Cuando había que ser hippie Alejandro Kuropatwa era punk. Y cuando había que ser punk él ya era otra cosa. No se sabe muy bien qué, pero era otra cosa. Siempre quería distinguirse, ser diferente, cuando tenía poco más de 10 años pidió que decoraran su habitación como si fuera una casa china.

Su carrera empezó a los 17 años, en 1973, cuando exhibió algunas xilografías en una muestra colectiva. Para 1978 ya había tenido dos muestras individuales en la Galería Lirolay. Uno de los textos de sala lo escribió Marta Minujín. Cuando Kuropatwa se lo encargó, le dijo: “Te voy a hacer un regalo y es que escribas la presentación a mi muestra”.

Desde ese momento, no paró de producir. Siempre tenía una cámara encima y sacaba fotos sin parar hasta que murió hace 20 años, el 5 de febrero de 2003. Lo que Alejandro Kuropatwa dejó son miles de imágenes que oscilan entre el diario íntimo y la crónica de una época. Todo mirado con unos ojos irónicos y atentos a captar el instante justo en el que aparece un chiste. O el horror.

DESTELLO DE OSCURIDAD

Miguel Kuropatwa, el padre de Alejandro, estaba obsesionado con filmar la vida familiar. En 1973 viajó con Alejandro a Nueva York y México. La travesía quedó registrada en dos videos que Miguel grabó en Súper 8. En uno de esos, Alejandro apunta con una cámara de fotos hacia su padre, que lo filma en una playa, y en el momento que gatilla con su dedo índice la escena se corta. Lili Kuropatwa, hermana de Alejandro, no recuerda que él tuviera algún interés por la fotografía, pero sí sabe que le interesaban las artes visuales: “Ale no era muy bueno en la escuela porque era disléxico, entonces le costaba leer y escribir. Por eso se fue hacia el arte, ahí encontró el lenguaje que necesitaba para poder pensar y entender lo que le pasaba”.

Alejandro compró su primera cámara cuando se fue a vivir a Nueva York: era usada y la consiguió con plata que le enviaban sus padres y algunos otros dólares que consiguió trabajando limpiando casas o cuidando hijos de amigos. Su carrera también empezó ahí. “En ese lugar conocí absolutamente todo: el mundo de la fotografía, el diseño, los desfiles de modelos. Todo lo encontré ahí”, contó el artista en una entrevista. Estudió fotografía en el Fashion Institute of Technology y después se inscribió en la Parsons School of Design.

En esa institución, Kuropatwa presentó su primera serie: Fuera de foco. Eran retratos ampliados y deformados. Sin embargo, la serie fue rechazada y no dejaron que la exhibiera. “Lo que pasó fue un escándalo. Supuestamente tenía que hacer fotos en foco, pero yo las hice fuera de foco -contó Alejandro-. Quería hacer algo diferente y me censuraron. New York era la ciudad más libre del mundo, en la que uno podía mostrar algo así para que alguien diga that's nice o eso no me gusta. ¡Para que alguien diga algo! No para que me lo saquen”.

De la serie Familia, 1997

Mientras estaba en Nueva York, Kuropatwa vivía de noche. Lucky Strike, Studio 54, Roxy y Danceteria eran algunas de las discotecas que lo tenían enamorando gente y también mostrando fotos. “Yo lo fui a visitar en el 80 por primera vez. Me reservó una habitación en un hotel de lujo en frente al Central Park -recuerda su hermana-. Cuando llegué me recibieron con champán y platos de frutas, pero a los cinco minutos Alejandro me dejó para ir a una fiesta y en ese momento me enteré que tenía que ser yo la que pagara todos esos lujos”.

En esos años de bon vivant, Kuropatwa decoró las paredes de las pistas con fotos de hombres desnudos, mujeres glamorosas y otras imágenes que remitían al mundo de la moda. Pero el volúmen de la música de las discos bajó abruptamente porque el SIDA ya había empezado a quitarle el brillo a la noche. “Algunos de mis amigos habían muerto y se empezaba a complicar mi permanencia en Nueva York. Muchos creían que un día ahí era una visita guiada al Edén. Yo creo que era como tomar copas en el infierno -contó Alejandro en una entrevista al diario Clarín en 1990-. En Buenos Aires la gente pensaba que Nueva York era discoteca, discoteca, discoteca, pero ya para 1981 era ambulancia, ambulancia, ambulancia.”

