En el invierno de 1973, torneo Metropolitano, All Boys le ganó 3 a 1 a River en el Monumental y El Gráfico tituló “La clase obrera va al paraíso”: el filme de Elio Petri que el año anterior había ganado el Festival de Cannes, un tiempo en que era imperativo soñar con el hombre nuevo: “sean realistas, pidan lo imposible”, “debajo de estos adoquines está la playa”.
Lo mismo que nos decía Bernardo, el lechero de Tablada, nuestro DT barrial del equipo de la capilla del Sagrado Corazón: “debajo de ustedes, adoquines, hay un jugador de fulbo… qué mirá bobo, andá pallá…”. La camiseta del equipo era la bandera del Vaticano y el que no iba a misa, no jugaba. Bernardo nos decía que nuestro cuadro era “la Armada Brancaleone”, y yo, en mi ignorancia, creía que era un piropo. Nuestro arquero era jorobado, el 9, un poco más gordo que el Sargento García; teníamos un zaguero infalible que jamás podía acertar el rechazo de un balón que lloviera en el área. Incluso, teníamos un marcador de punta (yo), con una tenacidad extraña para meterse goles en contra. Bernardo nos enseñaba con la consigna de Pasolini: educar a los jóvenes en el valor de la derrota, y aunque perdíamos siempre, celebrábamos nuestros goles desentendidos de cuántos habían hecho los otros. Un día volvimos de la cancha de Trupia (el hueco donde años después haría sus primeros regates un chiquilín llamado Lionel Messi, el mismo barrio, 1° de mayo y Dr. Rivas), festejando un 7 a 1 abajo. Pero habíamos hecho un gol de penal y el Gordo Juanci le había sacado la mandíbula de un cabezazo al arquero de ellos. 7 a 7. Los días eran así, de Iván Lins, la versión de León Gieco.
Otras veces jugábamos en el potrero que había en el Bajo Ayolas, el lugar donde Antonio Berni inventó a Juanito Laguna (había un ojo de agua entre la bajada y la barranca donde sacábamos esos pescados feos de los cuentos de Carver), y Rosa Wernicke escribió la primera novela social argentina: “Las colinas del hambre”. La leyenda dice que una noche, Perón, en el 50, de visita en la capital nacional del peronismo (Villa Manuelita), aceptó cenar en la esquina de Ayolas y Convención, en el mítico bar Reginaldo. Una crónica más negra y reciente señala el lugar como el sitio donde fue asesinado el último día de 2013, Luis Medina, contador y financista de todo el negocio narco de Rosario.
El caso es que cuando ese lugar todavía era un paraíso, y nosotros nos pasábamos todo el día calzados con los botines Ocelote, algún domingo caía a jugar el Topo Yiyo e iba al arco. No era muy seguido porque el pibe ya andaba armado y escruchaba y como nuestro equipo era de la capilla y el Topo no iba a misa ni comulgaba, no podía ser de la formación original. Él tenía otra clase de fe, del tipo arltiana, a lo Astier, y no solo no iba a los sacramentos sino que a la distancia, creo, evitaba la sacristía porque no hubiera podido renunciar a robarse alguna pompa o bronce y eso hubiera puesto en crisis al equipo, a nuestra conciencia, todavía débil, de niños pequeños burgueses, de clase baja, tímidos y obedientes.
El Topo era petiso y retacón, fornido, con las orejas de asa, pero la altura no era problema porque no había travesaño. Él llegaba nomás, como una especie de Mascaró desastrado, sin aviso y se iba al arco. El arco se hacía con dos muditas de ropa, y él escondía un Bagual 22 niquelado debajo de uno de los montecitos de lana o fibra: la herramienta de trabajo. Llegaba siempre sobre la hora o con el partido empezado y podía irse antes. Sin aviso te dejaba el arco vacío. Era de vocación fuguista. Tenía trece o catorce años y no le gustaba atajar, pero no había otro puesto para estar siempre listo y tener el control de la zona y la fuga. Jamás hablaba de su oficio con nosotros y no se pavoneaba con el arma, ni se exhibía, ni amedrentaba a ninguno con su fiereza que parecía quedar escondida en el mismo lugar que el fierro. No se le caía un dato, un nombre, nada. Era grave, duro, eso sí, parecía traer una rabia muda de varias generaciones.
Atajaba mal, pero iba al puesto que nadie quería. A veces, después del partido venía con nosotros a cobrar el premio de la gaseosa en el kiosco y jamás trabajaba en el barrio.
Tenía carácter, y hasta parecía tener cabeza, se le veía, cómo decir… un talento, algo intuitivo. Y lo esencial que ya dije: la rabia. Para escruchar hay que tener rabia. Y para escribir también.
El Topo se ponía taciturno y hasta decía cosas que había que hacer, a veces hablaba de alguna clase de porvenir y no solo para él, como si rumiara algún colectivo derrengado y enclenque de pibes de la calle. Otra clase de Armada Brancaleone. Yo creo que en los institutos de menores, donde pasaba mucho tiempo, estaba conociendo a alguien que le daba letra. Eran esos años en que los hospicios se llenaron de trabajadores sociales. Pero al Topo nadie lo tomaba en serio. Quizá por la edad. En 1973 la infancia todavía duraba hasta los quince años.
Y ahí nomás, como si fuera una fecha FIFA o la muerte de Perón o la del bodeguero Vaschetti en la esquina de casa, el Topo salió en la tapa del diario como noticia: cosido con cincuenta balazos y atado con alambre de púas en el Arroyo Saladillo. Comando Radioeléctrico: “Suban el volumen”, al Servicio de la Comunidad: documentos por favor. Empezaba esa época y pronto se irían vaciando los potreros, los mismos comandos o parecidos, prendieron fuego a los vagones escuela del Bajo Ayolas, del Mangrullo y de Beruti y Gálvez. Ni cruzando hasta Villa Diego encontrabas un campito, el de La Vigil lo alambraron y alguien dijo que habían matado al Papa Juan Pablo I por comunista. Por eso dejamos de usar su camiseta. Entonces vino otro filme de Gian María Volonté y “Cristo se detuvo en Éboli”.
Nosotros, el resto del equipo, curiosamente, nos volcamos a una fe más parecida a la del Topo y a la de Astier, dejamos la timidez y la obediencia y empezamos a rumiar alguna clase de colectivo social en el porvenir. Desde entonces la infancia dura sólo hasta los ocho años, y All Boys, nunca más volvió a ganarle a River en el Monumental.