Desde Barcelona

UNO Lo primero que Rodríguez piensa que está pensando el joven Lewis es --como escribió Delmore Schwartz, su maestro y mentor en la Syracuse University-- que en los sueños comienzan las responsabilidades. Y Lewis sueña. Sueña mucho y se dice que su responsabilidad es y será la de hacerse cargo de sus sueños. Y los suyos son sueños raros, densos. Siempre lo fueron. Y lo son aún más desde que su padre --desesperado por las "variaciones de conducta" de su hijo: "temperamento frágil", "inclinaciones bisexuales" y "ataques de pánico"-- lo sometió a tratamiento de electroshock. Y, sí, el padre de Lewis intuye que su hijo no se lo va a perdonar nunca; pero es lo que hay, lo que se usa entonces. Toda esa electricidad como feedback dentro de la cabeza de Lewis. Y es que a Lewis le gustan tanto las angélicas voces del doo-wop; pero también le gusta mucho el ruido blanquísimo de guitarras desbocadas y el latido de percusiones diabólicas. Y bastante de eso y poco de lo otro es lo que Lewis aplica componiendo canciones para otros en discográfica especializada no en plagiar pero sí en imitar los éxitos del momento. Y, hey, ayer a Lewis se le ocurrió una de esas dance-songs (se la mostró a su colega en el escritorio de al lado: un galés medio loco y totalmente vanguardista que se llama John y con quien está en banda llamada The Primitives pero donde ya se atisba lo subterráneo y aterciopelado). Una de esas canciones que proponen instrucciones para nuevo baile: el baile del avestruz. Aunque a Lewis no le va eso de esconder la cabeza en la tierra. Lewis se siente más bien como poético cuervo modelo Nervermore.

DOS ¿Qué quiere ser Lewis? Lewis quiere ser animal del rock'n'roll, quiere transformarlo todo, quiere caminar por el lado salvaje y ponerse máscara azul y dejar de ser el tierno Coney Island Baby que sólo quiere jugar fútbol para el coach para vivir nuevas sensaciones en New York, ahí enfrente, tan cerca pero a la vez tan lejos. Lewis ya no quiere ser primitivo (aunque, piensa Rodríguez, en su foto de anuario escolar Lewis tenga un aire un tanto simiesco y cavernícola pero a la vez delicado y sensible). Sí: hoy Lewis va a enviarse un sobre a sí mismo; al 35 Oakfield Ave. / Freeport NY; a esa dirección en la que vive con sus padres y de la que quiere salir a toda costa en busca de nuevas direcciones. Y ahí adentro ha metido una cinta que grabó en su habitación junto a su amigo John. Otras canciones. Canciones diferentes. Canciones que no son para otros sino para él. Canciones acerca de esperar a un hombre que trae la tan deseada dosis, sobre pálidos ojos azules de chica que ya no lo miran porque están mirando a otro chico, sobre el subidón y el bajón de la heroína, sobre envolver los sueños propios en sueños. Y hasta alguna aproximación al folk tradicional y un cover con versos cambiados de su para él ya némesis Bob Dylan, a quien admira y odia al mismo tiempo: porque ese provinciano está ocupando ya nada más y nada menos que el sitio que debería ocupar él. Y hay y no hay simbolismo alguno en enviarse/recibirse a sí mismo. Por un lado es un acto de reafirmación. Por otro, es la maniobra que se conoce como "copyright de pobre": nombre y fecha del sello en el envoltorio precintado legitima propiedad y derecho sobre lo que allí se contiene. Y así ahorrarse el más costoso pago a la United States Copyright Office. No abrirlo entonces. Nunca. Mantenerlo cerrado. Siempre y para siempre. Y así el soñador joven Lewis llega hasta el buzón de la esquina (Rodríguez sueña que lo acompaña en esa breve caminata que tiene la épica no de irse dar la vuelta al mundo en 80 días pero sí de empezar a dar vuelta al género en 44 minutos) y mete el sobre por la ranura. Es el día perfecto del 11 de mayo de 1965 y --cortesía del cartero del barrio-- el sobre estará de regreso al día siguiente en manos de alguien que hasta ayer fue Lewis pero que a partir de hoy es Lou.

