El cuento por su autor

Este relato forma parte de una serie de textos basados en situaciones reales, que se me ocurrió narrar en un tono desprovisto del dramatismo con el que seguramente las viví. Cada vez me siento más atraída hacia lo que ahora se llama literatura del yo. A medida que iba perdiendo el frenesí que supone la lucha por la vida y me iba volviendo más calma y solitaria, más me iban interesando las historias de vida de los otros, con sus altibajos, portentos, desvelos y el inevitable toque de absurdo que impregna toda vida interesante. Empezaron a fascinarme los relatos de la gente, el fárrago de intercambios fortuitos y sucesos espasmódicos a los que la mente da forma para después recordarlos como una sucesión lógica. No hay nada más fácil de cambiar que el pasado, decía Borges. Es lo que hacemos una y otra vez. Cambiamos el pasado, lo modelamos. Es inquietante saber que no elegimos nuestra vida a conciencia, que está hecha, a menudo, a golpes impensados de timón. Cuando estoy lejos de casa, insegura de mis fuerzas o mi instinto, leer a Paul Auster me tranquiliza. Me consuelan las historias de esos personajes expuestos al viento del azar que van, sin embargo, avanzando a través del tiempo; como todos nosotros, un poco a ciegas. Si algún personaje de Auster fuera compelido a contar su historia, lo haría como hacemos todos, como un cuento de niños, una sucesión lógica. Creer en la veracidad de los relatos de vida es creer que se camina sobre suelo firme, como me gusta hacer en esta etapa de la vida. Con la certeza de que, lo que pomposamente se denomina faltar a la verdad histórica es un pecado venial, ordené estos relatos en la sucesión lógica que creé para ellos, evitando toda certeza pero conservando un realista respeto por la veracidad, esa forma de verdad y, al mismo tiempo, de libertad artística. Y este relato en particular fue creado con esa premisa.

El hombre es hombre

En la vida había visto a un peronista. Mis compañeros socialistas decían que no tenían formación, que eran atrasados y de ideología burguesa. Mis padres y mis tíos odiaban a Perón, a Evita y a todos sus funcionarios, fabricantes de vagos, uno más corrupto que el otro. Aunque casi todos en mi familia eran medio bestias, de ellos aprendí, como todos los niños, a apreciar y despreciar lo que ellos apreciaban y despreciaban. Gracias a los juicios categóricos de los que me rodeaban yo veía a los peronistas como lacras, de modo que cuando va y se rompe el Partido Socialista en el que yo milito y nuestra fracción decide hacer entrismo, es decir, entrar al peronismo a llevar luz a los obreros que, siendo peronistas eran inconscientes, me tembló el piso. Militar con esa gente sería un golpe para mí, pero en la lucha no todas son rosas, y llevar luz a gente descaminada era una idea valiosa. Había que resignarse a abrir esa jaula de fieras y entrar de lleno en el territorio del aluvión zoológico. Y el que estaba en la puerta de la jaula era Ramón. A los pocos meses ya me hice peronista sin entrismo ni salidismo.

Ramón no solo fue el primer peronista que conocí sino que además era un peronista antiguo y representativo, y de no conocer a ninguno pasé a rozarme con la crema del peronismo, la flor y nata: miembros de la resistencia, sindicalistas, obreros y políticos y pasé, también, a que todas mis nuevas relaciones me doblaran en edad. Yo venía educada en cierto manual de instrucciones y aunque no había tenido ocasión de aplicar las medidas de seguridad hasta ese momento -ya que con mis compañeros nos conocíamos del barrio-, para cuando encontré a Ramón esperaba poder usar de una vez un nombre de guerra y no destabicar mi domicilio, no develar detalles de mi vida y preservar mi identidad, como indicaban las instrucciones. Con Ramón fue todo al revés. Todo al revés. Estos peronistas se conocían hechos y pertrechos, historias, fábulas, anécdotas propias y ajenas y no tenían intención de ocultar nada a nadie. Ocultar su pasado era como borrarles el ADN. Mi primera cita con Ramón ya fue un sobresalto tras otro. Se presentó en el bar; era un tipo medio pelado, morrudo, petiso, con lentes de sol en un día de lluvia y mascaba chicle; apoyó un periódico doblado en la mesa antes de sentarse y con una sonrisa de caballero me preguntó qué vas a tomar; yo no supe qué decir, pregunté por qué, pensando que se trataba de una contraseña o algo y él se largó a reír, primera de una serie de carcajadas. Nunca un compañero me había preguntado qué tomás, el que preguntaba, en mi mundo, era el mozo; el hombre y la mujer pedían por su cuenta, solo en las películas viejas el hombre pedía por los dos. Acto seguido Ramón me preguntó mi nombre y largó otra carcajada cuando dije Rebeca, desde luego sabía que me llamo Octavia, también sabía de Selmita, sabía de la explosión en la casa y le hacía gracia mi manual de seguridad, se reía, qué simpática esta agente encubierta, pensaría. Solo después, mucho después, me explicó que, por razones de seguridad, él no hubiera ido a la cita sin saber quién era yo, mi nombre, mi historia y con quiénes me movía. Para aplacarme el susto Ramón me hacía chistes tontos y sonreía comprador como, por usar su lenguaje, arrastrándome el ala. Miré el reloj con ganas de irme y dejó de burlarse, me dijo que acababa de salir de la cárcel, que había estado unos años como preso Conintes. Por eso es tan antiguo este compañero, pensé en medio del asombro y enseguida me embargó la emoción. Estaba con un héroe de la resistencia, porque una cosa eran los burócratas peronistas y los obreros ignorantes y otra muy distinta los compañeros de la resistencia, ahí había gente con agallas, historia de lucha, con intención revolucionaria, es decir, marxistas sin saberlo. La idea de resistencia peronista me sonó a partisano, a maquí, a guerra de liberación; no podía creer que frente a mí tuviera a un verdadero héroe, un revolucionario hecho y derecho. ¡Y que acababa de salir de la cárcel! Que un compañero de ese calibre se fijara en mí me apabulló.

