En el verano de 1993, El amor después del amor, el disco más vendido de la historia del rock argentino, iba camino a convertirse en la banda sonora de varias generaciones. El '92 había sido un año por demás movido para Fito Páez pero gratificante a partir de ese trabajo. En abril del '93 llenaría dos veces el estadio de Vélez. Ya gozaba de fama como nunca antes, dinero y lo que imaginen en una celebridad del rock. Por esos días de verano, Fito y su pareja, Cecilia Roth, se van de descanso a las islas Fiyi. Hay cerveza, yerba y mucho más. Bajo los efectos del alcohol, Fito, que no para, compone Tema de Piluso, hit de su siguiente disco, Circo Beat.

La pareja recorre Fiyi. Van de una isla a otra hasta que unos marineros los llevan a visitar a un rey que, según recuerda el músico en su reciente libro de memorias, Infancia & juventud, “no tendría menos de ciento diez años”. El rey y su gente les preguntan de dónde son y pasa lo que pasa desde hace décadas: que de Argentina, que Maradona, ¡Maradona! Pero el rey entiende que quien está frente a él es el mismísimo Diego. “No, no. Él no es Maradona, es amigo de Maradona”, intenta explicarle Cecilia Roth mientras el rey sigue en su postura y grita de alegría “Maradona, Maradona”. Convocados por la euforia, el lugar se llenó de hombres y mujeres que querían conocer personalmente a Maradona. “Esta gente cree que soy Maradona”, dice Fito. El rey lo arrastra y le señala una radio mientras grita “Orjenti, Madonna, Madrona”.

“Te conocen de la radio. Te escucharon por ahí”, interpreta Roth ante un Fito descolocado. “No lo conocen, boludo. Ahora Maradona sos vos”, le explica. Alguien patea una pelota y otros lo llevan en andas hasta una cancha de fútbol “escondida en plena jungla”. A Fito no le queda más que jugar. “Debía sacar a relucir aquella antigua maestría infantil, si es que quería salir vivo de allí”, escribe ahora. “Yo transpiraba y corría como si fuera la última vez. Mi temple superviviente y un genio futbolístico que creía olvidado en la explanada de la Facultad de Derecho de Rosario reaparecieron por arte del terror. Así fue que hice caños, tacos, palomitas, gambetas, chilenas y tiros libres con la habilidad de un gran jugador de fútbol. Metí una docena de goles en media hora”. Los marineros que los llevaron a la isla reaparecieron para rescatar a la pareja, que se fue con varios souvenirs de regalo de los isleños.

A Fito siempre le gustaron los deportes. Además de fútbol jugaba al voley y al handball. Si seguía la lógica de la herencia, hubiese sido hincha de Newell's como su padre, el empleado municipal Rodolfo Páez. De hecho, iba a ver a Newell's invitado por el padre de uno de sus mejores amigos. Pero con el tiempo le pediría a su papá que lo lleve al Gigante de Arroyito. “Me llevó a regañadientes”, recuerda Páez. “Los colores pintados sobre las paredes cercanas me gustaban más. El azul y amarillo, íntimamente, me gustaban más que el rojo y negro. Subí aquellas escaleras junto a mi padre con sigilo. En el momento en que pisé la platea canalla sentí que ese era el club de mis amores”. "Y soy canalla desde mi más tierna edad", canta en Los buenos tiempos, de su disco Tercer mundo.

Fito deslumbraba como futbolista con sus amigos. La rompía, dice, en los picados en la zona de la Facultad de Derecho de Rosario, en las calles del barrio o en los recreos del colegio, donde llegó a jugar con el Tata Martino. Con los años jugaría algún picadito con Charly García, en Villa Carlos Paz. En una cárcel de Formosa se prestaría a un fulbito para salvar a un amigo detenido por drogas. Tal el arreglo con un abogado inescrupuloso. De chico, el fútbol también le servía para cancherear ante las chicas que le gustaban.

Además estaba la música. Tocaba el piano y componía. Uno de los remedios para sobrellevar el dolor por la muerte de su madre, Margarita, y el dolor de su padre. “Él no sabía qué hacer con la muerte de su mujer. Yo no sabía qué hacer con la muerte de mi madre. Los dos actuábamos cosas diferentes”, cuenta. Conoció a Juan Carlos Baglietto y se lucía con canciones propias, como La vida es una moneda. Pagó injustos derechos de piso, se subía a los escenarios y empezaba a convocar a su propio público. También viajaba a Buenos Aires. Se instaló en la casa de la familia de Carlos Randazzo, elex jugador de Boca. Entre esas paredes se cranearon Del 63, Tratando de crecer y Loco en una calesita.

Sintió que tocaba el cielo con las manos la noche en la que Charly García, de gira por el disco Clics Modernos, lo presentó como parte de su banda en un concierto en la cancha de Rosario Central: “Estaba tocando en mi ciudad con García. No había nada más en el mundo”. Cuando apareció su Ciudad de pobres corazones, un disco lleno de dolor por los asesinatos de sus tías, lo presentó en el estadio cubierto de Newell's. Mal de ánimo, recuerda que “no lograba ni deseaba conectar” con la gente. “El fútbol en Rosario es una materia seria. Se han cometido asesinatos en favor de una camiseta u otra. Se han roto familias para siempre”, escribe antes de contar que en los bises alguien le pasó una camiseta de Central y se la puso: “Algunos miembros de la hinchada de Newell’s vieron este sacrilegio y corrieron hacia el camarín una vez terminado el concierto. Lograron pasar la seguridad y destruyeron el camarín delante de mis ojos. Fue una auténtica demostración de fuerza. Podríamos molerte a palos en cuestión de minutos, parecían decir con aquella manifestación de violencia explícita. Pero no me tocaron”.

Posiblemente la mayor euforia futbolera fue la que vivió en una casona de La Boca, poco después de que esté en la calle Ciudad de pobres corazones, en los '80. Ocurrió después de un almuerzo, cuando él y sus amigos notaron que el suelo vibraba. Entonces escucharon a la hinchada de Boca cantar una canción de cancha con la música de Y dale alegría a mi corazón “como si el mundo se terminara”. “Nos acercamos con cautela al living y luego a la vereda. La melodía se hacía cada vez más nítida. ¡Qué emoción nos embargó a todos en ese momento!”.