Los inocentes es un título sugestivo en su vínculo con las narrativas infantiles. El primer recuerdo es la versión fílmica de 1961 de la nouvelle de Henry James, Otra vuelta de tuerca. The Innocents era su título original aunque en su versión local haya recibido uno más explícito como Posesión satánica. Protagonizada por Deborah Kerr y dirigida por el inglés Jack Clayton –quien venía de debutar con la extraordinaria Un lugar en la cumbre dos años antes, en el marco del despegue del Free Cinema-, The Innocents respeta la narrativa gótica de James y el ambiguo punto de vista de la institutriz interpretada por Kerr en relación a la verdadera identidad de los niños que debe cuidar. ¿Quiénes son, en realidad, Miles y Flora? ¿Dos niños inocentes poseídos por los espíritus procaces de sus cuidadores de antaño? ¿O esa posible percepción del deseo y la inmoralidad adulta proviene de la mente reprimida y obnubilada de la institutriz que debe velar por ellos? La inocencia infantil es el punto de tensión para James y Clayton, un enclave cuya única solución posible radica en saber quién efectivamente nos está contando la historia.

Ese mismo interrogante acompaña el título de la noruega De uskyldige (“El inocente” en su traducción), convertido para el estreno local en el más transparente Juego de niños. Escrita y dirigida por Eskil Vogt, asiduo colaborador en los guiones de Joachim Trier –director de la trilogía de Oslo cuyo cierre con La peor persona del mundo (2021) le valió la consagración internacional-, la película explora la niñez desde una dimensión habitual en este tiempo, vinculada con el descubrimiento de los límites de su poder y la compleja confección de la moral, pero con un giro inesperado, profundamente perturbador. Porque, a diferencia de lo que proponía Henry James en Otra vuelta de tuerca, donde el filtro adulto siempre operaba sobre el universo infantil permitiendo en esa mirada externa el surgimiento del horror, Vogt consolida la perspectiva interna de los niños como clave del relato, dejando todo rastro del mundo adulto en el fuera de campo, un decorado imprescindible pero impotente frente a esa lógica que distingue el bien del mal.

Todo comienza con la llegada de una familia a un enorme complejo habitacional en los suburbios de Oslo, una mudanza durante las vacaciones que ubica la pérdida y la extrañeza en una zona aún más crítica. Ida (Rakel Lenora Fløttum), de solo 9 años, viaja junto a sus padres y su hermana mayor Anna (Alva Brynsmo Ramstad) hacia su nueva casa. Mientras la cámara la muestra observando el entorno por la ventanilla, con los rayos de luz del verano rozando su tez blanquecina y su pelo rubio, un sonido emerge de manera rítmica, insistente. Son las expresiones de Anna que celebran secretamente la llegada al lugar. Anna evidencia un trastorno del espectro autista, su lenguaje se limita a sonidos rítmicos, y su aparente inexpresión del dolor intriga a Ida, quien la pellizca como insidiosa provocación. La mirada de Ida concentra una mezcla de celos y rencor por la atención que Anna demanda a sus padres, al mismo tiempo que una insistente curiosidad, un interés por ese mundo secreto que guarda tras su mirada.

En ese verano soleado, Ida pasea por los alrededores del edificio, el parque infantil, el bosque lindante. Allí descubre a Benjamin (Sam Ashraf), un niño solitario y maltratado con quien entabla una incipiente cofradía. Ben abre a Ida al poder de la telepatía pero también al terreno de la crueldad que ella ya había explorado con los pellizcones. Convertidos en un dúo algo marginal en ese mundo amable del condominio, Ida y Ben construyen un vínculo complejo y dependiente, tensado con la aparición de un nuevo eslabón, la pequeña Aisha (Mina Yasmin Bremseth Asheim). Aisha vive sola con su madre enferma, quien le exige los rezos y las plegarias como competencia de sus juegos y sus charlas imaginarias. La nena se une al grupo de Isa y Benjamin a través de Anna, con quien entabla una conexión poderosa de empatía y entendimiento, una especie de unidad frente a la otra dupla, displicente en sus pequeñas mezquindades. ¿Pero es así como se dividen los niños? ¿Los buenos y los malos, los discriminados convertidos en verdugos y los dolientes en salvadores? Vogt sitúa su mirada en la emergencia del poder y el asomo de la conciencia de sus límites, no como nacida de una moral social sino de una ética instintiva, esquiva a la regla adulta, forjada en esas fronteras donde el juego pierde su condición y se transforma en tragedia.

Algunas de esas ideas estaban en germen en el guion de Thelma (2017), aquella historia de terror y superpoderes que escribieron juntos Vogt y Trier. Dejando de lado la puesta en escena suntuosa y algo exuberante de su amigo Trier, el mundo de Vogt es áspero e impenetrable, con una geometría urbana que contribuye al enigma; los espacios del hogar fragmentados y carcelarios, las escaleras retorcidas, los depósitos cuadriculados, todo ese mundo en apariencia mundano es visto desde los ojos de los niños que intentan habitarlo, sortear sus peligros, torcer su funcionalidad. Una y otra vez Ida lleva a Anna a sus salidas al parque infantil, al encuentro con Aisha y Ben, en el que los poderes son la maravilla que permite sortear las restricciones. Pero Ida percibe el cambio que se gesta a su alrededor, aquello que la invoca y la excluye, una unión con su hermana que nunca había conseguido, la embriagante autonomía de Ben que la intriga y la aterra. Los adultos son apenas voces del entorno, mandatos que deben cumplir sin comprender del todo, interlocutores incapaces de entender lo real que están viviendo. La película diseña con interés ese mundo foráneo para luego desplazarlo de la mirada, haciendo de los niños los absolutos protagonistas.

Juego de niños funciona como una fantasía, un mundo mágico en el que las piedras se mueven con la mente, el agua y la tierra reverberan impulsados por la furia, los adultos son marionetas de sus pequeños titiriteros. Y esa fantasía parece tan real como una pesadilla en la que lo familiar está ahí, como siempre, apenas distorsionado. Ese gesto es el que concita el mayor logro de la película, la exime de una deriva hacia lo extraordinario situando sus fronteras de manera tan cercana que resulta imposible soslayarlas. Los niños de Otra vuelta de tuerca asustaban porque su discurso adulto rasgaba el velo de inocencia que la atormentada institutriz había impuesto a la niñez para protegerse a sí misma. Vogt desnuda el discurso de pretensiones explícitas, su cámara sitúa la arena en disputa sobre el contorno de la plaza infantil, una corriente interna que dispone el bien y el mal bajo los juegos infantiles y el griterío de la tarde. Nunca fue tan ominoso aquello de apariencia tan inocente.