En la puerta de Distrito Siete la gente se agolpa esperando entrar. Hay excitación de música con olor a verano, con espíritu de reunión tribal y birra en lata, de ceremonial sonoro y de glam nocturno. Es un viernes 12 de febrero en Rosario, según dice el póster, y en letras más grandes el nombre de Ayelén Beker, quien presenta su disco “Furia”. Hasta allí es toda información documental, las primeras páginas de la historieta Las mil formas de la noche nos ubican en el día que la cantante trava Beker presentó su primer disco en su ciudad natal.
De la visión aérea de una muchedumbre esperando en la calle se pasa a la intimidad del camarín, a planos detalles que dejan ver los rastros de carmín, labios brillantes de rouge, una foto de la Difunta Correa y un sticker de un osito cariñoso, objetos fetiches junto al set de maquillaje. Ese paso de la escena callejera a la máxima intimidad es un modo de arrasar con las fronteras que separan lo público de lo privado, un juego de ida y vuelta que la historieta convierte en pequeñas estampas de intensidad, de excitación, de mezcla de ritual pagano y costumbrismo nocturno. Ayelén Beker es un puente, es un cruce entre la experiencia estética y la rutina, entre el éxtasis del ritmo y los sentires pedestres. A tres voces, las ilustradoras Rouse y Malena Guerrero y la escritora travesti Morena García juntan sus miradas para cruzar de distintas maneras ese puente para reunirse con las vibraciones de Beker, para tramar distintos caminos que les permitan recuperar dimensiones múltiples del artivismo.
¡Cumbia trava!
El libro Las mil formas de la noche tiene dos caras y dos colores, pero en realidad es un diálogo entre distintos recursos que no se agotan en esa dualidad sino que se proponen una fusión de opuestos y complementarios para vislumbrar esos sentimientos que mezclan luces y sombras.
La primera parte, que sigue la noche de presentación del disco de Ayelén Beker, está contada con dibujos y casi sin palabras, en silencio, como un paradójico musical mudo. La noche cumbiera en todo su terreno: de la calle y los encuentros entre el público hasta el intimismo de camarín hasta llegar a la explosión musical en escena. Todos esos pasos trazados desde una torsión queer de la cumbia: putos de pupo a la vista y remera de red, tortas con peinado de crin de yegua salvaje, travas de bandana y de garras; hay perreo en minishort, maquillaje y tranzas en el baño, birras que estallan a la par, besos y selfies en la previa al pogo.
En medio del relato silente, las únicas palabras que pronuncia la Beker son “Furia Travesti”, la frase que la traviarca Lohana Berkins nos dejó como legado y que ya Marlene Wayar convirtió en título de un libro. Así, Ayelén Beker con su disco Furia de 2021, compuesto en plena pandemia, se une a la revolución del artivismo trans y produce otro efecto secundario de ese grito primario a través de sus canciones, y esta historieta le pone otros colores a esas letras.
Pintando todas sus páginas de combinaciones de azules y rosados, el libro no propone una duplicidad sino una gama, una escala posible que parte de dos colores para crear todo un recorrido por superficies lisas y ásperas, por modulaciones cromáticas, por saturaciones y esfumados. En ese tránsito del color que va del éxtasis visual al fondo blanco, el relato del recital representa con justeza esa comunión orgiástica, esa bacanal arriba y abajo del escenario cuando la música se hace cosquilla, sensualidad, fiesta, orgasmo, fiebre. Después el relax, el cigarrillo tras el polvo, la pasión enciende la braza: donde hubo Furia, cenizas queman.
Copeteo y poesía
La segunda parte del libro es una puerta a otra cara de la noche: la deriva callejera, el copeteo barrial, patear hasta marearse y alucinar algo parecido a una revelación o “el canto profético de aquellos pájaros que anuncian la mañana”.
Contracara del show y la performance, el relato plantea un encuentro travesti donde aparecen las palabras no como diálogos sino como reflexiones poéticas que acompañan los dibujos de una ciudad sin pintoresquismo: la Rosario sin monumentos ni banderas, donde la luna se refleja en la zanja y las estrellas brillan como los leds del cartel de un kiosco donde comprar un vino en cartón. Ese encuentro es filosofía trava que pasa de una a la otra para desarmar a la estrella, a la artista glam montada en escena, la Ayelén totémica que hace temblar a multitudes.
La voz del relato es la de una fan que hace una “entrevista improvisada” a la cantante trava y terminan copeteando en un cordón. Esa voz tiene el peso específico de los textos de la poeta travesti Morena García, que convierte a la breve crónica nocturna en una ruptura del idealismo con que se vive la experiencia del arte y una celebración de la sensibilidad mundana que nos afianza como comunidad.
Este relato cierra Las mil formas de la noche y descuelga el póster de la artista brillando como superhéroina para hacerla pisar el asfalto con los tacos, que también pueden sacar chispas que queman de verdad. “Esa piba ideal en mi cabeza se despedazaba como se caen las mentiras. Como se disuelven las nubes antes de que las bese el sol. Moría ante mí mi ideal, mis ganas egoístas de ponerle un cuerpo a la fantasía en mi cabeza. Y nacía ella, una pendeja palpable, una antiheroína para mis desvelos y les de muches”, es una de las conclusiones de ese encuentro con Ayelén Beker.
Y al final, en la historieta, el cielo y el empedrado no son lisos sino igual de rugosos, texturados, porque el camino arriba y abajo hay que desandarlo de la misma áspera manera.