Bahía Blanca

(Argentina, 2021)

Dirección: Rodrigo Caprotti.

Guión: Nicolás Allegro, Bárbara Scotto, Rodrigo Caprotti, a partir de la novela de Martín Kohan.

Música: Los Paranoias.

Fotografía: Max Ruggieri.

Montaje: Julia Straface, Rodrigo Caprotti.

Intérpretes: Guillermo Pfening, Elisa Carricajo, Javier Drolas, Marcelo Subiotto, Ailín Salas, Violeta Palukas, Julia Martínez Rubio.

Duración: 82 minutos

Distribuidora: 3C Films Group.

8 (ocho) puntos

Es una feliz noticia saber que en El Cairo Cine Público se estrena Bahía Blanca; y más aún comprobar que se suma a otros títulos de cine argentino, como Matadero –coproducción con España dirigida por Santiago Fillol– y El libro de los placeres –coproducción con Brasil que dirige Marcela Lordy–; todos en distintos horarios, dentro de la grilla ofrecida de jueves a domingo.

Bahía Blanca es ópera prima de su director, Rodrigo Caprotti –oriundo de esa ciudad–, y pone en escena, a partir del guión que Caprotti comparte con Nicolás Allegro y Bárbara Scotto, la novela homónima de Martín Kohan (con cameo incluido, dicho sea de paso). El film narra la historia de Mario (Guillermo Pfening), un docente universitario que busca una excusa que le permita alejarse, al menos por un tiempo, de su lugar y obligaciones habituales. Pero todo esto ya es adelantar demasiado; antes bien, el argumento surge cifrado, elíptico, con apenas algunos datos que permitan señalar el viaje a Bahía Blanca y su motivo aparente: indagar en la vida de Ezequiel Martínez Estrada.

A partir de allí, la investigación supuesta comienza a torcerse en la aparición de personajes y los desvíos que suceden. De este modo, los códigos del film orientan y desorientan, conforme a una puesta en escena de raigambre variable, que bien podría tener filiación en algún género –tal vez el thriller– para luego deshacerlo y continuar otros rumbos. La operación es brillante, y convierte a la película en un artefacto raro, con lucimiento pleno de sus artífices, entre ellos, actores y actrices, sumidos en las actuaciones sonámbulas y decires parcos que el film propone.

Una de las maneras que permitirán ingresar al mundo de Mario, es el deseo con el que mira a las mujeres que se cruzan en su camino, desde quien le ofrece la insistente palabra de Dios –de visita frecuente, en un admirable pleito verbal bajo el cual laten otras cuestiones, que él enciende y de las cuales la piba acusa recibo– a la encargada del cyber (Ailín Salas) donde Mario revisa su casilla de mail. Hay algo de tiempo histórico apenas anacrónico en el relato, y está bien que la película lo asuma, porque agrega una extrañeza sutil, que los diálogos profundizan de maneras precisas: lo que se dice es asumido por actores y actrices como recitados ingeniosos, que más vale “no actuar” –en todo caso, apenas con el acompañamiento de algún gesto– y dejar que ocurran.

El director Rodrigo Caprotti.

De este modo, el registro lleva a un lugar donde cualquier cosa podría suceder, como el desdoblamiento de la chica del cyber en prostituta de la noche –nunca se aclara si es la misma persona– o la aparición del socio y amigo de Mario (que interpreta Javier Drolas) justamente allí, en Bahía Blanca. ¿Será cierto? ¿Y en el mismo club nocturno y con la misma prostituta que pagó Mario? (Este amigo es ahora director de cine documental y está allí, dice, buscando locaciones para una película sobre “el desmantelamiento de Argentina”. Brillante). Aceptado esto –Bahía Blanca como lugar fantástico y maldito–, habrá entonces que tener cuidado al momento de sopesar la historia que dentro de la historia la película esconde. En un bar, Mario se la va a narrar a su otrora amigo, como consecuencia de una frase contradictoria: el desliz de las palabras hará surgir algo siniestro.

Lo visto y oído podrán tomarse por cierto, también no. Así como sucede con las supersticiones, sobre las cuales Mario es instruido por un colega (el gran Marcelo Subiotto) no bien llega a la ciudad: Bahía Blanca trae mala suerte, así que –según corresponda– hay que tocarse un huevo (cualquiera) o la teta izquierda. Es decir, la alerta está; y aun cuando se quiera escapar del pasado, parece que éste siempre se las ingenia para aparecer.

En este sentido, los personajes no son acusados sino, en todo caso, perseguidos por ellos mismos. Acá hay algo que hace de Mario, también, una víctima de sí mismo, en un umbral donde deseo, verdad y mentira, comparten fronteras difusas; en donde las palabras serán indagadas hasta el fondo, porque no es lo mismo decir “quiso besarme” que “me besó”; tampoco es lo mismo escuchar estas frases de boca de cualquiera; de acuerdo con quien lo diga y la acepción, será entonces el escenario a imaginar y reconstruir.

Cuando el film se adentra en tales cuestiones, lo que surge es fascinante, gracias también a la tarea de sus intérpretes, entre quienes Guillermo Pfening aparece admirable, porque es él quien le marca el pulso a la actuación general, es él el lugar desde donde se dice y construye todo lo demás. Hasta arribar a un desenlace que guarda, ahora sí sin lugar a dudas, la verdad. Y ésta es tan desoladora como irrebatible