La señora siempre llamaba porque le dolía algo, la cabeza, el cuello, la espalda. Una vez una médica le había dicho que sus dolores eran inventados y que fuera a un psiquiatra. Así que ahora cuando llamaba a atenciones domiciliarias pedía que fuera un hombre. Confío más en los hombres, me decía. Yo había ido cinco o seis veces a verla. El marido era un viejito que había trabajado en el cementerio y tenía toneladas de anécdotas para contar. Cuando el operador me pasó la dirección y el motivo de consulta supe que era esa mujer. Me puse contento.

La noche estaba en silencio como cuando la selección nacional juega los mundiales. En la calle no había nadie, salvo por aquellos que como yo, en las estaciones de servicio, en algún bar, laburaban en las navidades.

Mi viejo haciendo el lechón en el horno de barro, el árbol de navidad a un costado, mis sobrinos corriendo, mi madre preparando las ensaladas, mi mujer, mis hijos. La imagen de mi padre muerto. Uno se da cuenta de que el alma existe cuando ve el cuerpo de alguien muerto, pero la certeza, la certeza del alma, de la ausencia del alma se hace brutalmente evidente al ver a tu padre muerto. No pude soportar la ausencia de ese hombre que había sido y era todas las razones de mi vida. Entonces pedí trabajar en navidad.

-¡Doctor! -exclamó el viejito al verme. Una sonrisa de oreja a oreja. -Siempre trabajando usted, no para ni en navidad- me dijo, seguía sonriendo.

La señora estaba sentada a la mesa, con los hombros hundidos y una sonrisa tímida, también se alegró de verme. Había un pollo trozado en unas bandejas de plástico. Una ensalada de tomate, huevo y cebolla. Una botella de vino Toro. Dos platos. Por debajo un mantel blanco con algunas manchas azuladas en los bordes.

-Molestarlo esta noche, doctor -me dijo la señora. -Disculpe. Disculpe.

Una tarde, en la barranca, el río allá abajo, marrón. Es así, decía mi viejo con un reel en la mano. “Apretás acá, tomás carrera, lanzás y soltás”. La noche. El asadito, él y yo solos, y me decía: yo no voy a poder dejarte una herencia, lo único que te voy a dejar son libros y educación. Y cuando decía eso le brillaban los ojos, creo que era dolor, rencor, no sé qué carajos era, pero a mí me llenaba de una euforia que me daba ganas de leer hasta el último libro del mundo.

-¿Qué le anda pasando, señora?- le pregunté.

-Me duele acá- dijo.

Se tocó la cervical.

-¿Me puede medir la presión?

-Claro- le dije.

Presión normal, diclofenac, dexametasona, intramuscular.

-En un rato se le pasa, señora. Usted ya sabe.

-Sí, sí, gracias doctorcito.

-Sientese, doctor, tómese un trago de gaseosa -dijo el hombre.

No había gaseosa sobre la mesa, pero el hombre fue hasta la heladera y sacó una Pritty. Me senté. Me sirvió un vaso. Sensación de bienestar. El hombre se sentó a la mesa, la mujer estaba en la punta. Yo recordaba que el señor me había contado que sus nietos se llamaban Eva y Juan Domingo. Mi papá me llevaba los 17 de octubre al parque, me subía en sus hombros y cantábamos la marcha peronista. Yo después me comía un choripán. Todos los 17 de octubre por años.

-¿Quiere vino?- me dijo el señor.

-No puede el doctor, está trabajando- dijo ella.

Miré al hombre. Algo retumbó en mí.

-Sí, sí, sírvame- le dije.

-Así me gusta- dijo el señor, me sirvió en el vaso que ya no tenía Pritty.

-Hoy es navidad- agregó.

Tomé un par de sorbos. Sentí alivio.

Le tiré la lengua al hombre. A mí me gustaba que me contara historias de cuando laburaba en el cementerio. Me contó las mismas historias que ya me había contado, pero a mí no me importaba, las volvía a escuchar como había escuchado centenas de veces las historias de la vida de mi padre.

-Una vez en el entierro de un hombre se encontraron la esposa y la amante -me contó el hombre.

