El cuento por su autor

Hace unos años me encontraba con mi mujer Angélica en New Orleans, visitando a nuestro hijo menor Joaquín que, muy sabiamente, se había avecindado en esa localidad mágica. Debido a que él es escritor (mejor que yo, pero eso ni qué decirlo), se tenía que ganar la vida en otros menesteres, entre ellos, trabajar en el monumental Museo de la Segunda Guerra Mundial que es una de las atracciones turísticas de esa ciudad sureña estadounidense.

Como soy aficionado a todo lo referente a aquella conflagración, no me cupo duda de que tenía que pasar algunas horas en ese Museo. Sin hacer caso de las advertencias de Joaquín de que se trataba de un homenaje a los guerreros yanquis, donde todos los demás protagonistas (especialmente los rusos) aparecían disminuidos, me adentré en aquel edificio gigantesco – mientras mi astuta mujer fue a tomarse un café.

Aunque, tal como lo había anticipado mi hijo, el Museo resultó ser una experiencia penosa y sesgada – mucho Patton, casi nada sobre Hiroshima -, no me arrepiento de haberme adentrado en sus salas. Sin aquella visita, no existiría este cuento.

Apenas entré en la exhibición, se me entregó una tarjetita con el nombre de un soldado norteamericano que había participado en aquella guerra y cuya trayectoria podía reconocer en mi recorrido. Al final de la visita, había que depositar la tarjetita en un buzón donde, se suponía, volvería a cobrar vida.

Miré la tarjetita y de inmediato se me vino, inevitablemente, la idea de que una cartulina parecida podía servir de portal para algo diferente, una de las voces de las víctimas de esa guerra y de todas las guerras. Obsesionado, como tantos Latino Americanos del Cono Sur, por la necesidad de hacer hablar a los muertos, a los hermanos y hermanas que fueron ejecutados durante aquellos años aciagos de dictadores perversos y espectadores cómplices, me llegó el soplo milagroso de una frase, “Me despierto de nuevo”, una frase que me llevaría a explorar eventualmente quién hablaba, quién exigía ser resucitado, quién es el protagonista de una narración que terminó llamándose “Indulto”. El cuento es inédito, pero aparecerá dentro de poco en un volumen titulado Palabras Desde el Otro Lado de la Muerte, que Arte Público saca en Estados Unidos, así como Visor en España y Ediciones del Zorzal en la Argentina.

En cuanto a la tarjetita original, la deposité obedientemente en ese buzón al final de mi recorrido por el Museo y ahí debe estar todavía, sin sospechar que un escritor la ha transmutado y convertido en un desafío, una apuesta de que la muerte no tiene la última palabra. Y ahora, gracias a la literatura, esa voz se ofrece a lectores desconocidos que tendrán que decidir, como su autor, qué hacer con esa memoria ardiente.

Indulto

Despierto de nuevo.

La tarjeta en la que está escrito mi nombre y mis fechas, fecha de nacimiento, fecha de detención, presunta fecha de muerte, esa frágil tarjeta ha sido entregada a alguien que ingresa al Museo, eso es todo lo que sé, se supone que esa sea suficiente orientación.

Tales son las reglas de este universo, no se me informa si se trata de un hombre o una mujer quien lee la información, incluso podría ser un niño, claro que es posible, que concurrió a este lugar para aprender sobre la Memoria, reflexionar sobre las víctimas de esa catástrofe que le interesa, meditar para que el pasado no se repita. Como si el pasado no se repitiera sin cesar para algunos, como si eso pudiera alguna vez evitarse.

Esta no es la primera oportunidad en que alguien lee mis datos y me devuelve a una existencia transitoria, ya antes he vivido durante el temblor del tiempo que toma para que cualquier visitante al que le ha tocado sujetar mi nombre en sus manos mientras serpentea por el Museo para que, al final de su paseo, me borre, retorne mi tarjeta y, por lo tanto, mis pensamientos al anonimato de la caja a la salida del edificio donde mi nombre y fechas, cada vez más gastados, reposarán hasta que sean recuperados una vez más, si de hecho se me vuelve a recuperar otra vez más y no se me adormece junto a otras tarjetas, desaliñadas y deshilachadas, a punto de ser incineradas para dar paso a alguien que espera ser rescatado de la niebla de la historia.