TRES Y todo lo que ahí se grabó en otro milenio (Rodríguez lo escucha ahora en tándem con el magnífico y tan actual y crepuscular MERCY, lo nuevo de John Cale, el colega aquel y futuro torturado por Lou cada vez que se reencuentran por casualidad o para componer el magistral Songs for Drella) ahora resuena en el precioso y reciente y tardío a la vez que temprano y añejado Lou Reed Words & Music / May 1965. Acústico y esquelético y doméstico, pero a la vez tan carnal y electrizante y callejero. Y fueron los curadores del archivo de Reed --años después de la muerte del cantautor en 2013-- quienes encontraron ese sobre cerrado en un estante, como si fuese la carta robada de su muy admirado Edgar Allan Poe. Y se preguntaron si correspondía abrirlo o no. Y se respondieron que sí y lo abrieron. Y ahora es la primera entrega del contundente Lou Reed Archive. Y sí: el rock ha mutado de ser música de tiempos cambiantes a un arte melancólica que se la pasa mirando hacia atrás, a cuando se era joven, revisitando arqueológicamente templos que jamás serán ruinas y que se conservan tanto mejor que las efímeras chozas del presente.

CUATRO Y a Rodríguez le gusta tanto oír a este Lou Reed casi inocente (Rodríguez lo leyó biografías suyas que, no en lo artístico pero sí en lo humano, no son otra cosa que aterrorizantes y vergonzosas rejuntes de maltratos de Reed a sus mejores amigos y cómplices) pero aún no responsable de lo que vendrá: la genialidad fundadora y mega-influyente de la Velvet Underground con patrocinio del factory man Andy Warhol. Y una carrera solista a menudo muy mal acompañada de sí mismo, fluctuando entre maravillas como Transformer y Berlin y Street Hassle y New Sensations y New York, pasando por el chirriante Metal Machine Music, para ir a dar a su música de fondo t'ai chi o ese tan heavy como "interesante" adiós junto a Metallica incluyendo al magnífico largo adiós de "Junior Dad".

 

Y, sí, Rodríguez admiró mucho a Reed de adolescente y lo sigue admirando de adulto; pero no puede quitarse de encima el sabor amargo que lo produjo la primera y última vez que lo vio en vivo y en directo. Allí, Rodríguez --luego de pagar lo suyo/mucho-- pensó que iba a ver/oír algo/alguien histórico. Pero lo que se encontró fue a un histérico artista que parecía despreciar a sus fans con insoportables y eternas versiones de tracks de sus entonces recientes Set the Twilight Reeling y Ecstasy. Y Rodríguez pensó que había algo terrible en la contemplación de alguien que cobra caro por su leyenda y se niega a pagar lo que corresponde por merecer/usufructuar de ese raro privilegio. A la altura de los bises, Reed entregó desganados "Vicious" y "Sweet Jane" como si arrojara huesos viejos y pelados a melancólicos perros famélicos apenas dignos de su presente y fulgurante presencia. Rodríguez se quedó con hambre entonces y salió de allí pensando en que ese tipo parecía un adolescente más irresponsable que soñador. Ahora, con Lou Reed Words & Music / May 1965 --oyendo a ese adolescente de verdad-- Rodríguez se reconcilia con aquel Lou que fue Lewis. Y le dan ganas de enviarle, más allá, una carta contándole que sus sueños se harán realidad; pero rogándole que, por favor, sea un poco más cuidadoso y no se convierta en una auténtica pesadilla para casi todos los que soñarán junto a él y a sus palabras y a su música: ese rock and roll que salvará a más de una vida incluyendo la suya.