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No tardamos en emparejarnos. Qué decir de la estética de Ramón: vestía espantoso. Todos vestíamos con modestia, pero él era un espantapájaros y saltaba mucho a la vista. A mí, en secreto, me gustaban las pilchas, y no miraba las vidrieras ni de reojo para no sufrir y por deber militante. Era una penosa renuncia. Solo había tenido un vestido para salir: el que me había hecho mi mamá, que era modista. Un vestido ajustado, de franela a cuadros marrones, cuello bote, con cierre atrás y un tajo para subir a los colectivos. Me picaba a rabiar ese vestido pese a que sarna con gusto no pica, como diría Ramón. Al empezar a militar enterré el tema de la ropa linda en mi pasado. A mí me importaba hacer la revolución y a ningún compañero se le ocurría vestir bien, salvo cuando era necesario disfrazarse de burgués o de ciudadano común.

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Al principio Ramón vivía, como yo, en casa de compañeros. Poco después, la Dirección lo mandó a alquilar en un barrio respetable. Que fue Barrio Norte. Barrio Norte, en los años sesenta, era un lugar insospechado de albergar subversivos y, como ya estábamos juntos, nos fuimos a vivir allí con Selmita. Nos conocíamos poco, pero las parejas, en nuestro mundo, se armaban al ritmo de las cosas. Él, ni en sueños daba el perfil de Barrio Norte. Era un cabecita negra raro, carismático, elocuente. Sus trajes derruidos no ayudaban a la necesaria mimetización; entonces, por razones tácticas, compró ropa cara. Para él y para mí. No podemos hacer de cuenta que vivimos en un barrio obrero, dijo. Fue mi época de gloria. Ramón se compraba trajes satinados, camisas de seda o de gasa con flores y yo andaba de minifaldas; recuerdo una de gamuza color rojo fuego con flecos, que iban con unos escarpines tipo juglar, de gamuza roja también, y unas pantis negras caladas. Ramón, que me llevaba veinte años, se vestía a lo rufián y yo como creía que vestían las modelos, y en el medio, Selmita, a la que vestíamos de un modo ecléctico, porque desde su más tierna infancia tuvo una fuerte tendencia a hacer lo que le diera la gana. Por esos días, aunque íbamos a heladerías paquetas y comíamos en restaurantes de la zona, advertíamos qué lejos estábamos de parecer burgueses. También la vida que llevábamos era rara. Por momentos a lo grande, por momentos nos moríamos de hambre. Dentro de la casa había mucha actividad, reuniones a todas horas, embutes aquí y allá, ropa revuelta. A veces aparecía dinero, a veces no había para comer, pero lo más notable es que yo, aunque era pobre, ya no me sentía pobre porque veía lo fácil que era tener cosas caras, y si las tenía y después dejaba de tenerlas, no me importaba.

En esa época yo tenía una imagen equivocada de las mujeres de Barrio Norte; me había figurado que compraban espárragos, verduras exóticas, ananás, frutillas, lomo, sin pararse a mirar el precio. Era al revés. Llegaban envueltas en sacones de nutria y revolvían la verdura, toqueteaban los tomates hasta ablandarlos y pichuleaban el precio. Mi mamá, en la feria de Santos Lugares, compraba muchísimo más y era casi amiga del verdulero, Antonio de aquí, Antonio de allá, hasta le pedía consejo, que cómo está la pera, mire que arenosa no se la llevo. Para ser un pez en el agua, que era lo que aconsejaba Mao a sus guerrilleros, yo debía hacer lo mismo que esas asquerosas y no me salía: me daba una vergüenza terrible andar pichuleando, así que me mimeticé con el papel de mantenida, andaba con las minifaldas y las medias caladas y al verdulero se le iban los ojos.