En 1985, Alejandro volvió a Buenos Aires. Ese mismo año recibió su diagnóstico de VIH positivo. A partir de ese momento empezó a desarrollar obras que eran, en su mayoría, fotos en blanco y negro bastante ambivalentes: a veces eran imágenes deprimentes y otras estaban llenas de humor y vitalidad. Esta es una característica curiosa del trabajo de Kuropatwa: sus fotos pasaron al inconsciente colectivo como imágenes llenas de color, pero esto apareció a mediados de los 90, justo en sus últimos años de su vida. Hasta entonces se mantuvo en el blanco y negro, buscando la decadencia y la agonía en objetos, paisajes y personas.

El poeta Hugo Mujica -con quien Alejandro hizo una muestra en 1993- dijo en una entrevista que en relación al virus, Kuropatwa “tenía una fluctuación que iba desde la negación, a la distracción y la resignación, pero con algunos destellos de confianza”, como los que aparecieron en su muestra Sólo sonrisas, una exhibición que hizo en 1988 en la fotogalería del Teatro San Martín. Sobre estas fotos, que eran un montón de retratos de gente sonriendo, Sara Facio escribió: “El conjunto es una lección de optimismo, de desparpajo, de complicidad entre el fotógrafo y el modelo y una muestra de libertad mental”.

Alejandro vivía de una manera radical: se la pasaba de fiesta, organizaba eventos en su casa con mozos, banquetes, docenas de calas y despilfarraba cada billete que tenía. “Para cuando lo conocí en los 80 él vivía cada día como si fuera el último -cuenta el poeta Fernando Noy-. Era lo que más me fascinaba de él: nunca bajó el nivel de intensidad. La vida con Alejandro era como estar arriba de un yate de lujo, pero anclado en el cemento de Once”. Era el alma de una fiesta que se sabía cómo empezaba, pero no cómo terminaba.

Kuropatwa estaba poseído por el flash: siempre salía con una cámara encima y disparaba sin parar, en todo momento. Así fue que un día, en 1990, apareció en la casa de la curadora Martha Nanni y tiró cientos de polaroids vencidas arriba de la mesada. “Vuelvo en unos días para que me digas si se puede hacer algo con todo esto”, le dijo a Nanni y se fue, sin antes aclararle que estaba enfermo, que sabía que se iba a morir y que tenía miedo. Las imágenes tenían tonos azules y las fotos estaban todas rayadas. En una entrevista con María Gainza, Nanni dijo: “Para mí las rayas eran un dato fundamental porque eran los daños que él se infligía a sí mismo. Era una enorme metáfora sobre el universo del SIDA”.

De la serie Mujer, 2001

Con esas imágenes armó la muestra 30 días en la vida A. Kuropatwa montó las fotos en unas cajas de luz negras con tubos fluorescentes por dentro. La muestra, además, incluía un video que mezclaba textos -frases cortas escritas por Alejandro-, algunas de las fotos de la muestra y música de Fito Páez. En diálogo con Página/12 Páez dijo: “Un día aparece y me dice: ‘che, vos, dale vení y hacé música para este video’. Era todo como un cuchicheo de tías. Me mandó el material y armé la música al toque. Con Ale era todo como un juego”. “Él era parte del mayor encanto de la ciudad de Buenos Aires -dice el músico-. Fue una pieza clave en el mecanismo de la alegría de este lugar. Por su casa pasaban todos: personas de diferentes mundos, de distintas clases sociales. Kuro era una fiesta de la libertad.”

Noy recuerda que una mañana lo despertó, después de una larga noche, y lo llevó a desayunar al Alvear: “Como yo no tenía ropa decente él me puso un tapado de piel por arriba del pijama y así salí”. Después lo acompañó a cobrar unos dólares por una tapa que hizo para un disco de Charly García y se fueron de shopping. “Ale se compró unas texanas divinas y me regaló unos mocasines de charol. De ahí derecho a la disco otra vez, así que le dije que guardara el resto de los dólares en las texanas –cuenta Noy–. Cuando volvimos a su casa empezó a gritar que le habían robado todos los dólares. Yo le recordé que los había metido en las botas y allí estaban, hechos un bollo, así que le pidió a su asistente que planche cada uno de los billetes y cuando estuvieron listos me regaló unos cuantos de 100 porque de Alex te pueden decir cualquier cosa, menos que era pijotero”.

