Una de las discusiones más frecuentes a lo largo de la historia económica argentina, y que perdura hasta el día de hoy, es la de qué rol debería tomar la industria para el desarrollo. De un lado, se plantea que se necesita generar una industria que pueda satisfacer todas las necesidades del mercado interno, que así se impulsará el empleo y se generará independencia del sector agropecuario y de los mercados externos. Del otro lado, se dice que en Argentina existe una obsesión con la industria, cuando en realidad es un sector ineficiente, que entorpece el camino al desarrollo que se debiera transitar haciendo foco en la explotación de nuestros recursos naturales.
Este debate perdura y es una de las señales más claras de que Argentina aún no ha logrado encontrar su modelo de desarrollo. Junto con el ciclo político, deviene un fuerte vaivén en la política industrial que genera un comportamiento errático en el sector. Frases como “industria es desarrollo”, “el mundo desarrollado está dejando atrás la industria” o “el futuro son los servicios” se esgrimen con igual vehemencia.
A nivel internacional, sin embargo, este debate ya se encuentra saldado hace tiempo y se diseñan estrategias productivas integrales, con políticas activas para promover encadenamientos entre sectores. En este sentido, si se mira a otros países, se pueden tomar aprendizajes que pueden funcionar como apuntes para pensar nuestra agenda industrial.
En primer lugar, no es necesario ser un país netamente industrial para ser desarrollado. Si bien las principales economías mundiales son países industrializados, existen países desarrollados como Noruega, Australia y Nueva Zelanda en los cuales el epicentro de su economía no es la industria. Esto no quiere decir que se hayan dedicado únicamente a la obtención de rentas por la explotación de sus tierras, sino que utilizaron estos recursos como una palanca para el desarrollo.
En otras palabras, generaron un entramado productivo alrededor de sus actividades centrales, con encadenamientos industriales hacia atrás y adelante: diseño y fabricación de tecnologías y bienes de capital necesarios para la explotación agropecuaria, hidrocarburífera y minera, procesamiento de sus recursos naturales para agregar valor y servicios especializados a lo largo de toda la cadena sectorial que se exportan al resto del mundo. Un ejemplo que hoy nos resulta muy cercano es el de Noruega, que en cincuenta años dominó la cadena del petróleo offshore y hoy su empresa estatal, Equinor, es socia estratégica de YPF en la exploración offshore en la Cuenca Argentina Norte.
Otro aprendizaje tiene que ver con que focalizarse en la industria tampoco garantiza el desarrollo. Existe un gran número de países cuya actividad productiva es principalmente industrial. Sin embargo, apenas un puñado de ellos son países desarrollados. Entre los industriales no desarrollados podríamos mencionar, por ejemplo, a Tailandia, Rumania, México y Turquía, entre muchos otros. La producción industrial es una actividad sumamente compleja, y es justamente el grado de complejidad que alcanza en cada uno de los países industriales lo que determina el nivel de desarrollo de cada uno de ellos. En el último medio siglo, esa producción se fue desintegrando (dando lugar a lo que se conoce como Cadenas Globales de Valor), generando una deslocalización de los procesos más simples desde las economías desarrolladas hacia las economías en desarrollo y dando lugar a que surjan estos países con industrias pero de bajos ingresos.
Un tercer aprendizaje que se deriva del anterior es que no existe un proceso de desindustrialización de las economías desarrolladas. La producción industrial de los países de ingresos altos venía creciendo a una tasa cercana al 2 por ciento anual hasta antes de la pandemia. En este sentido, la deslocalización no ha implicado una reducción de la industria en los países desarrollados, sino una reestructuración, que permite hacerla más eficiente reduciendo costos y reorientando recursos hacia aquellos eslabones y cadenas de mayor complejidad que agregan más valor y demandan más tecnología, impulsando la economía y apalancando el desarrollo.
Pero en los últimos años también vemos algunos vaivenes en estas tendencias. El caso de la lucha por los semiconductores para chips es un ejemplo concreto: en 2021 y 2022, los Estados Unidos, la Unión Europea y Corea del Sur anunciaron subsidios por alrededor de 653.000 millones de dólares solo para esta industria crítica (lo que equivale a más de un PBI argentino entero). Esto deja al desnudo que, lejos de estar terminada, la política industrial sigue más vigente que nunca, con una agenda selectiva focalizada en activos estratégicos.
Estos tres aspectos plantean dos desafíos para repensar el desarrollo industrial de nuestro país. El primero de ellos está vinculado a la construcción de una estrategia industrial inteligente, que genere un entramado industrial sólido y competitivo. Nuestra industria es muy heterogénea, tanto entre los distintos segmentos como a nivel intrasectorial, con un puñado de nichos innovadores y empresas dinámicas aisladas a lo largo del mismo. Se necesita entender la necesidad de priorizar, promoviendo estos nichos y fortaleciendo sectores de alta complejidad y tecnología. Con visión estratégica y aprovechando la calidad de la formación de nuestros recursos humanos, se pueden aprovechar las ventanas de oportunidad que surjan dentro de las distintas tendencias tecnológicas y pasar así del rol de demandantes a oferentes de tecnología, conocimiento y productos complejos a nivel internacional.
Por otro lado, se deben evitar las falsas antinomias y promover la integración entre la industria y los servicios con el sector agrícola y los recursos naturales. Casi el 20 por ciento del PBI proviene de la producción y procesamiento de productos primarios. Esto debe ser visto, más que como una barrera, como una oportunidad: con mayores encadenamientos se puede generar un efecto multiplicador. Lo anterior no solo implica procesar más los alimentos o los minerales que exportamos, sino también diseñar bienes de capital para la industria alimenticia, fortalecer la fabricación de maquinaria agrícola y de insumos para la producción hidrocarburífera, desarrollar proveedores para el sector minero, fomentar el agtech y la biotecnología y más. De esta forma, el agro (y la minería, la pesca y los hidrocarburos) funcionaría como una palanca para nuestro desarrollo. No solo para exportar mayor cantidad de bienes, sino para insertarse internacionalmente como proveedor de soluciones, equipamiento y tecnologías para otros países del mundo. Todo esto permitirá cumplir simultáneamente tres objetivos: incrementar las exportaciones, diversificar la canasta exportadora y posibilitar mejoras salariales.
Esto implica dejar de lado los dogmatismos y construir un modelo de desarrollo posible con una agenda de desarrollo integral que permita hacer crecer la torta de la economía argentina. En un año electoral y en el contexto económico que atraviesa el país, toda plataforma económica debería contar un plan productivo para salir de un estancamiento estructural que ya lleva una década. Argentina no puede darse el lujo de seguir sin tener un modelo de desarrollo.
* Economista UBA-UNSAM, especialista en desarrollo económico, integrante de Misión Productiva.