Nuestra vida era agitada; muchas reuniones y no todas eran en casa. Ramón salía mucho y a veces volvía de madrugada. Nos veíamos poco, yo trabajaba en una empresa, llevaba a Selmita al jardín y militaba. Si hubiera estado en una célula hubiera tenido la contención de los compañeros, pero estaba como a las órdenes de Ramón: él me decía qué hacer y lo mío eran algo así como misiones, y creo que ahí me despersonalicé y así fue como puse todo en riesgo. En cierto modo me estaba mentalizando para ser mitad ama de casa y mitad mantenida- sin ser ninguna de las dos cosas-, y empecé a comportarme así. Fue porque tenía esos roles incrustados en la cabeza que se me puso que Ramón llegaba tarde porque andaba con otra; veía señales por todos lados. Una noche llegó y yo me hice la dormida; cuando se acostó le sentí perfume de mujer y me trastorné. Como después supe por la licenciada Kratoviak, actué mi conflicto, que es lo que hacía cada vez que algo me hería: me descontrolaba y ponía todo en peligro. Como militante esa conducta era inadmisible y muy nociva para la organización, pero ya no podía pensar con lógica. Me levanté, me calcé los vaqueros tirada en la cama para subir el cierre, me puse una remerita, zapatillas, y salí a la calle. Iba sin rumbo fijo, con el cuerpo cargado de electricidad nerviosa. Caminé, caminé y caminé y llegué a un hospital. No sabría decir si agarré para el norte, el sur, el este o el oeste; ya en esa época los puntos cardinales eran un misterio para mí y después, con el estrés postraumático, ya empecé a perderme en una misma manzana. Creo que fui a dar al Hospital de Clínicas porque era un lugar enorme, en parte iluminado y en parte a oscuras, con una energía de animal semidormido. Siempre me gustaron los hospitales, en esa época me gustaban mucho más que ahora que los conozco mejor. Después del secundario, durante el año que estudié para partera, me metía en la biblioteca de la facultad, pedía el Testut y algún libro de endocrinología y pasaba las horas leyendo sobre glándulas y hormonas; vaya a saber qué entendía. Cuestión que los hospitales me gustaban, y más si estaba sufriendo del alma: después de todo un hospital es el lugar natural de los sufrientes.

