Late como si el corazón quisiera escapársele por entre los dedos. Punzan en la palma y en el dorso un millón de agujas a la vez. Duele. Al sonido del candado clausurando la puerta lo siente como un alivio. Por un instante, el susto se aletarga; pero enseguida revive en el hedor del miedo que expele su cuerpo y que le impregnaron los años de cosas repetidas: mismos días, misma silla, misma puerta, mismo Cristo crucificado, testigo inmóvil de su claustro. Con la mano libre intenta soltar el nudo que la sujeta a la cama; se despelleja la punta de los dedos, se le astillan las uñas. Falla. Una vez más. Como cada vez que la ata. Con el fracaso llegan las lágrimas. Lágrimas mudas, porque le parece inútil gritar. Piensa -se obliga- en el hijo que ya ha de ser un muchacho hecho y derecho, a la imagen del abuelo que lo educa, que lo cuida. Piensa que el muchacho ha de ser tan buen mozo, como su papá. Y así, en la penumbra y decretando la belleza de los rostros perdidos, poco a poco se inventa una nueva calma.

La bestia se demora. Van para seis horas y sigue atada y sola. Se siente aturdida. Necesita moverse, necesita una voz, necesita mear. Golpea con el talón el piso de madera para que la escuchen abajo y la vieja le abra la puerta y, a la luz de la tarde, le pregunte qué mierda quiere. El orinal. Quiere el orinal. Insiste dos, tres veces más hasta que recuerda que la vieja ha muerto, y que el viejo prefiere mantenerse al margen de lo que ocurre en la planta alta de su casa, como si con sólo negarlo, como si con sólo cerrar los ojos y taparse los oídos, la monstruosidad que habita se desintegrara en el aire y se perdiera entre los poros húmedos de la paredes desconchadas.

No aguanta más. Afloja los músculos del abdomen y del pubis y deja que la orina caliente impregne de amoníaco el colchón hediondo sobre el que pasa la mayor parte del día, donde el hombre la fuerza a abrir las piernas y la deja durmiendo sola cuando él ya no quiere más. La bestia se va a enojar, pero prefiere no pensar en eso ahora que siente alivio; de todas formas, por cualquier cosa, por sucia, por puta, se va a enojar. Mejor disfrutar de la calma breve mientras dure; cierra los ojos, pero el olor la trae de nuevo al lugar del miedo repetido.

Late, punza, duele. Perdió la cuenta, pero lleva más de 20 años así. Y aunque no sabe qué ni cómo hacer para que todo termine, no se resigna ni se acostumbra. Piensa de nuevo - se obliga- en el chiquito que fue su hijo, el muchacho que ha de ser ahora. La última vez que lo vio estaba jugando con otros chicos del barrio. La bestia le dijo: allá está. Y después de unos segundos puso en marcha el auto y se la llevó lejos, a otro lugar, uno con mesas y un arroyo. Tomaron mate, la bestia le hablaba, parecía otra persona, amable, ingeniosa: el que la había conquistado años atrás. Pero después, al final del día, le borró la sonrisa feliz de un sopapo y la encerró para que no se le ocurriera, por el bien de ella y del chico, volver a pedirle nada, nunca, jamás.

Desde que la vieja murió, siente que la acaricia desde lejos un vientito de aroma conocido. La bestia la saca para hacer las compras. O la manda sola hasta la verdulería de la esquina. Vas y volvés -le dice él-, o son ellos los que van a sufrir por vos. Los que van a sufrir por ella son el muchacho y el abuelo: su hijo y su papá.

Él no miente, piensa ella: tiene amigos en la policía, en los tribunales, en toda la ciudad. Hace las compras que le ordena y descubre que el aroma que reconoce es el del andar libre, pero dura apenas nada; lo cubre enseguida el hedor del miedo, que la devuelve rápido a la casa, obediente, como una yegua vieja que después del pastoreo imagina la punta del látigo y se mete solita y mansa al corral.

Duele. Late, punza y duele. Y llora ahora. Llora con furia, desespera, presiona el nudo con los dedos lastimados, casi sin uñas, sangrantes, y al fin siente que el lazo se afloja. Se mueve apenas, pero se mueve. Insiste más allá del dolor, de la carne lacerada, hasta que logra desarmarlo. La mano se deshincha lentamente, la sangre vuelve a irrigar los dedos y las punzadas se hacen más fuertes hasta que empiezan a ceder y desaparecer. Está libre. O casi. Pero las manos ya no duelen tanto y eso es todo lo que ahora importa. Se acerca a la puerta más por instinto que por reflexión; porque si lo pensara, sabiendo que hay un candado clausurándola, ni siquiera se molestaría en levantarse de la cama. Pero es la necesidad de aire, de sol, de vida, la que la lleva hasta el picaporte. Y la puerta se abre. El sol le estalla en la cara. No hay ningún candado. Nunca hubo un candado, sospecha ahora, y no le importa. No le dan ganas ni de reír ni de llorar.

Desciende la escalera que da al patio. En la planta baja viven los padres de la bestia; el viejo, porque la vieja ya se murió. Abre la puerta y lo ve al anciano, casi un ente delante del televisor; él también la mira y no se sorprende de verla ahí. La mira y no dice nada. Se ruboriza y no dice nada. Sube el volumen del televisor.

Sobre el mueble del comedor encuentra unos billetes dispersos, algunas monedas: el vuelto de las compras de la mañana. Se los guarda en el bolsillo del vestido manchado de orina. Camina hacia la puerta de calle sin pensar, otra vez la lleva el instinto. Pero esta vez sí la encuentra clausurada. No hay copias de las llaves a la vista. Y si hubiera, el viejo no se las iba a dar. Lo mira con cansancio. Ni por un instante se le cruza por la cabeza obligarlo. No sabe cómo, no podría. Y, además, la sola idea de la huída la hace temblar hasta impedirle mantenerse en pie.

Deja los billetes y las monedas donde estaban. Los deja hecho un bollo sucio y arrugado. Se sienta a la mesa todavía temblando. Saca una manzana de la frutera y la muerde. Es dulce y jugosa. Cierra los ojos y llora. Tiene que volver a la pieza. Si la bestia la encuentra ahí, la va a castigar. Pero no puede levantarse de la silla, no tiene fuerzas, ni ganas, ni voluntad. Y es tan hermosa esa manzana.

De pronto oye que se abre la puerta de calle y el corazón se le detiene. ¡Cerrá que me cago!, le grita al viejo un bulto que cruza la sala como una exhalación. Es la bestia, que ni siquiera la sospecha ahí abajo, en la cocina, apenas respirando. Quedó la puerta abierta de par en par. Tiembla aterrada. El viejo mira fijo la pantalla del televisor, sube el volumen un poco más. Deja la manzana. Se levanta. Mira al viejo, la mesa, la frutera donde brilla la pulpa dulce de la fruta recién mordida. Llegan desde el baño los ruidos repugnantes del alivio de la bestia. Tiembla y parece que se va a caer. Agarra el bollito de plata. Tiembla y apenas si puede moverse. Sale a la calle con paso lento, arrastrando los pies para que el vértigo no la desplome. Le aterra la idea de que algún vecino empiece a gritar y la delate. Tiembla cada vez más. Pasa un taxi y le hace señas. Sube al auto con torpeza, como si arrastrara todavía el lazo que la sujeta a la cama, a la casa, al castigo del hombre. Tiembla. “A dónde la llevo”, oye. Se atraganta con saliva. Tiembla. Se siente aturdida, como si flotara en el vacío y a la vez cayera por un embudo en espiral. Tiembla, carraspea. Dice “arranque” y por fin se va.