Desde la destitución de Pedro Castillo hace menos de dos meses, el Perú vive una increíble situación de conmoción y violencia estatal.
Como siempre, el principal motor de estos episodios es el dinero. No por azar en este año de 2023 vencen todas las concesiones de la privatización masiva hecha por Alberto Fujimori y, por cierto, Castillo no era el presidente que las renovaría.
Cicatriz racista
El telón de fondo de este drama es la cicatriz racista que históricamente enfrentó la costa y la sierra peruanas, con una Lima reluciente que no deja de ser capital virreinal y un Perú serrano profundo, indio y mestizo, con quinientos años de servidumbre, explotación y abandono.
La historia reciente comenzó el 7 de diciembre último al mediodía, con un episodio que duró apenas algo más de dos horas. En ese brevísimo tiempo Castillo convocó -sin consultar a nadie- a una conferencia de prensa y ordenó el cierre del Congreso, elecciones y una constituyente. De inmediato, la policía y los militares desacataron sus órdenes y su propia custodia lo detuvo en el camino a la embajada de México para asilarse.
¿Enloqueció o alguien lo engañó y quiso hacer lo mismo que Fujimori en 1992? La diferencia entre este episodio de 2023 y el de 1992 es abismal, porque Castillo sabía que los militares estaban en su contra, lo criticaban, desairaban y hasta abucheaban. También sabía que el Congreso llevaba a cabo el enésimo intento de destituirlo y que esa vez era la definitiva. A diferencia de Fujimori, no tenía el más mínimo poder para hacer cumplir su discurso.
"Rebelión" sin armas
Ahora está preso acusado de rebelión, cuando nadie levantó un arma, lo que podía prever cualquier persona en su sano juicio. La Corte Suprema, al confirmar su prisión preventiva, confiesa que ese episodio hubiese sido muy peligroso en circunstancias diferentes, porque no sabe cómo esquivar el hecho notorio de que se trató de una acción que ni remotamente podía poner el peligro el sistema de gobierno.
Toda su acción fue un discurso. Una vez terminado buscó alcanzar la embajada mexicana y fue preso antes de ser destituido. La Corte Suprema trata de inventar que lo fue en flagrancia. Para colmo el Congreso lo destituyó sin darle la oportunidad de ser oído. La Corte sostiene insólitamente que cuando una defensa es insostenible no es necesario escucharla y cita como precedente argentino el caso de “Balbín”, que nadie invocaría aquí hoy, pues el propio peronismo reconoció que en su momento fue un error.
¿Acaso Castillo se volvió loco? ¿Había sido engañado por un agente provocador? ¿Qué sentido tenía ese discurso en apariencia desopilante?
Creo que Castillo no fue engañado ni tampoco tuvo un brote psicótico, sino que lo sucedido en esas dos horas responde a una clara lógica política.
Electorado desilusionado
El Congreso no podía tolerar a un serrano presidente, intentó reiteradamente destituirlo y le bloqueó todos sus proyectos legislativos, de modo que, siendo el primer presidente campesino de la historia peruana, le impidió cumplir con sus promesas electorales. Su electorado de indios y mestizos estaba desilusionado y Castillo saldría a las pocas horas del palacio derrotado, acusado de cualquiera de los pretextos del lawfare, como un impotente y un incapaz: se diluía su liderazgo y pasaría a la historia como un tonto ridiculizable.
En esas condiciones, su discurso dio claro motivo para que lo destituyan, lo que igual era inminente, pero no por cualquier pretexto, sino por una clara razón política. Fue una suerte de proclama para no perder su liderazgo, una verdadera teatralización dirigida a revalorarse ante su electorado y al mismo tiempo para señalarle un camino, sabiendo que no tendría ninguna eficacia inmediata.
El acierto del método puede discutirse, aunque de momento le salvó su posición de dirigente. Se lo puede leer como una representación dramática: “que se vayan al diablo (o quizá más lejos), pero este es el camino”.
Hacia una nueva constitución
La exigencia de una nueva constitución, que ahora reclama su pueblo, es absolutamente indispensable, porque el Perú es ingobernable con una constitución que mezcló y confundió el presidencialismo con el parlamentarismo, trabando la acción de cualquier gobierno y condicionando un continuo conflicto del Congreso con cualquier presidente, de modo que nadie puede gobernar. Esto lo prueba la insólita sucesión de presidentes de los últimos años.
Desde diciembre su vicepresidenta Dina Boluarte traicionó a Castillo asumiendo lo que cree que es el poder, por completo inconsciente de que, cuando deje de ser útil a los intereses de los concesionarios, le soltarán la mano: no sabe que no se debe pasar de la puerta del cementerio.
Como resultado de la singular actitud de Castillo, ahora el pueblo del sur serrano se sigue identificando con él y reclama su reposición y la asamblea constituyente. Protesta sin armas, pues no hay un solo policía lesionado por arma de fuego. A pesar de eso, las protestas son sangrientamente reprimidas, con más de sesenta muertos y trescientos heridos.
Invasión
La policía invadió la Universidad de San Marcos, la más antigua de Sudamérica: a los estudiantes varones los esposaron contra el piso, a las mujeres las manosearon. La rectora no se lució en esto, pero el rector de la Universidad de Ingeniería se plantó y la policía no entró.
La presidenta y la prensa sindican a los manifestantes como terroristas y preguntan quién los financia. Se los llama terrucos, conforme a la desinencia despectiva del quechua. Explotan el doloroso recuerdo de la lucha armada, que acabó hace treinta años. Poco después, la comisión de la verdad indicó la necesidad de derogar las leyes antiterroristas de ese tiempo, pero como nunca se cumplió, ahora los fiscales las usan contra los manifestantes sin armas y los estudiantes sanmarquinos.
Triste es la historia de nuestra América, pero la lucha sigue: no olvidemos que es el país de Mariano Melgar, de González Prada, de Mariátegui y de Haya de la Torre.
Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires