El cuento por su autor
Un célebre cuentista brasileño dijo una vez que el cuento es siempre mejor que el cuentista. Adhiero a la idea. Cualquier cuento debería poder hablar por sí mismo, prescindiendo de la voz de su autor.
Considero, además – y esto corre por mi cuenta – que el mejor cuento es el que aún no se escribió. Conformarse con la propia obra sería lo mismo que renunciar a soñar. ¿Quién no ha fantaseado alguna vez con escribir un cuento “magistral”, dicho esto en el sentido que el maestro Isidoro Blaisten le asignaba a esa mágica palabrita?
Será por eso que, una vez concluidos, mis cuentos pasan a formar parte de una carpeta especial en mi notebook, a la cual sólo accedo cuando se presenta la oportunidad de publicar, pero nunca, o casi nunca, con el afán de su relectura.
Sin embargo, de ellos, más que los detalles de sus contenidos, tengo presente las circunstancias que rodearon su gestación, todas ellas emparentadas con el oficio de escribir, siempre acechado por fantasmas, miedos e incertidumbres.
De “La Promesa” recuerdo que tuvo varios finales. Ninguno me terminaba de convencer del todo. Fue una situación bastante estresante que se prolongó por varios meses. Una especie de laberinto del que costó salir, hasta que una mañana me levanté con el actual final en la cabeza. Sólo Dios sabe si fue una decisión acertada.
La historia nació del algo me sucedía a menudo en la adolescencia con novias, amigos y demás afectos. Sabía que en algún momento la vida nos llevaría por caminos diferentes, caminos que tal vez jamás volverían a cruzarse. Cada encuentro entonces adquiría la intensidad de un adiós, de una despedida.
Este relato es, en definitiva, un intento de reencontrarme mucha de esa gente perdida, entre ellos, por supuesto, mis compañerxs de la escuela secundaria desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar.
La promesa
Sonó el despertador y Ruiz lo apagó con un puñetazo. Su esposa se movió en la cama, pero no se despertó. No se levantó enseguida. Se quedó boca arriba, con los ojos entreabiertos, conteniendo la respiración.
El famoso día había llegado. El 30 de agosto de hacía treinta años atrás, una parejita de adolescentes, acurrucados en una parada de colectivos de Monserrat, se habían hecho una promesa. El recuerdo exacto de la fecha no era caprichoso: ese día ella había cumplido 19 años, aunque a veces el paso del tiempo le hacía dudar del lugar, del día, de la hora, incluso hasta de la existencia misma de los hechos.
Pero aquella mañana sólo hubo lugar para certezas: Ella, la parada de colectivos, la promesa. La imagen de la chica era nítida en la penumbra del cuarto. Tenía un año menos que él, era alta, pelirroja, de cara redonda. Un lunar imperceptible a un costado de la boca, pero imposible de no ver cuando se acercaba a besarla, y un aire altanero que a él le resultaba irresistible.
Hacía pocos meses que se conocían, pero a Ruiz esa joven lo volvía loco. Con el tiempo se preguntó si ese sentimiento en realidad no habría sido amor. No era sólo su cuerpo fantástico, sus piernas firmes, sus senos turgentes. Existían en ella muchas personalidades. Estudiaba medicina, le apasionaba el cine, militaba en el centro de estudiantes de la facultad y trabaja en un estudio de abogados tres veces por semana. Él, en cambio, prefería andar un poco más tranquilo por la vida. A veces la acompañaba a alguna que otra manifestación política, pero no mucho más que eso. Su mundo giraba en torno a la fábrica de bicicletas de su padre, que a principios de los ochenta quebró al igual que tantas empresas en el país.
La ocurrencia había sido de la chica, unos segundos antes de que llegara el colectivo. Habían pasado el día entero juntos en la casa de él, habían hecho el amor aprovechando la ausencia de los padres y ahora se estaban despidiendo. Debía regresar a su casa antes de las ocho, tenía a toda la parentela invitada a la fiesta de cumpleaños. Los padres le pondrían el grito en el cielo si llegaba tarde, bastante les había costado tragarse eso de pasar el día de su cumpleaños con ese tal Ruiz a quién ni siquiera conocían.
A él la idea lo tomó por sorpresa.
—Mira—dijo ella, hablando a las apuradas—, lo de hoy fue grandioso, el mejor cumpleaños que pasé en mi vida.
¿Esas habían sido sus palabras exactas? ¿Cuánto de recuerdo y cuánto de imaginación había? Con el paso del tiempo muchas veces no encontraba diferencia entre una cosa y otra.
—Así que si la vida nos separa— continuó—, si nos perdemos el rastro, me gustaría reencontrarme con vos dentro de 30 años, a la misma hora, en este mismo lugar.
Él giró la cabeza para dar con algún cartelito que le indicara el nombre de las calles y sobre todo miró el reloj: eran las seis y media de la tarde, en punto. No tuvo tiempo de nada más. Te lo prometo, dentro de treinta años acá, alcanzó a decir él. A Ruiz le hubiera gustado preguntarle si era una broma o si hablaba en serio, y en ese último caso, de dónde había sacado la idea, por qué ese lugar, por qué treinta años después, pero cuando se quiso acordar ella ya estaba arriba colectivo sacando el boleto. Vio el vehículo desvanecerse en la oscuridad de la calle Combate de los Pozos y se sintió vacío. Se subió a un taxi y regresó a su casa.
Casi fue un adiós. No llegaron a la primavera. Después de esa tarde se volvieron a ver un par de veces más. Ella lo dejó sin darle demasiadas explicaciones. Adujo estar confundida, cosa que le sonó un pretexto. Como sea, prefirió no insistir con preguntas, temía que la verdad lo lastimara mucho más que la mentira. De todos modos, quedaron en buenos términos. El día de la despedida a Ruiz le hubiera gustado renovar la promesa, pero ella no dijo nada y él no se animó a sacar el tema.
Unos meses más tarde Ruiz intentó ubicarla, saber algo de ella, pero todos los esfuerzos fueron vanos. Una vez se llegó hasta su casa en Adrogué y se encontró con una vivienda vacía, un jardín cubierto de matorrales y un cartelito en la puerta que decía “Se vende – Facilidades”.
La vida, de a poco, le fue mostrando las cartas que le había reservado, algunas buenas, otras no tanto. Sin proponérselo se fue olvidando de ella. Hizo lo que pudo, o lo que le dejaron hacer. En definitiva, nada de otro mundo, se fue enredando en las mismas cuestiones en los que se enredan los demás, una familia, una casa, hijos, un trabajo, más sueños que realidades.
Pero un día, tres años atrás, inexplicablemente se levantó con la idea fija. Tal vez había soñado con ella, no estaba seguro, pero esa madrugada algo pasó. La imagen de ella resurgió con llamativa fuerza. Desde esa mañana el recuerdo de la promesa se le pegó en la piel y ya no lo abandonó más. Tuvo la impresión de que su vida se había convertido en una especie de cuenta regresiva, cuenta que a veces parecía faltarte algunos números porque de repente se aceleraba exageradamente, y en otras oportunidades, el transcurrir del tiempo era lento, pesado, como si estuviera obstruido por algo.
A veces pensaba: “A las palabras se las lleva el viento”. ¿Y a las promesas? Quizá bastaba una inocente brisa primaveral para borrarlas del mapa. ¿Se podía suponer que después de treinta larguísimos años alguien estaría dispuesto a cumplir una? ¿Promesa? ¿En verdad, había sido una promesa o un juego, una chiquilinada irresponsable dicha al pasar?
Lento o rápido, el día finalmente había llegado y ahí estaba Ruiz ahora, en su cama, inmóvil, con un montón de preguntas dándole vueltas en la cabeza, tratando de dilucidar si se iba a presentar o si iba a dejar pasar de largo el día, como tantos otros en los últimos tiempos.
Era extraño. Hasta la noche anterior, hasta el momento exacto de apoyar la cara en la almohada, creía que era una locura irse hasta allá. Pero ahora que había despertado percibía otra cosa. Le resultaba difícil de explicar, pero era como si durante la noche alguien lo hubiera convencido de algo, o como si otro sujeto se le hubiera metido adentro de su cabeza. Era como un destino implacable que había que cumplir, una fatalidad.
Finalmente se levantó de la cama matrimonial con el sigilo del ladrón que se desliza por un tapial para irrumpir en una casa en plena madrugada. Se movió de memoria en la oscuridad, en el más absoluto silencio. La ropa, la había elegido el día anterior. No iba a ser un día cualquiera y eso lo tenía muy claro.