-¿Y qué pasó?- le pregunté, aunque yo ya sabía qué había pasado.

-¡Las minas se pusieron a pelear por la heladera del finado!- dijo el hombre. -¡Imaginate! Las minas agarradas de los pelos para ver quién se quedaba con la heladera.

Reímos.

Hacía media hora que estaba en aquel domicilio. Él me ofreció un pedazo de pollo. Trajo otro plato, el simple gesto del hombre poniendo el plato frente a mí me puso al borde de las lágrimas. Me sirvió más vino. Tomé. No debía tomar, la noche era larga y el juramento hipocrático, el deber ser, la legalidad; tomé vino. El pollo estaba sabroso. La señora trajo unos gajitos de limón en un plato pequeño. El señor comía una pata de pollo con la mano. Yo hice lo mismo. Un pedazo de piel grasosa me cayó en el ambo. ¿Qué mierda me importa?, pensé.

Los tres sentados a la mesa, las lucecitas del árbol de navidad, los colores. Pensé en mis hijos, en mi mujer, en mi madre, en mi hermano, en mis sobrinos, en mis tíos, pero no podía soportar la ausencia de ese hombre que había sido mi ejemplo y mi Dios durante tanto tiempo. ¿Puede uno arrancarse a un padre? ¿Desprenderse de un padre? ¿Puede uno? ¿Quiere uno? ¿Quiero? El hombre encendió la radio. La puso bajita. Me preguntó si me gustaba el tango.

La mujer me dijo que se le había ido el dolor de la cervical. Sonreí. El hombre me ofreció más vino. Apagué el handy del servicio médico. Me iban a sancionar, quizás me echaran. Le dije al tipo que me sirviera más vino. Me dijo que no había más. Le dije que iba a comprar, al kiosquito de la esquina, fui, traje tres botellas.

-Están tomando mucho- dijo la señora, se reía.

-Hoy es Navidad- dijo el hombre.

Apuró otro trago. Después me contó, fue el 17 de octubre, su padre entró a las apuradas en la casa y sacó un revólver de arriba del placard. Vamos a rescatar al hombre que nos va a salvar la vida, dijo y se fue. Volvió a los veinte días.

Ya no había más pollo. La mujer estaba mansa y plácida escuchándonos hablar. Había dos corchos sobre la mesa, junto a un tenedor. El hombre me contó otra historia.

-Venían unos tipos a hacer ritos entre los muertos- dijo. -Mataban un pollo y llenaban unas copas con champagne.

-¿Unas copas con champagne?- pregunté yo.

-Al otro día uno de los serenos del cementerio se tomaba el champagne y se llevaba el pollo para hacer caldo- contó.

De pronto, dejé el vaso a medio llenar de vino sobre la mesa, estaba un poco mareado, algo, una sensación en el cuerpo, un alboroto, ¿Qué estaba haciendo? Era médico. Tomé la brutal conciencia que sí, mi padre estaba muerto.

Una melodía navideña sonó en la radio. El reloj, redondo en la pared, marcaba las doce.

-¡Feliz navidad! -dijo la señora y se puso de pie para darme un beso.

-¡Feliz navidad!

Nos abrazamos.

Me dejé caer en un sillón, el hombre me decía algo, un café, un té, yo le decía que no, que gracias pero no, cerré los ojos, en ese instante, por un instante fui feliz. Desperté al otro día. Mareado, con náuseas, sobre el sillón. Me costó darme cuenta dónde estaba. El hombre me miraba sonriente.

-¿Durmió bien, doctor?

Elevé el pulgar para decirle que sí.

Me acercó un mate. Lo tomé a pesar de las náuseas.

-A la doña le duele la espalda de nuevo- dijo.

Estaba acostada en la pieza quejándose. Le hice otro diclofenac. De paso me inyecté una metoclopramida para las náuseas en el muslo. “Feliz Navidad”, le dije al hombre, le estreché la mano y me despedí.

Era un implacable día soleado. A las once de la mañana no había nadie en la calle. Anduve a paso de hombre con el auto por el boulevard. En la calle no había nadie, no iba a haber nadie por mucho tiempo, sentí que nunca más.

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