No se ha hablado lo suficiente del síndrome de abstinencia del mundial. Imagino que todos lo sufrimos de alguna u otra forma. Y que lo combatimos como podemos. Algunos cantando “Muchachos” en sordina, otros bebiendo como cosacos.

Yo me dediqué a ver en directo y en tiempo real un torneo de ajedrez clásico. Toda una prueba de paciencia y de control de los nervios, porque en el ajedrez clásico las partidas duran entre tres y seis horas en las que uno hincha por un jugador, lo vitorea y hasta puede que grite sus mejores jugadas.

Bondades de la globalización y de la tecnología, las partidas tienen innumerables relatores y analistas en redes y plataformas que van contando las jugadas como si fuera un penal a punto de ejecutarse, jugada que llega diez o veinte minutos después. No es fútbol, pero tiene su encanto.

Lo interesante es que en el ajedrez casi todos los relatores/analistas, e incluso algunos curiosos, pueden seguir las partidas guiados por programas de computadoras que saben al instante cuál es la mejor jugada. Esto quiere decir que los que estamos afuera de la sala sabemos más que los jugadores. Sabemos incluso qué jugada debe hacer el campeón del mundo y cuando comete un error fatal.

La metáfora es interesante. Ese programa de ajedrez se parece mucho a ese director técnico que todos llevamos adentro y que sabe mejor que el técnico de su equipo o de la selección cómo tiene que armar el equipo. No importa que todo lo que sepa ese “analista” lo haya leído en un diario poco serio o en un comentario ocasional de una red.

También se parece a lo que pasa en la vida real. Porque hagas lo que hagas, siempre habrá gente (mucha) que, aun afuera de tu vida y de tus ideas y de tus convicciones, sabrá antes que vos, y con certeza absoluta, lo que te conviene pensar y creer y decir.

En el ajedrez se habla desde hace rato de “jugada humana” en oposición a “jugada de máquina”, es decir las jugadas complejísimas cuya lógica o perfección se revelan veinte jugadas después. La máquina no se equivoca. Como los humanos que nos aconsejan sin que nosotros se lo hayamos pedido.

Siguiendo con las alegorías ajedrecísticas, esto se podría llamar Gambito de ideas. Es decir, oponer una idea a otra con el fin de disputar la razón. Queda en nosotros aceptar el gambito o decir qué mirá, bobo. O, como suelo contestar cuando alguien me toca la paciencia: “andá a joder a otro”. Esa vendría a ser la diferencia entre el gambito aceptado y el declinado.

Bien visto, no estaría mal que ese gambito sea obligatorio. Que quince días al año, como vacaciones complementarias, podamos abandonar la obligación de pensar. Que vivamos “vacaciones de ideas”. Para qué pensar si otros pueden hacerlo por nosotros y sin posibilidad de equívoco.

Porque los consejos de los metidos, como los de la computadora, son perfectos. Están avalados por Google, la agenda global, la moda y (ahora) por los pensamientos políticamente correctos. O están avalados porque otra mucha gente las cree. Ya se sabe, “millones de moscas no pueden estar equivocadas”.

La obligatoriedad es importante. Ya sabemos que es difícil desenchufarse. Por mucho que uno esté vacacionando, siempre tendremos un ojo en la realidad y el corazón en alerta, por si a la vida se les ocurre salirnos con algún martes trece. Así que, argentino de mi corazón, desde ahora y gracias a Chiabrando, estarás obligado a mediados de febrero (pongamos) a dejar de pensar por quince días porque otros lo harán por vos.

Uff… qué alegría. No veo la hora de que llegue mi “Gambito de ideas”. Dejar de pensar, qué felicidad. Dejarles a otros el compromiso de mi vida y del futuro. Quince días después, volveríamos a la civilización ligeros de equipaje. Listos para volver a incordiar, a tratar de pensar.

Y lo haríamos con la certeza de poder decirle a las “computadoras” que saben más que nosotros sobre nosotros, “pero si ya te di quince días para decidir por mí y acá estamos, igual que siempre”. O “esto es todo lo que se te ocurrió como solución”. Y a darle de nuevo a la manivela de la vida.

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