Mientras se afeitaba no pudo evitar más cuestionamientos. ¿Qué me pasa? ¿Qué estoy haciendo? Si después de 30 años no queda nada. ¿Qué va a quedar? En treinta años se mueren personas, se vienen abajo edificios, se declaran guerras y se firman tratados de paz, se encienden volcanes y se vuelven a apagar. En treinta años el olvido es un manto que se esparce por todos lados como un veneno arrasador. ¿Qué iba a buscar a esa parada de colectivos? ¿Una chica? No, esa chica ya no existía, en el mejor de los casos iba a dar con una mujer que ese día estaba cumpliendo 49 años, una cincuentona, como él. No, de esos dos adolescentes seguro que no quedaba nada.
Ruiz, como cualquier mortal, estaba lleno de defectos, pero quizá el más reprochable de todos era que siempre se adelantaba a los hechos. Entonces, como si ya no tuviera bastante con ese pasado que le ardía por dentro, también se cuestionaba a futuro ¿Y después de esta tarde qué? ¿Cómo seguirá mi vida?
Aceptó que la situación le resultaba inmanejable y se dejó llevar por ese imán, por un oscuro impulso que lo movía a su antojo.
Se fue de la casa con la misma emoción que un preso siente al escaparse de la cárcel. Ya en la calle sintió miedo, sentía que era arrastrado por aquello que no alcanzaba a entender. ¿Sería curiosidad o los deseos de que algo torciera el rumbo de su aburridísima vida?
Miró el cielo gris que amenazaba lluvias. A lo largo de los años se había imaginado un día luminoso, pero por lo visto se había equivocado. Mientras caminaba con las manos en los bolsillos, pensó en su jefe Marcucci. Le iba a decir una mentira para irse más temprano. Trabajaba en Vicente López y la parada de colectivos quedaba en Montserrat. Más de una hora de viaje. Un turno en el dentista, o un chequeo de rutina con el médico de cabecera. O que tenía fiebre, o le dolía la cabeza, o que se iba porque se le cantaban las pelotas. ¡A la mierda con Marcucci!
Miró la ciudad y tuvo la certeza de que había cambiado tanto o más que él. Una modernidad compulsiva la había afeado, vuelto desconocida. ¿Y ella? ¿Habría cambiado mucho? ¿Viviría? ¿Se habría acordado de la promesa? Se cansó de hacer especulaciones. La posibilidad del reencuentro le seguía resultando remota, era como acertar cinco números en la lotería. Como sobrevivir a un accidente aéreo. Imaginó miles de cosas que podrían haberle pasado. La vida era tan hija de puta a veces. Podía haber perdido la razón, estar postrada en una cama, presa, inconsciente, prófuga, desaparecida…muerta. Sí, desaparecida. Después de todo ella militaba en política en esos tiempos y los milicos se habían llevado a medio mundo.
Durante el horario de trabajo su cabeza estuvo pendiente del reloj. Encendió la computadora para aparentar. No tocó ni un mísero papel. No aguantó y pidió permiso para salir antes de las dos de la tarde. No recordó muy bien la excusa que le puso a Marcucci. Creía haberle dicho que se le había muerto una tía. Pobre la tía Catalina, la acababa de matar como si nada. Se tomó un tren y se metió en un viejo café, en Retiro. Si sucedía, si se reencontraban, ¿cómo reaccionarían? No se refería a la mera reacción física, lo que se preguntaba en realidad era si serían capaces de saltar el abismo del tiempo transcurrido y volver a sentir lo mismo que aquella lejana tarde. ¿Se darían un largo abrazo o los años impondrían un saludo frío, de compromiso? ¿De qué hablarían? “Se te cayó el pelo pero no las mañas”, tal vez ella diría al ver su incipiente calvicie, pero en un tono risueño, como una forma de romper el hielo. Esa larga cavilación al menos le arrojó una certeza. Había vuelto a sentir una adrenalina que él creía muerta.
