“Llegamos a Miami y estaba lloviendo tremendamente. Pero llega Ricardo Fort y sale el sol, chicos”, dice Ricky para describirse a sí mismo, modestia aparte. Y la popularidad que está teniendo la docuserie sobre su vida quizás le siga dando la razón. Porque si hay algo que la productora 20/20 films seguramente entendió a la hora de emprender esta biopic es hasta qué punto Fort, aún nueve años después de su muerte, sigue siendo una estrella en el cielo de nuestros memes.
Basta volver a ver la escena en la que él mismo se inmortalizó retando a su mamá por haber cortado toda “la luuuuuz” al meter un cuchillo en el enchufe: no perdió gracia. Será por la mezcla de retrato de entrecasa -nada más cotidiano que comer una milanesa en cueros frente a la tele- y de caricatura de niño consentido que ve en su madre a la responsable de todos sus problemas… Sea por lo que sea, Fort sigue siendo -quizás ahora más que nunca- un amuleto para despistar snobs. Y el santo de nuestros placeres culposos: créase o no, con sólo googlear “estampita” aparecen en primera línea y en este orden: Cristo, Messi y Ricardo.
Fort y la fábrica de gatos
Sin el cinismo con el que se suele mirar a la chatarra cultural, El comandante Fort se propone entonces desentrañar en cuatro episodios de qué estaba hecha nuestra Nannis de los 2000: un viaje al corazón de lo que sea que haya habido en el fondo de tanta ansiedad por la cámara, griterío 24x7 y ese cóctel de Coca Zero, cigarrillos y analgésicos que era su vida diaria.
Ricky se imaginó a sí mismo presentado a partir de una lógica de producción de contenidos que mucho tenía que ver con lo que luego sería la de las plataformas como Instagram, YouTube, TikTok. Fue su propio espectáculo. Calificado de mersa, visionario y emprendedor, se convirtió en el protagonista del primer reality de famosos de la Argentina. Pero nadie sabe realmente qué pensaba: dónde empezaba la persona, dónde terminaba el personaje, y a partir de qué momento habría que hablar de un fenómeno… “Hasta hoy”, promete la serie.
Mucho se ha dicho de su obsesión por convertirse en celebrity pero pocas veces se menciona que las dos estrategias que tuvo que poner en juego para conseguirlo eran, en definitiva, respuestas a la homofobia reinante. La primera tiene que ver con haber esperado la muerte de su padre, que ocurrió cuando Ricardo estaba por llegar a los 40, para arremeter con su plan de insertarse cueste lo que cueste en los medios.
La segunda estrategia fue el montaje de romances con bailarinas en ascenso y aspirantes a botineras, relaciones que años después fueron relatadas como un acuerdo win-win en el camino a la visibilidad en pantalla. Y, en el caso puntual de Ricky, como peaje de heterosexualidad que debía pagar para ingresar al mainstream mediático. Sin olvidar que esas escenas convivían con otras mucho más ambiguas: todo estaba a la vista en Show Fort, el programa en el que Ricky viajaba por el mundo con un harén de modelos jóvenes masculinos, a los que llamaba ”mis gatos”.
El lujo está en los detalles
Ricky era la fusión perfecta entre sushi y choripán. El wannabe de una parte de la burguesía argentina pero también lo grasa por definición -“¡Yo no invierto, chicos, yo gasto!”-. Es decir, esa exhibición narcotizante de su estilo de vida con lujo de detalles, que su padre tanto le reprochaba.
En El comandante Fort, aparece como alguien que se construyó a sí mismo entre los mitos de la meritocracia, una estética de menemismo residual -durante el mejor kirchnerismo- y la autoayuda. De hecho la serie recupera un material de archivo en el que Carlos Menem le pide plata abiertamente para hacer campaña. Todo esto es algo que también se reconstruye, maravillosamente, en el podcast Basta chicos, conducido por Damián Kuc, y producido por Spotify y la revista Anfibia.
Y en cuanto a su dimensión new age: Fort era un divulgador de El secreto. La ley de atracción, un libro que se puso de moda entre famosos en esos años que, en resumidas cuentas, decía que para lograr algo alcanzaba con desearlo mucho. Un fenómeno similar a cuando todas las modelos argentinas leían a Osho.
En relación al “poder performático del deseo”, Fort ofrecía como prueba su propio recorrido: “Me estoy imaginando que soy jurado de Bailando por un sueño”, dijo un día desde la vereda de un bar de South Beach. Y poco después, si bien no logró ser el Chayanne del Río de la Plata como quería, ya sea por envidia, por admiración o por consumo irónico, pudo poner a todo un país a hablar de su persona durante años.
Si bien por medio de la espectacularización de su vida cotidiana Fort logró su cometido de ser influencer cuando todavía ni se conocía esa palabra, la serie lo retrata en un estado de fragilidad inusual. El comandante Fort busca, se podría decir, el alma detrás de la hipertrofia de sus cadenas musculares, de los tapados de piel sintética, de los chupines sopapa. La busca dentro de sus descapotables y en el rincón más frío de su piscina.
De ahí, el sabor un poco melancólico que deja: más allá de todo lo que se pueda decir sobre el clisé de la tristeza de los ricos, queda muy a la vista por ejemplo su vigorexia como padecimiento camuflado como glamour. Ese fue sólo uno de los asuntos que no pudo resolver a pesar de la carta blanca que parecía ser su fortuna.
El comandante Fort es un retrato que lo muestra más vulnerable de lo que probablemente él mismo se sentía. La serie deja entrever eso: cómo en ese show de ostentación en el que el monotema de conversación eran los ceros que gastaba en esto o aquello, en un momento la billetera ya no pudo hacer nada frente al deterioro físico y emocional. Al final de cuentas, chicos, no todo se consigue en Miameee.