A propósito de casos muy presentes en la consideración pública actual, me interesa pensar las manifestaciones violentas, asesinas --un asesinato en patota y un filicidio-- como manifestaciones discursivas extremas. Me interesa saber qué dice de nosotros como sociedad ese discurso de la brutalidad. Un discurso que en sus arrebatos exaltados patea, viola, mata en patota y luego vitorea y celebra la autoafirmación que lo consolida.
Aun cuando no me explayaré en el análisis detallado de casos puntuales es obvio que mi reflexión parte de los dos casos judiciales que acaparan el interés de la opinión pública en estos días: el juicio a los asesinos de Fernando Báez Sosa y a las asesinas de Lucio Dupuy.
Desgracias. Tragedias. Desastres a los que la sociedad de la que formamos parte hizo lugar. O para ser más preciso, ella los consumó. Digo esto en el plano de un análisis general, sin que el planteo atenúe en modo alguno las responsabilidades individuales de los perpetradores.
Entiendo que ambos casos, aunque de distintos modos, nos incumben como miembros del colectivo social. Incluso cuando podamos sentirnos muy ajenos a las lógicas, a los estilos, a las estéticas y a las éticas involucradas en cada uno de ellos.
Por otra parte, hacer lugar al planteo que propongo implica la aceptación de un pensamiento incómodo. Ahora que lo escribo recuerdo que Rita Segato suele hablarde “pensamiento incómodo” e incluso tiene una cátedra en la Unsam con ese nombre. Escribo el nombre de Rita por lo incomodante del planteo y porque voy a referirme al orden patriarcal en el sentido en que ella lo teoriza, marco en el que vivimos y que permite que proliferen unas cosas y no otras.
Todos somos Graciela y Silvino, todos somos Fernando
Viendo las imágenes y escuchando las pruebas y los alegatos del juicio por el crimen de Fernando Báez Sosa, nos resulta imposible no compadecer a esos padres sufrientes. Para quienes también somos padres supongo inevitable identificarnos con ellos y acompañarlos en su dolor.
También decimos sentidamente “somos Fernando”, la víctima que querríamos resucitar si fuera posible y que lamentamos hondamente que su vida haya sido truncada tan temprano y de un modo tan injusto, brutal e innecesario.
Hasta aquí, la descripción de lo que moviliza este proceso judicial resulta dolorosa, triste. No es esta la incomodidad a la que me refería.
En cambio, si planteamos la consigna inaudita “todos somos los rugbiers” o “todos somos las familias de los rugbiers”, supongo que en una enorme mayoría de nosotros aparecería un sentimiento de rechazo predominante. A esa incomodidad me refiero.
Y ahora me doy cuenta de que haber leído a Rita Segato y haber escuchado muchas de sus conferencias incide en mi avance en este tipo de planteo: es en esa incomodidad situada en la que propongo que pensemos los problemas que hoy nos presenta el colectivo social al que pertenecemos, si acaso fuera posible.
Entiendo que las consignas “todos somos los rugbiers” o “todos somos las familias de los rugbiers” se vuelven estructuralmente imposibles de pronunciar por un motivo específico: ellos encarnan lo que necesariamente rechazamos para poder vivir en sociedad.
No es que aquellos de nosotros que no somos esos rugbiers de Zárate ni hayamos asesinado a nadie no sepamos lo que es el odio, la bronca, el enojo, la camandulería, la fanfarronada, la brutalidad, las ganas de agredir a otros y, eventualmente, de matar. Sucede que para vivir en sociedad, aun siendo susceptibles de albergar semejantes sentimientos, necesariamente los sofocamos, los mantenemos a raya. Algunas veces de un modo tan eficaz que hasta nos puede llegar a parecer extrañísimo el solo hecho de suponernos capaces de secretarlos. Cuanto más profundos y eficaces los efectos de la educación --procedente de las familias, la escuela, la religión, etc.--, probablemente nos sintamos más exentos de aquellas mociones destructivas.