Seguía vacilando. La memoria…qué traicionera que es. ¿Habría sacado bien los cálculos? ¿Se cumplirían hoy justo los 30 años? O habría sido ayer, o sería mañana, o el año que viene. Y el lugar, ¿sería ese? ¿Venezuela y Combate de los Pozos? La memoria. A partir de una edad uno anda por la vida con más olvidos que con recuerdos. ¿El inexorable paso de los años nos dejará algo? ¿Cuándo nos llegue el día, nos iremos vacíos? Preguntas y más preguntas. No, no fue nada fácil la espera de Ruiz adentro de ese café.
Se tomó el subte y se bajó en la estación Belgrano. Después se subió a un taxi, no quería correr riesgos, llegar tarde le resultaba imperdonable. Se bajó un par de cuadras antes. Quería evitar que ese pasado lo invadiera de golpe. Estaba convencido de que no sería capaz de soportarlo.
El paisaje había cambiado, aunque aún conservaba un aire de aquella época. Los árboles. ¡Oh los árboles! Aún estaban. Viejos, arqueados, con pocas ramas, casi sin hojas, pero todavía en pie.
A medida que se acercaba a la famosa esquina las piernas le temblaban más. Creyó reconocer algunas casas de aquel entonces mezcladas con edificios modernos. Un gato negro se le cruzó en el camino. Aunque no era supersticioso quiso creer que era una señal de buena suerte. La calle Venezuela había cambiado de mano, pero no estaba seguro del todo. Tal vez era él que estaba caminado en contra de la corriente, retrocediendo en el tiempo en busca de un pasado que por momentos se le volvía borroso, incierto. A veinte metros de la esquina vio la parada de colectivos. Se detuvo, el golpe fue fuerte, no supo que hacer, si avanzar o retroceder. Por un momento creyó entender los motivos de su presencia en el lugar. Tal vez alguien lo había llevado hasta allí para mostrarle algo, para hacerle una revelación. Decirle que todo lo que pasó entonces jamás volvería a suceder.
Como sea, había llegado. Treinta años atrás la parada de colectivos no era más que un palo oxidado y torcido, como si algún vehículo se lo hubiera llevado por delante. El paso del tiempo la había convertido en un cómodo refugio, con carteles de publicidad luminosos y un banco de madera barnizada adentro. De alguna manera había perdido su encanto. Se paró en lo que él creyó eran las baldosas exactas y dijo “acá, es acá”. Un hormigueo le recorrió todo el cuerpo. Se tambaleó. No, no era fácil haber regresado. A su derecha, una mujer mayor esperaba el colectivo. La miro de arriba abajo. No era ella, no podía ser ella. Enfrente, se detuvo a observar a otra mujer que aguardaba por el semáforo en verde. Le clavó la mirada con igual desesperación y sintió lo mismo que antes. No era ella, no podía ser ella. Igual, todavía faltaban cinco minutos para las seis y media de la tarde, la hora fijada. Cinco largos e interminables minutos. En diagonal a la parada divisó un bar. Cruzó la calle y caminó directo hacia él. Miró hacia adentro pero no vio a nadie. Después, le sucedió algo extraño. Segundos antes había tenido la impresión de que ninguna mujer podía ser ella, pero ahora le pasaba exactamente lo contrario. Creyó ver su cara por todos lados: en los autos, adentro de los negocios, en los balcones. Estuvo así, mirando a su alrededor como un loco hasta que sintió un soplido, un roce en la espalda. Giró y entonces los vio. ¿De dónde habían salido? Una pareja de adolescentes, enfrente, esperaban el colectivo en la parada. Miró el reloj y eran exactamente las seis y media. La hora. Ruiz se quedó ahí, incrustado en la vereda, sin saber qué hacer. Allí estaban ellos dos, de espaldas. Se imaginó sus caras. Creyó verlos tomados de la mano, hablarse en los oídos, besarse dulcemente. Ruiz se refregó los ojos. El colectivo llegó mucho antes de lo deseado y la chica se subió con un movimiento rápido. El muchacho le hizo adiós con la mano y corrió unos metros a la par del vehículo. Después, él, paró un taxi y desapareció del lugar. En poco segundos la parada había quedado vacía otra vez.
Ruiz, conmocionado por la fugaz imagen, sólo atinó a entrar al bar. Se sentó en una de las tantas mesas que daban a la calle. Se tomó una cerveza. Permaneció sentado allí unos minutos más, los suficientes para entender que acaso, la vieja promesa, se había renovado por otros treinta años más.