Nuestro querido Osvaldo Bayer los conoció muy bien. Y los siguió de cerca. Escribió sobre ellos largas y esclarecedoras notas, y especialmente sobre la que llamaron “la excursión americana” (que es algo que pocos conocen, aun entre los anarquistas), cuando vinieron, hacia mediados de la década del ’20, en busca de fondos para la revolución en España, para la revolución en general. Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso, Gregorio Jover Cortés, los tres más grandes dirigentes que tuvo el movimiento, y que se vincularon en la década (que cubrió la protesta en tierras americanas y argentinas) con los movimientos hermanos de América latina. El primero de ellos fue el más destacado e importante, jefe indiscutido de las “columnas” que defendieron Madrid del ejército de Francisco Franco, y que pelearon en Cataluña y Aragón y muchos otros frentes de la guerra civil, llegando en un momento a dirigir y gobernar parte de esas regiones, hasta la derrota de la República Española.
Buenaventura Durruti había nacido en la ciudad de León, el 14 de julio de 1896, por los días del centenario de la revolución francesa, y mientras en Londres la Internacional excluía a los anarquistas de su seno. Ni el mismísimo Carlos Marx imaginaba entonces la dimensión exacta de su error y lo que este costaría a todo el movimiento proletario, pero ya desde entonces la izquierda era enemiga de las acciones, el combate, el terrorismo individual. Karl Liebknecht (cofundador con Rosa Luxemburgo de la Liga Espartaquista y el Partido Comunista de Alemania, asesinado en 1919) manejaba la asamblea a su guisa, los socialistas parecían autómatas; “Bismark no lo hubiera hecho mejor”, dijeron los anarquistas.
Su escuela primaria fue más que distraída; su director, Ricardo Fanjul, podrá decir que era un buen crío, de sentimientos nobles, muy afectuoso y dotado para las letras, pero cuando tenía siete años su padre cayó preso por su participación en la huelga de los curtidores y eso lo marcó más que cualquier escuela. Reclamaban una peseta y media por día, y una jornada de diez horas; por esas miserias había que arriesgar, entonces como hoy, la vida. Liberado gracias a la protesta de la población, el padre no se doblegó, prefirió cambiar de oficio antes que ceder, se hizo carpintero de la Compañía de Ferrocarriles. En su casa vivían cada vez peor, no quiso estudiar más. “Había demasiados profesionales y tenderos en España como para que yo engrosara la lista”. Él debía defender a aquéllos que no tenían ningún fuero, ésos que cazados como perros en cualquier lugar no tenían ni abogado ni ley, sólo sus cuerpos y sus manos para defenderse y para crear la riqueza en la que se bañan los poderosos. Se empleó como aprendiz mecánico en el taller de maestros que eran admiradores de Pablo Iglesias y de Paul Lafargue. Ellos prometieron a su padre que no solamente harían del mozo un buen mecánico sino también un buen socialista. Solo en lo primero no se equivocaron. Llegó rápidamente a tornero de segunda clase. Y un poco más lento pero definitivo a las ideas libertarias que para él eran la esencia de lo que los socialistas declamaban y olvidaron. Adhirió a la Unión de Metalúrgicos en abril o mayo de 1912. Luego, a la C.N.T. (Confederación Nacional del Trabajo), constituida en 1911, en la que pasó a ser figura destacada.
Durruti comenzó por recorrer y conocer a fondo Andalucía, donde los propietarios terrenos eran, más que señores feudales, verdaderos monarcas, y luego hizo lo mismo en otras regiones de España, antes de marcharse a Francia huyendo de la persecución policial de que era objeto. En París, consiguió entrar a los talleres de Renault, y desde ahí siguió militando y sosteniendo que “la misión del revolucionario no es solamente la de desencadenar la rebelión violenta, con las armas en la mano, sino también, y sobre todo, la de segregar la revolución a cada instante, pues sería gracias a este ejercicio de participación directa como la clase obrera descubriría en sí misma su propia teoría de la revolución”. Desde ahí, con Francisco Ascaso organizaron y emprendieron el retorno en fuerza a España, pero en ese tiempo el comité de Barcelona les encargó difundir sus ideas y su lucha en América, con lo que emprendieron “la excursión americana” al regreso de la cual (muy accidentado, y más comprometido) recalaron nuevamente en Francia.
El Movimiento Libertario quiso fundar en sus orígenes una sociedad libre y sin Estado, sin clases sociales y sin propiedad privada de los medios de producción. (Nada parecido a lo que pregonan estos nuevos ”libertarios” que ha generado la ultraderecha argentina). En realidad, Durruti, durante sus exactos cincuenta años de existencia, inquieta, audaz y voluntariamente activa y transformadora, vivió todas las vicisitudes esperables, francamente novelísticas. Trabó amistad con Sébastien Faure, uno de los defensores de Alfred Dreyfus, creador de la escuela libertaria La ruche (La colmena), varias veces encarcelado, iniciador de la Enciclopedia anarquista, teórico y promotor de “la síntesis” del movimiento; con Volin (en su origen Vsevolod Mikailovitch Eichenbaum), prestigioso anarco-comunista ruso, antiautoritario, escapado de la célebre y terrible Tcheka, muerto de tuberculosis en París en 1945; con Makno (Néstor Ivánovich Makhnó), líder anarquista ucraniano, quien se negó a apoyar la Revolución de octubre, del cual llegó a ser íntimo amigo ya que, además de las ideas, los unía una gran afinidad temperamental.
Siguió siendo un destacado dirigente de los anarquistas, como señala Abel Paz en su libro Durruti. El pueblo en armas: “En un clima saturado por el culto a Stalin, Durruti osó dirigir un saludo a los trabajadores rusos, recordándoles la obligación que tenían de ayudar a los revolucionarios españoles para saldar la deuda que con ellos habían contraído cuando la Revolución de Octubre. /.../ En esa carta, Durruti hablaba de revolución, de los trabajadores, pero en ninguna parte aparecía “el Padre de todos los Rusos” ni el “glorioso” partido bolchevique. Esa carta fue publicada por la prensa española y debió ser leída también en Moscú, en ocasión de las fiestas de la Revolución de Octubre”.
Los primeros años de la década del treinta los dedica a preparar la lucha insurreccional, y finalmente a la formación de la Columna que partirá, luego del levantamiento franquista, y una vez asegurada la defensa de Barcelona, el 24 de julio, rumbo a Zaragoza. Al frente de la misma, en noviembre del mismo año, 1936, será asesinado cuando intentan recuperar el Hospital Clínico, en la defensa de Madrid.
Tanto en España como en el resto del mundo habían quedado fascinados por su personalidad. Prueba de ello es que, a pesar de las diferencias ideológicas, el gran escritor ruso Ilya Ehrenburg, mitad disidente mitad oficialista, dijo a su muerte: “Sobre este hombre nunca podrá escribirse una novela”.
Mario Goloboff es escritor y docente universitario.