Así que debo saborear el breve espasmo de esta restitución mientras pueda, mientras él o ella que agarra la tarjeta y mira mi nombre y pronuncia, generalmente con cierta dificultad, las extrañas sílabas del lugar donde fui asesinado, debería yo estar agradecido por esta circunstancia, consciente de que a tantos no se les permite siquiera estos minutos de resurrección en los labios imperfectos, vacilantes, de una visita al Museo, no olvido a todos los habitantes de la oscuridad, los que, sin nombre, hierven y suspiran en el abismo de dónde provine, millones de ellos perdidos en la noche de un archivo interminable, nunca llamados, como ha sido mi suerte, para que se recuerde quién fui alguna vez, los despojos de lo que soy.

No ha sido un viaje fácil.

La primera vez que recobré mi conciencia, tan pronto como me extrajeron de las profundidades de un sueño sin sueños destinado a ser eterno, la primera vez que mi nombre fue leído por algún extraño en este Museo cavernoso, lo que inmediatamente me mordió como un perro salvaje fue la escena de mi desenlace, esas súplicas finales, maldiciones, segundos desesperados justo antes de que esos hombres -- esos hombres, sus ojos y sus manos, eso es lo que surgió hasta la superficie de mis recuerdos. Sólo natural, me diría a mí mismo más tarde, que la violencia definitiva que había soportado inundara mi mente al ser inesperadamente sacudida hacia la vigilia, sin espacio para preguntarme cómo era posible un tal milagro.

Esa pregunta fue planteada y resuelta durante mi segundo despertar. Logré espiar, ya sea por fortuna mía o diseño ajeno - es algo que todavía no puedo descifrar – al curador de esta exhibición conversando con la directora del Museo mientras se felicitaban por el éxito de la iniciativa. Fue entonces cuando entendí que formaba parte de un Experimento de Memoria, mi nombre había sido descubierto por algún investigador oscuro que me cosechó, junto con un selecto número de semejantes, de las cloacas negras del olvido donde yacía cada uno de nosotros, es decir, los tres datos desnudos que nos identificaban, enseguida inscritos en un pedacito de cartón a fin de ser asignados, al azar, a cada visitante. Una forma de experimentar, por muy fugazmente que fuera, lo que implica la pérdida de un ser humano.

Ese era el plan: darle una cara individual a la vasta tragedia colectiva, para que los huéspedes, como los llamó la directora, no quedaran abrumados con estadísticas que no pueden encarnar el dolor de cada vida apagada como una vela que nunca se volverá a encender.

¿Nunca se volverá a encender? preguntó el curador. ¿Nunca? No es cierto, dijo, musitando palabras que resonaban como pasos que se acercaban y luego retrocedían lejos de mí, demostraremos, dijo el curador, que no es cierto. Podemos volver a encender la luz, dijo, dejar que una llama parpadee y arda durante la duración de cada visita, al menos durante esos momentos y quién sabe si más allá. Es probable que ese curador no tenía el más mínimo indicio, ese guardián de mi nombre y fechas, de que su plan era capaz de inducir un amanecer de discernimiento dentro de aquellos muertos elegidos, dentro de alguien como yo. ¿O era eso también parte de su proyecto, que dispone de alguna forma oculta de acceder a los pensamientos de aquellos resucitados? No, no, eso no puede ser, él no puede ser tan consciente, por mucho que haya forjado esta oportunidad para mí, no puede saber que los nominados para esta operación de rescate acechan en los abismos del infinito esperando ser recordados, que cada tarjeta se trasformaría en un portal, un agujero en el espacio y el tiempo a través del cual entramos y salimos como una marea de flujos y reflujos, no puede saber que una vez que se nos ha concedido este respiro afligido, estamos atrapados aquí, no podemos rechazar los recuerdos que nos sitian. ¿Cómo podría ella adivinar lo que se me obliga a ver y presenciar tan pronto manosean mi tarjeta corroída?