En 1992, viajó a París para hacer una muestra en una suite del Hotel Meurice. Colgó 16 fotos en blanco y negro por toda la habitación, organizó un cóctel para los amigos que tenía en esa ciudad y también con otros artistas. Era una fiesta de lujo ilustrada con imágenes de flores marchitas, quirófanos en ruinas, mesas vacías y techos con humedad. Sobre esta ambivalencia entre la vida y la obra de Alejandro, el artista Roberto Jacoby dijo: “Kuropatwa compartió con el artista romántico el poder mítico del que va a morir, del que está aquí y también más allá. La melancolía y a veces la tristeza fueron tonalidades de casi todos los trabajos, cuando se pensaba que cada muestra sería la última. Eran los años del pesimismo”. En medio del evento en el Hotel Meurice, Alejandro se encerró en una habitación, se metió en la cama desnudo y mirando a la cámara de una amiga suya que estaba filmando dijo: “Creo que me voy, que ya no estoy. Creo que estoy ahora y que voy a tener que disfrutar ahora. Esto es un adiós. Esto es una despedida”.

NUEVE SEMANAS Y MEDIA AUTORETRATO DE ALEJANDRO KUROPATWA

EN FANTASY

En julio de 1990, Kuropatwa dijo en la revista de La Nación: "Mi familia tiene una fábrica de cosméticos y yo estoy condenado, afortunadamente, a fotografiarlos". Esa empresa se llamaba Via Valrossa y funcionaba de la misma manera que funciona Avon o cualquier otra marca de venta directa. A finales de los años 80, empezó a trabajar en los catálogos de esta empresa: por su lente pasaron modelos, delineadores, cremas, sombras, rubores y rouges.

El color y el brillo que imprimía Kuropatwa en esos catálogos rara vez se traducía a sus fotos. Sin embargo, eso cambió cuando se internó en una clínica de rehabilitación en California. En esa mismo lugar empezó a recibir un tratamiento antirretroviral para controlar el VIH. “Allí me mimaron a lo loco y me trataron de todas las infecciones. Me incorporé a un grupo para alcohólicos y Father Bob nos rescataba de los happy hours de las 7 de la tarde, horario muy difícil porque volvés del trabajo y la copa te baila -contó Alejandro-. Después de salir de la clínica me dije: ¿qué hago ahora que estoy vivo?”.

Durante la internación, Alejandro empezó a fotografiar los cócteles de pastillas que tomaba como si se tratara de cosméticos. Convirtió las pastillas en pequeñas joyas. Así surgió Cóctel, tal vez su muestra más famosa. Cuando la revista Gente lo entrevistó por el éxito de su exhibición, él contestó: "Lo recaudado fue para beneficencia. Para mi propio beneficio. La verdad es que cuesta una fortuna”. “Cóctel para mi –dijo Kuropatwa– puede ser una copa de Martini con una aceituna o cuatro tomas diarias, pero no de Martini, sino de pastillas. Lo importante es no mezclar esos dos cócteles”.

Su obra se transformó por completo. La melancolía y la tristeza que había mostrado hasta ese momento qudaron atrás. El color se apoderó de su trabajo, los objetos fueron quitados de contexto y devueltos al mundo de una manera que los transformó en algo bello. O en un chiste. O en un producto de belleza. Sobre esta muestra Jacoby escribió: “Con Cóctel comienza una nueva etapa en la historia y también en la historia de Kuropatwa. Ingresamos en la tierra de la esperanza. Y también en otro continente de angustias. Exhibir como si fueran piedras preciosas esas minúsculas pastillas tasadas en decenas de dólares ¿no es la más dolorosa ostentación que pueda hacer un niño rico en un país donde la mayoría de los enfermos no tendrán acceso a los medicamentos?”.

“Las fotos de Cóctel me conmocionaron profundamente porque era hacer arte con la muerte, pero no con la muerte en sí, sino con la belleza de la muerte y cómo se llega a ella de una manera diferente -recuerda Cecilia Roth, amiga de Kuropatwa desde su juventud, en diálogo con Página/12-. Eran fotos de un color exuberante, eran imágenes felices. Sin embargo, entre el alcohol y esas pastillas se jodió el hígado, pero él no le daba bola a eso. Cuando estaba bien estaba espléndido, aunque sabía que no estaba bien del todo. En realidad sí sabía, pero elegía olvidarse”.

Aída, 1998

RETRATOS DE FAMILIA

Un día el fotógrafo Alberto Goldenstein encontró a su amigo Kuropatwa un poco deprimido, así que le dijo que salieran a sacar fotos juntos por la costanera. El recorrido terminó con un retrato de Alejandro sentado en una mesa y con las bolas de la copia de El David que hay en el Museo de Calcos arriba de su cabeza. “Había algo de su personalidad que me provocaba una mezcla de incomodidad y admiración: la manera en que trataba a mozos, choferes y gente así -contó Goldenstein–. Actuaba de una forma que cualquier otra persona recibiría un sillazo en la cabeza, pero con él reaccionaban maravillosamente. El estilo era por ejemplo preguntarle al mozo: ¿se puede fumar acá? y, tras la respuesta afirmativa, seguía ¿tiene un cigarrillo?”.