Los asesinos de Fernando Báez Sosa han perpetrado una práctica imperdonable desde todo punto de vista: han matado en patota, dirigiendo su hostilidad letal sobre una persona en desventaja; han violado la ley y por eso están siendo juzgados; han encarnado y han puesto en escena impulsos antisociales, esos que para poder vivir en sociedad sofocamos rechazándolos hacia el olvido (reprimimos).
Esto último difícilmente pueda ser perdonado, porque el solo hecho de admitir la idea de reconsiderar el problema como un retoño desviado de nuestra sociedad produce una incomodidad tal que resulta mucho más fácil y económico --desde el punto de vista de la economía libidinal subjetiva-- rechazarlos hacia lo abominable y que ardan en el infierno que se merecen ellos y no nosotros.
Todo ello no carece de verdad. Sin embargo, la incomodidad que adviene insidiosamente con la constatación de que ese infierno no lo creó el Dante ni un relato bíblico sino las condiciones de producción de subjetividades de una sociedad exitista, competitiva, brutal y cruel --patriarcal-- nos interpela.
Recuerdo la publicidad de un automóvil de alta gama que auspiciaba un programa político de hace muchos años --programa cuyos conductores eran claramente tributarios del darwinismo social, macristamente remozado hoy como “meritocracia”--. La publicidad se dirigía específicamente a “exitosos”, a la clase “pudiente”: “P... 505, la especie dominante”. ¡Terrible! Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate.
¿Y el caso Lucio Dupuy?
Tal vez el caso Lucio Dupuy nos incomode con preguntas todavía más difíciles de plantear en el contexto social y político actual. ¿Por qué? Porque es obvio que las patadas asesinas de un montón de rugbiers son ejemplo de poder machista. Patadas de rugbiers que probablemente egresarían de las trifulcas juveniles para devenir grandes carniceros en junglas adultas, en las que el heterotrofismo suele ser disimulado (es que los adultos tenemos menos tolerancia a la aceptación de la idea de que los pateados, matados o comidos podrían ser nuestras hijas e hijos o incluso nosotros mismos). En este sentido, es posible comprender esa conducta criminal como una manifestación de eso que Rita Segato caracteriza como “mandato de masculinidad”: la ley del más fuerte. Finalmente, aquel dúo de periodistas caro a la oligarquía vernácula era muy coherente y consecuente en cuanto a su consciencia de clase: trabajaban para la especie dominante a la que pertenecían.
Les propongo aquí, para no ir a nota al pie y hacer la lectura más fluida, que leamos esa “especie dominante” y su glamour como una concesión de la violencia heterótrofa hacia los miramientos de urbanidad que requerimos los adultos, que procuramos no mancharnos con sangre aun cuando podamos ser Saturno devorando a su hijo. Antes que la crudeza de un Goya suele resultar preferible la realidad maquillada por un filtro de Instagram, por ejemplo.
El asesinato de Fernando parece ser una muestra más, un síntoma más del orden patriarcal, como tal horroroso. Esto desde una lectura macro del problema, por supuesto. Poner la lupa en la particularidad de ese grupo y, más atómicamente aún, de cada familia y de cada sujeto, nos permitiría dilucidar en cada caso cuáles fueron las barreras que se franquearon, los diques de contención que no funcionaron para arribar a semejante atrocidad.
En cuanto al caso del niño Lucio Dupuy, asesinado violentamente por la pareja que debía cuidarlo --una de ellas su progenitora-- nos plantea en cambio otro tipo de problema. Al respecto, me limito apenas a esbozar lo siguiente: este filicidio o bien no permite ser explicado por medio de las lógicas violentas del orden patriarcal que operan a través del “mandato de masculinidad” (Segato 2003); o bien, el mencionado mandato de masculinidad, tributario de la lógica patriarcal, debe ser pensado independientemente de la anatomía de nacimiento de las perpetradoras. Entiendo que esta segunda opción es la mejor, tal como lo sugiere aquel temprano Las estructuras elementales de la violencia (Segato 2003).
En cualquiera de los dos casos, el problema está planteado y el debate, entiendo, todavía por desplegarse.
Martín Alomo es psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis de la UBA. Codirector de la Maestría en Psicopatología (UCES).