Años en puntas de pie, años mirando hacia todos lados. Años atisbadores. Alguien tiene que saber la verdad. Mi cuerpo humano es entretenido y longevista. He interferido a voluntad en la composición molecular de las grandes estupideces. Mi cuerpo humano, atado al planeta por leyes de gravedad sigue sometiendo a relaciones de ingravedad a las palabras.

Abrí la puerta de calle y se metió el perro negro, agitado, hambriento, con las erres disimuladas entre el pelo. Daba pasos cuadrúpedos, de dos en dos, dejando una estela de barro y haciendo un vaivén vagabundo con la cola pendular. Fin de las penas para Rosa Babel. Principio de otro principio. Ganas de tapar los pozos y allanar el camino. Una Rosa Babel abandonada, apenas puede distinguir la verdad. La verdad sobre sí misma, al menos. Grave riesgo ser a medias del ser, guardando secretos, guardando secretos, guardando secretos de perro negro.

En las primeras horas de la noche húngara, se vieron los horribles pájaros en el cielo del infierno. Gigantes ángeles oscuros armados hasta los dientes. Como es arriba es abajo, dijo Rosa Babel, tergiversando a Juan el Bautista. Pero tal vez, tal vez, tal vez tuviera razón. A la furia del cielo nadie la demora. Igual el cielo que el infierno. ¿A qué viene ese temor? ¿A qué, esa esperanza?

Carajos pequeñitos orbitaban alrededor de su dedo índice. Lirio John orbitaba alrededor de mis caprichos. Yo creí que otro era mi destino. Que se llamen las cosas por su nombre: morir. Anoche me atreví y luego me desatreví.

Por la mañana, temprano, el diminuto Asimov salió del sótano y empecé a buscarlo. Se había escondido. Ocultó la luna su luz porque ya era el día. Durante un rato no hubo forma de encontrarlo. No había necesidad, tampoco. El perro negro tenía los ojos cerrados. Las letras del pelaje se iban disolviendo a medida que Rosa Babel lo acariciaba. Como tenía que salir, salí. Debía trabajar. No podía quedarme y controlar el devenir del destino de Rosa Babel, de Lirio John, del perro negro. Me resigné a que el diminuto Asimov los hiciera robots a todos, y listo. Pero deseaba tener la oportunidad de verles la cara en el trance de convertirse en erres, en oes, en bes labiales, en oes otra vez, en te, en plurales.

Cuatro horas en el trabajo. Tiqui, tiqui, tiqui tiqui. Subir al colectivo. Tiqui tiqui, tiquitiqui. Bajar del colectivo. Tiqui tiqui, tiquitiqui. Tomar un café, un vasito con soda y otro con jugo de naranja. Subir a otro colectivo. Dos horas de trabajo. Tiquitiqui, tiquitiqui. Bajar de otro colectivo, tiquitiqui, tiquití.

Cuando volví, el diminuto Asimov seguía escondido. Dejé abierta la puerta del sótano. Puse un tazón de leche en la cocina y un platito con alimento balanceado. Rosa Babel dijo: nos destrozará a todos. Iba dibujando el paso del tiempo con terror y paciencia. No le respondí. Yo me quedé quieta en un sillón del living, esperando.

¿Hay otra salida?

Sacar a hacer pis el ego siniestro y el miedo siniestro. Llevar la bolsita y juntar las heces.

Que sea lo que deba ser, decía una voz que me salía del área prefrontal y seguía su camino por el hemisferio izquierdo del cerebro. Siempre en puntas de pie, que sea lo que deba ser, que sea lo que deba ser.

Pensar no me distraía. Me mantenía atenta. En algún momento el pequeño Asimov tendría que aparecer. Tranquilo y odioso tendría que aparecer.

Durante mucho tiempo las muchachas bonitas le tuvieron miedo a las tres leyes de la robótica. Yo misma le vi los tres números a las tres leyes. Y entonces apareció moviéndose con cautela. ¿Cómo puede tener gracia, gracia real y no simulación robótica? Usando el cerebro de manera convencional, me equivoco. Mejor la elipse recursiva a la órbita, según mi modesto entender. Dejé mi cuerpo longevista y entretenido, quieto en el sillón. Me reí de su modo de comer los granos de alimento. Hizo un movimiento típico de quienes viven en la preocupación de que los robots sustituyan a los humanos. Yo, piano, piano. Un robot no está técnicamente equipado para las elipses. Un robot necesita órbita.

El diminuto Asimov se movía con cautela al comienzo, luego, hizo un trotecito salvaje para atravesar el living en penumbra y entonces se frenó y se quedó mirándome.

La verdad a veces no se comprende.

Aceptar el bledo lleva mucho esfuerzo.

La mente va por allí y marca error. Va para allá y marca error.

Creí y a veces hice y dije lo que no creí.

Alguna vez estuve, quizás regrese, en aquella región subatómica, submarina, subversiva, destartalando el área Wernicke y el área de Broca.

El pequeño Asimov de diecinueve cabellos me miró sin verme. Yo también lo miré sin alcanzar a verlo. Puede decirse que no vi nada. Ni los diecinueve cabellos ni los granos de alimento ni el tazón.

Me fui a dormir y cerré la puerta del dormitorio para que no se subiera en mi cama. Yo me muevo mucho y el diminuto Asimov es temeroso de la noche. Se duerme pegado a mi espalda. Si un movimiento mío lo despierta y está oscuro, empieza a llorar descontroladamente. Su llanto suena como la lluvia torrencial sobre el techo de chapas. Para moverme tranquila y para que él no tenga miedo, siempre dejo la luz encendida del velador. Kwai Chang Caine caminando sobre papel de arroz.

Esta vez vio que quería dormir sola. Bajó al sótano. Rosa Babel soñaba abrazada al perro negro. El pequeño Asimov se echó sobre la alfombra.

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