Cecilia Roth dijo que Alejandro fue la única persona que ella conoció con el superpoder de hacerte hacer lo que se le cantara. Para Fito Paéz, era incluso más que eso:“Él no terminaba de pedirte algo que vos ya lo estabas haciendo”.

Gracias a ese encanto Kuropatwa convenció a Pata Villanueva de hacer una sesión de fotos con toda su familia. En el retrato ella aparece con un bronceado de cama solar y un abanico hecho de billetes y en otro los billetes le salen del escote. Con sólo una sesión de fotos familiares, Alejandro exhibía los hilos de la cultura menemista y convertía la decadencia en glamour. Cuando le preguntaron por qué había pasado de Cóctel a algo tan frívolo, él contestó: “A mi muestra Familia no la vi como frivolidad sino como desesperanza”.

Después de fotografiar a Pata, Kuropatwa tuvo la certeza de que quería seguir retratando mujeres, pero no tenía en claro a cuales. “Un día, en el Museo Nacional de Bellas Artes, escuché a una mujer parlotear. Miro para abajo y veo unos zapatos verdes brillantes. Subo la mirada y encuentro un vestido floreado con una cartera haciendo juego, sigo y veo un peinado María Antonieta ¡a las siete de la tarde! Pensé que era la Sarli. Pero, no. La cabeza me hizo clic: voy a hacer una serie de mujeres elegantes”, contó Alejandro.

Durante 1998 se ocupó de retratar mujeres elegantes de Recoleta como si fueran jóvenes modelos de alta costura. “En esa época él estaba asustado con que le hicieran un litigio por cómo habían salido las fotos -cuenta Fernando Noy- pero la Kuro era tan encantadora que cuando las viejas vieron las fotos ¡quedaron todas fascinadas y lo amaron!”. Los retratos se convirtieron en la serie Marie Antoinette y fueron exhibidos en la Alianza Francesa. Al igual que con Familia, Kuropatwa encontró una manera de seguir narrando la época, pero desde un costado kitsch y completamente irónico. No se trataba de señalar la vejez de las modelos, sino su semblante, su manera de estar en el mundo, su ostentación de poder. Y sus joyas.

COCTEL, DE 1996

LA ÚLTIMA RESACA

“Ale se fue metiendo para adentro cuando empezó a estar mal, se recluía mucho. Se estaba muriendo. Yo no lo quería ver y lo asumo con todo el dolor del mundo. El que se está yendo impone una distancia que me aleja físicamente pero me acerca desde otro lugar”, cuenta Roth. La salud de Kuropatwa era cada día más frágil y pasaba la misma cantidad de tiempo internado que en su casa. En ese contexto apareció 9 semanas y media, una serie en la que volvió a tratar el tema del VIH y la enfermedad.

Ahí Kuropatwa no trabajó el tema de manera explícita como en Cóctel, sino que recurrió a la fantasía: las imágenes muestran a una Mujer Maravilla con una jeringa o a una Barbie y un Ken “teniendo sexo” adentro de un círculo de pastillas. En esa misma serie hay un autorretrato donde se lo ve muy delgado, fumando un cigarrillo, mirando hacia abajo y sobre una mesa los muñecos a los que puso a coger: es la cámara que mira al fotógrafo que ve a la foto que va a sacar. La imagen es completamente sórdida y al mismo tiempo magnética, encantadora.

La última serie que hizo se llamó Mujer. Fue Kuropatwa en su máxima expresión: tetas llenas de glitter, piernas de hombres cubiertas por medias rosas caladas, bocas pintadas con aceitunas entre los dientes y mujeres con flores en la comisura de los labios. Después siguió trabajando en una nueva serie que no llegó a mostrar: Kuro Tour. Eran fotos de Buenos Aires y de viajes a Paraguay que hizo con Celsa, su cuidadora.

“El Kuro Tour era una cosa megalómana, yo no podía creer que él quisiera hacer eso –dice Andrés Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes. "Me pidió que lo ayudara a armar la muestra y todo el tiempo me venía a ver con pilas y pilas de fotos. Quería mostrar todo”. Para el Kuro Tour, Alejandro acumuló unas 900 fotos. Casi todas completamente despojadas del brillo y la ostentación que tuvieron las anteriores. Creadas con el frenesí de quien no puede dejar de disparar para tratar de registrar lo que está pasando a su alrededor: hay fotos de estaciones de servicio, de niños jugando en un río, de lugares históricos de la ciudad. El Kuro Tour puso en evidencia lo que Alejandro fue: un cronista visual.