Inicialmente, es cierto, sólo me inundó el jadeo terminal de la vida, el terror de morir otra vez más, pero luego, en las recurrencias posteriores, logré sofocar mi sorpresa y repulsión, y gradualmente tomé el control de mis emociones, me dije que esta era una oportunidad para ir más allá del asesinato en el que pensé que estaría congelado para siempre, ése había sido mi último pensamiento cuando morí, esto es todo, no hay más que este momento, en este momento frío estaré sumido para siempre jamás, esas fueran las últimas palabras que caían a mansalva por los ríos de mi cerebro, que se extinguían en la medida de que mi corazón se detenía. Y, sin embargo, heme aquí, no hay tiempo que perder, debería recuperar cualquier segmento menos letal del único pasado que se me brinda. La sonrisa de mi madre cuando probé los pasteles que había horneado para celebrar mi primer día en la escuela, ese beso secreto y solitario debajo de un árbol que debió ser un sauce porque había un arroyo cerca prometiendo otros besos, otros cuerpos que se juntaban en algún otro atardecer que nunca llegó, y aventurándose de nuevo hacia la infancia, mi recuerdo inaugural. Meto con timidez un pie en un mar que es inmenso y auspicioso y si no flaqueo ni me caigo es porque una mano sostiene la mía, miro hacia arriba y es de mi hermana y ella asiente con la cabeza tranquilizadora, no sabe entonces y no sabe ahora que no tendrá tarjeta, no ha sido bendecida ni siquiera con unos minutos de alivio de la oscuridad, como mi otra hermana que tampoco tiene tarjeta, como mis dos hermanos y mi padre y mi madre a los que observé mientras les hacían lo que les hicieron y, así es, así es, no puedo evitar esas memorias, no importa hacia qué recuerdo alegre puedo escapar, siempre me emboscarán mis momentos finales, tan similares a los de ellos, me alcanzan, y ahogan todo lo demás como la salvaje resolución de la ola cuando me precipitó al mar esa mañana y mi hermana me levantó riendo, diciéndome que el océano es salado porque tiene muchas lágrimas y no debemos sumar a ellas las nuestras.

Debería haber muerto ese día, debería haberme dejado morir ese día, lo habría hecho si hubiera sabido lo que deparaba el futuro, mi hermana podría haberse ahogado conmigo, nos habríamos hundido en las honduras juntos, abrazados como algas marinas, si ella y yo, si nosotros – Pero no, este es mi milagro y no debo despreciarlo, soy el único de la familia, el más joven de todos, el único elegido para este experimento, no hay suficientes investigadores para descubrir todos los nombres, no hay suficientes visitantes en esta ciudad, en este país, en este mundo, para leer tantas tarjetas, a mí me sacaron del pozo, es mi destino despertar y recordar y luego ser reciclado para comenzar este proceso de nuevo.

Siempre que se me otorgue otra oportunidad.

Siempre que ésta no sea la última vez que renazca desde las cenizas, esa es la duda ulterior que se cuece a fuego lento en mí ahora que termina la visita: ¿puede haber sido tan efímero, por qué mi anfitrión fugaz no pasó más horas en el Museo, por qué no se demoró, o ella, tal vez fue ella, la madre de alguien, por qué no se dilató y se puso a pronunciar una vez más como un conjuro las fechas y mi nombre y el nombre aún más impronunciable del lugar donde me mataron, por qué mis forasteros siempre deambulan por las exhibiciones aferrándose de la tarjeta nerviosamente, sin saber cómo dónde qué hacer efectivamente con ella cuando todo debería estar tan claro? ¿Por qué no se acomodan en un rincón tranquilo y se sientan como lo haría uno en una banqueta en un cementerio desprovisto de flores y plegarias, por qué no intentan hablarme, hacerme preguntas mientras miran lentamente una vez más la tarjeta cada vez más arrugada que es mi puerta de entrada a esta voz mía que apenas sabe susurrarse a sí misma el temor de que ésta pueda ser la última ocasión, por qué no se dan cuenta de qué secretos aún necesitan ser desenterrados antes de que mi presencia se desvanezca, para su bien y el mío, mi futuro y el de ellos, no están también destinados a desaparecer algún día, por qué, entonces, ahora se aproximan a la salida donde se avecina la caja en la que se les ha instruido que han de depositar mi tarjeta cada vez más demacrada, por qué mis visitantes siempre obedecen esas instrucciones tan ciegamente y están tan ansiosos por irse, tan ansiosos por respirar el aire fresco de la calle afuera y regresar a sus comidas calientes y entretenimiento frío, por qué esos extraños no me llevaron a casa con ellos, llevarse a casa los recuerdos de la hermana que no pudo protegerme a pesar de su amor, siento, puedo sentir que me esfumo, ¿por qué no lo hicieron?, al menos uno de ellos, por qué alguien, en ese lejano e inmisericorde entonces antes de que me ejecutaran, en ese entonces y ahora, ahora mientras digo adiós al único yo en que encontré residencia en esta tierra, por qué me estoy diluyendo en esta instancia en que mi tarjeta cae congelada para siempre en el pozo de esta caja, ¿por qué lo hacen? ¿por qué están, por qué estás a punto de olvidarme?