No sé si es casualidad pero que justo en verano, en enero más precisamente, se hayan conocido los veredictos de dos juicios, casi uno seguido del otro, en dos semanas consecutivas llama la atención. Primero el juicio por la aberración de lo que ocurrió en La Pampa con la muerte de un niño en manos de su propia madre con la concurrencia de su compañera, con quien estaba casada, terminó con la sentencia ejemplar de prisión perpetua para ambas, madre y esposa. Creo que desde siempre la gente se ha visto llamada a participar y presenciar no sólo las sentencias por delitos únicos en su inconmensurabilidad, sino que tambien y especialmente a presenciar cómo alguien era ajusticiado, ya sea en la hoguera como en la guillotina, ya sea con el hacha como en la horca, o también cuando alguien era enviado a una prisión oscura de por vida o alejado de la civilizacion a una isla perdida en medio del océano.

Todo eso despertaba el máximo interés en gentes de diversas proveniencias, pero indudablemente en lo profundo de cada uno, más allá de todas las consideraciones intelectuales de apoyo o denostación del acto, a juzgar por el griterío o por las caras descompuestas que podemos ver en pinturas ante esos hechos, todos parecían gozar de una u otra manera cuando veían incendiarse en la hoguera a esos reos.

Cuando escuché la sentencia de prisión perpetua a algunos de los jóvenes que habían matado a otro casi adolescente como ellos, y a tres de ellos a 15 de prisión, por la misma muerte, tuve una sensación de angustia importante. Jóvenes tan jóvenes con la perspectiva de una vida entre rejas, como ver a alguien que de pronto se queda ciego cuando había gozado de la vista hasta ese momento.

Al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en la infinidad de juicios que no se tramitan, en la enorme cantidad de muertes que no se castigan, de delitos que no se pagan, y uno en esos momentos tiene como un momento de vacilación, de duda, una duda perfectamente humana porque estaríamos locos si no tuviésemos un momento donde nos preguntamos si las cosas son correctas como están.

No quiero cansar al lector con pensamientos que hasta pueden tener, en una de esas, un tinte de sermón aunque creo que no me dirijo a nadie. Puede ser que suene egoísta,  pero la invitación es tan sólo a reflexionar para poder seguir en esta barca de locos, como eran condenados antes los locos a vagar por los mares. Esa barca que representa tan bien un Felini en nuestra modernidad, esa barca de la que no nos podemos bajar porque en ella se nos va la vida. Seguimos en la barca de Noé y no nos hemos dado cuenta, nos creemos en tierra firme y un bandazo nos recuerda el barco en el que estamos metidos.

Estamos de lleno en el famoso escrito de Freud El malestar en la cultura, en el que se trata justamente de un malestar ineludible en la civilización. El hecho de vivir en civilización implica necesariamente una convención, un acuerdo social a respetar, sabiendo que es imposible conformar a la totalidad de los individuos, como nuevamente destacaba Freud mismo sobre la imposibilidad de gobernar, de educar y de psicoanalizar, en el sentido que no puede haber satisfacción total ni para la mayoría de los sujetos sociales ni para el individuo en su soledad. Siempre queda un grado de insatisfaccion que no nos da derecho a quitar valor a aquella convención siempre modificable por lo demás. 

Es por esto por lo que surge la angustia, por el agujero, por la hiancia inevitable que hay en toda decisión, es como si de pronto se nos apareciera la fuerza de la castracion – Freud dixit -, es decir la fuerza de lo imposible, la fuerza de ese malestar que estará siempre y que nos muestra nuestra finitud y la vigencia de esa imposibilidad de satisfacción completa. Cuando se pasa la línea de esa satisfacción posible caemos en un exceso por el cual pagaremos nuestro precio de una u otra manera, socialmente o en la soledad de nuestro sufrimiento.

 

*Psicoanalista. Coordinacion Psicología en Rosario12.