Me metí al hospital, subí escaleras, caminé por pasillos largos. Desde el ala donde me hallaba vi un jardín a través de un ventanal. Dos pisos más abajo asomaban unas piernas enfundadas en vaqueros, el borde de un delantal y una columna de humo de cigarrillo. Me dieron ganas de fumar con alguien y bajé las escaleras. El de las piernas era un joven de mi edad, muy delgado, de pelo castaño, corto, con raya al costado, ojos marrones enrojecidos por la falta de sueño, piel blanca con rastros de psoriasis. Me senté al lado, me convidó un cigarrillo. Me gustó que no me preguntara nada de nada, ni siquiera el nombre. Simplemente fumamos. Por un ventanal del costado vimos que la luna salió de atrás de un edificio y se ocultó tras de otro. La miramos pasar en silencio. Al principio solo fumamos, después él empezó a decir algo sobre La continuidad de los parques, como si el cuento de Cortázar tuviera que ver con algo que él experimentaba, de estar amenazado por algo o alguien, y me preguntó –se ve que se lo preguntaba él mismo- si creía que la mente podía plasmar una figura humana con el solo fin de asesinar a su creador. Yo le dije que la mente de cada suicida hace eso, convierte a su cuerpo en un cuerpo ajeno, para poder matarlo. Me miró interesado. El suicidio es una decisión honorable entre los japoneses, agregué. Yo sabía, y él sabía, que estábamos hablando de nosotros, y cuando después hablamos de Casa tomada ni él ni yo la consideramos en su significado político, sino psicológico o metafísico. En un momento me dijo tengo que subir, por si cae algún paciente. Venite, dijo, y me tendió la mano. Subí con él. La suya era una guardia poco requerida, no recuerdo de qué especialidad. Era residente. Pensé ahora va a querer cogerme en la camilla de este cuartito, en este hospital que parece tan desierto a la madrugada, tan desierto como si una invasión de extraterrestres hubiera vaciado la ciudad de humanos. Pensé: ahora todo se rompe, la hermandad se incesta, y me parece que esperaba eso sin desearlo y cuando no ocurrió lo deseé como se desea algo justo, un ojo por ojo, pero también lo deseaba como un consuelo. Pero él sacó un termo y el mate y nos pusimos a matear y retomamos el hilo, que entre nosotros pasaba por un terreno poco real, un poco desértico, medio amargo; era una hermandad de soldados desconocidos o potenciales suicidas, de filósofos de pacotilla, un poco hartos por el cansancio, la vida o la noche. Fumamos como chinos, tomamos mate y hablamos de otros cuentos de Cortázar y de las cosas que nos ocurrían a nosotros con esos cuentos. Cosas hondas, veraces. Habrán pasado dos horas, entre mate y mate. En un momento alguien se asomó y anunció una consulta. El flaco levantó las cejas como diciéndome hasta acá llegamos. Yo me levanté, le di un beso en la mejilla y le dije gracias por la compañía; él me saludó llevándose la mano vertical a la sien, con un breve saludo militar que no venía a cuento de nada, pero a mí me pareció de lo más simbólico. Caminé y caminé todas esas cuadras, y a medida que me acercaba a casa no sabía qué sentir. Es decir, sentía de todo, y me acobardaba la idea de entrar en mi casa. Me había mandado una flor de cagada con esa salida nocturna. Me interné en la plaza frente al Palacio Pizzurno y me senté en un banco, uno de esos bancos con tablas pintadas de verde. La sola idea de ir a casa me aceleraba el corazón de miedo. Si Ramón estaba despierto, qué vergüenza, cómo explicarle qué me pasó. No soy de llanto fácil, pero era una situación para llorar. Lo que tiene de malo es que una vez que empiezo a llorar, agarrate Catalina. Me largué a llorar con sacudidas de hombros, total estaba sola en toda la plaza. Eso creía hasta que un agente de policía se inclinó sobre mí y me preguntó: señorita, ¿le pasa algo? Debía pensar que estaba borracha, drogada, me pediría documentos y yo no tenía; ni se me había ocurrido agarrar los documentos, aunque sabía que no se podía circular sin la cédula y menos de noche. Me imaginé a la policía entrando en mi casa con armas largas y los titulares de los diarios: “investigación de policía solitario desmantela peligrosa célula subversiva”. Mientras sacaba de mi vaquero un pañuelo prensado y me sonaba los mocos, pensaba qué diría si el agente me preguntaba la dirección. Señora, aclaré, volviéndome a sonar la nariz y el policía cómo dice, que soy señora, no señorita, y no sabe cuánto lamento haberme casado. Yo ya había trazado mi estrategia de melodrama. Me vino a la cabeza el lenguaje, la lógica de mujer engañada, las palabras me salieron automáticas como nacidas del alma, lamento, comisario, no sabe cuánto lamento haberme casado, y no lo digo por la nena que es una criatura hermosa, la luz de mis ojos. Ahora mismo debería estar con ella controlando que no se le tape la naricita, que a veces se le tapa a la noche. Pero me fui. Me fui para no tirarle la plancha por la cabeza al canalla de mi marido. Porque hasta eso: lo esperé planchando mientras él cenaba con su socio. No me esperes a cenar que hoy ceno con Rodríguez, me dijo; tenemos que hablar de negocios. ¿Y no va que el socio me llama por teléfono y pregunta por él? Ni enterado estaba que mi marido lo usaba de excusa. Apenas entra le digo, ¿y vos, con quién estabas? Con mi socio, dice. ¿Ah, sí, con tu socio? El muy desgraciado apestaba a perfume de mujer. ¡Apestando a perfume de mujer! ¿No tendría que haberle tirado la plancha por la cabeza, comisario? y lloraba impulsada y por los nervios y la histeria. Me transfiguré tanto que encaré al policía y le dije ¿usted no será de esos también? ¿no?, con mirada desconfiada, acusadora, bien metida en el papel, que sentía de verdad por pánico. El agente se sobresaltó y me dijo, no, señora, yo soy un hombre cabal, pero usted no tiene que hacerse problema, los hombres son hombres, esto es un desliz, seguro, no es nada. Hoy en día las mujeres se regalan, y el hombre aprovecha. No es como la mujer. El hombre es hombre. Ahora se había puesto a darme consejos, que me tranquilizara, que me fuera a mi casa, que me acostara y ni me diera por enterada. Va a ver que mañana, de puro culpable, su marido hasta le trae un ramo de rosas. Así zafé. Increíblemente.

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Al otro día Ramón, que nunca me trajo el desayuno a la cama, esta vez me lo trajo y en medio de la bandeja tres rosas rojas se bamboleaban, ridículas, en un vaso, entre la taza del café y unas medialunas que estaban viejas: es que Ramón no sabe comprar, siempre le meten gato por liebre.