se apretujaban para aparecer entre sus recuerdos. Una voz que le traía de regreso las razones por las que ella había decidido terminar la relación con Horacio, los motivos que la habían llevado a pedir el divorcio: descalificaciones permanentes, engaños y mentiras, traiciones repetidas, maltratos psicológicos recurrentes, a tal punto que Laura llegó a dudar de su capacidad para hacerse cargo de sí misma o afrontar las simples dificultades cotidianas. Hasta que dijo basta. 

Demasiado tiempo tardó en elaborar el duelo por el matrimonio terminado, muchas lágrimas derramadas para que este final ya anunciado consiga afectarla de ese modo. Respiró profundamente mientras secaba sus mejillas. “Tengo que estar bien”, “Los chicos me necesitan ahora”, siguió desgranando un rosario de consignas de autoayuda que le resultaron provechosas.

Cuando llegó al hospital, después de abandonar el coche en cualquier lugar, subió por las escaleras, sin la paciencia necesaria para esperar el ascensor. El corazón latía aceleradamente, imaginaba el momento de enfrentar el cuerpo de Horacio sin vida. Este sí sería el final.

Al pisar el último peldaño, la figura que vio fue la de Ignacio, al final del corredor, de pie y mirando por la ventana hacia la calle. Las piernas, a duras penas, sostuvieron a Laura que caminando lentamente se acercó a su hijo. Cuando llegó a su lado y miró a través del vidrio, vio a Horacio que subía a un taxi y cerraba la puerta tras de sí.

Sin poder emitir palabra, Laura miró a Ignacio, con los ojos y la boca muy abiertos, con expresión de desconcierto. Él, intentando explicar lo inexplicable, alcanzó a balbucear: “¡Te dije que era urgente! No pude detenerlo: papá se fue”.

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