Seis meses antes de morir, Kuropatwa inauguró Manifiesto, su última muestra. Fue una retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes en la que colgó todas sus series y también las fotos que hizo para el mundo del rock. La exhibición estaba acompañada de un texto que funcionaba como una declaración de principios, un programa de lo que para él debía ser un fotógrafo. En ese texto escribió: “Mi corazón no se lo doy a nadie. Mi alma, sólo a la fotografía”.

Corazones en llamas, Aleandro Kuropatwa

>Kutopatwa, el rock y los malentendidos

ALEJANDRO KUROSAWA

En 1994 Charly García publicó La hija de la lágrima. Una de las canciones del disco se iba a llamar “Kuropatwa”, pero como los diseñadores no entendieron la letra a García, el título que apareció fue “Kurosawa”, apellido del director de cine japonés. Alejandro cumplía años un día antes que Garcia, como festejaban por separado, todas las mañanas, después de su fiesta, el fotógrafo le mandaba los restos de su torta a Charly.

La relación entre Kuropatwa y el mundo del rock fue bastante estrecha. Desde que volvió a Buenos Aires en 1985, buena parte del trabajo fue hacer tapas de discos y fotografiar a los artistas que sonaban en la escena del rock: desde Virus, hasta Pedro Aznar, pasando por Hilda Lizarazu y Andrés Calamaro. “Kuropatwa era una parte central del mundo del rock, todos queríamos hacer fotos con él -dice Fito Páez en diálogo con Página/12–. Sabíamos que nos íbamos a divertir, que íbamos a hacer cosas insólitas, que íbamos a ver su genio en funcionamiento y su malhumor también: era una chica muy neurótica y si de repente algo no le gustaba decía ‘bueno, listo, chau, me voy’ y ahí te dejaba”.

A finales de los 80, Alejandro reunió en su estudio a Gustavo Cerati, Fabiana Cantilo, Fito Páez y Charly García. La idea era hacer fotos para la tapa del libro Corazones en llamas de Laura Ramos y Cynthia Lejbowicz. Sobre aquel día las autoras escribieron: “La tensión que reinaba en el aire desde el momento mismo que llegó García tuvo su clímax cuando Charly, que venía de un maratón de noches sin dormir, explotó de cólera al ver que la indumentaria reservada para él no era muy distinta a la de Cerati y Páez”. Según recuerda el músico rosarino, Kuropatwa intentó calmar a García, pero no sirvió de nada: “De repente Charly dice ‘yo con esa ropa no voy, yo quiero la misma ropa que tiene Fabi’. Así que Kuro mandó a una asistente a conseguir algo igual y estuvimos como dos horas esperando hasta que apareció con una camisa azul con lunares y recién ahí empezamos”.

Kuropatwa llevaba su universo marica al mundo del rock, como lo hizo con los retratos de Andrés Calamaro y Batato Barea: ambos aparecen envueltos en joyas y con turbantes en la cabeza, como si fueran gitanas. Fue Alejandro el que le sugirió a Charly, para las fotos de promoción de Cómo conseguir chicas, que toda la banda aparezca vestida de mujer. A García le fascinaron tanto los looks que armó Kuropatwa , que hizo salir al escenario a sus músicos con los mismos vestidos rojos de las fotos, la noche que presentaron en el álbum en el Gran Rex.

 

Ese rock que Alejandro travestía también lo atravesaba. Páez recuerda que Kuropatwa apareció en un ensayo suyo en 1997, cuando se preparaba para presentar el disco Euforia. “Llegó acompañado de su asistente, no estaba muy bien ahí. En un momento tocamos ‘Tumbas de la gloria’ y él empezó a llorar -recuerda Páez-. Yo nunca lo había visto llorando. Fue muy shockeante verlo así. Para mí él era un rey de la noche y de la alegría, entonces, verlo en esa situación de tanta emoción y de tanta fragilidad me impactó”. Cuando la canción terminó, Kuropatwa se levantó y se fue de la sala. Páez le pidió a sus músicos que dejaran de tocar. Se fue a buscar a Alejandro y antes de que se fuera se dieron un abrazo en silencio y él siguió para su casa. “Nos abrazamos sabiendo que venía lo que venía. Algo que no quiero ni nombrar”.