De vez en cuando, espasmódicamente, eventualmente, la televisión local recuerda que la mitad de la población menstrúa, menstruó o menstruará aproximadamente una vez por mes durante casi cuarenta años. Este hecho biológico caprichoso (no todos los mamíferos lo hacen), que por momentos parece una performance camp y que viene acompañada de posibles molestias, tiene como horizonte que Las Mujeres (en mayúcula) puedan engendrar bebés y reproducir la raza humana. Dentro del compendio de normas y responsabilidades que la matriz patriarcal le adjudica a los cuerpos menstruantes, tal vez ser mamá sea uno de los hitos más celebrados. (Salvo cuando la que materna es pobre y decide tener hijos: ahí sí se embaraza por un plan).
Sin embargo, para poder llegar a ese embarazo, antes tiene que chorrear sangre por la vagina. Algo tan natural como comer, dormir y cagar, pero que, por tratarse de una cualidad “femenina”, está recubierta de un halo de misterio, vergüenza, extravagancia, asco, obscenidad y remite a lo catártico; incontrolable, irracional, grotesco, caótico, problemático e histérico. Cualidades que, durante siglos, le vedaron el acceso a las personas portadoras de útero al espacio público y la toma de decisiones.
Durante la Edad Media en Europa, por estar dentro de la órbita del saber popular femenino, este sangrado se vinculó con lo pagano, el oscurantismo, lo diabólico y con la brujería: muchas mujeres fueron quemadas en la hoguera por padecer dolores menstruales y fueron forzadas a someterse a exorcismos. Algo de esto todavía está presente en más de una “bruja contemporánea”, que sabrá cómo hacer amarres de amor usando agua de calzón con menstruación. “Aunque no lo creas, cuando te viene el periodo es una ocasión propicia para hacer algo para que tu pareja siempre esté contigo”, augura una hechicera de internet, que enseña cómo hacer este embrujo. Quien escribe esta nota también elije creer y solía recolectar la sangre de su ex pareja para fertilizar el potus: ¿dio resultado? Es relativo.
A no ser que seas la hija de un sojero y puedas ir a menstruar libremente a una chacra en San Antonio de Areco mientras hacés la danza del útero sagrado y pintás mandalas para reconectar con tu “poder femenino” y “la pachamama”, la mayoría de personas menstruantes tienen que salir a laburar; viajar apretadxs en el tren Sarmiento, sentar el culo en alguna oficina, cuidar a otrxs, tirar de un carro, poner el cuerpo, estar paradx doce horas para volver a la casa y lavar los platos; en fin, lo que se dice reproducir la propia vida propia y la ajena en este sistema capitalista despótico. Eso significa que andar por ahí manchándote el último jean limpio que te queda, tal vez, no es lo más conveniente, y la gestión menstrual se hace menester.
En ese escenario entra Johnson y Johnson, Kotex y compañía para venderte toallitas con y sin gel, con y sin alas, con y sin perfume, nocturnas o con tamaño tanga (¿a quién se le ocurre?) y tampones en todos sus tamaños. Dispositivos necesarios que, cada vez más, se vuelven bienes más y más inaccesibles. La campaña #MenstruAcción, del colectivo Economía Feminita, señala que el costo de menstruar con toallitas en Argentina durante el 2022 fue de $7373 pesos; mientras que con tampones, $7745. A su vez, tiene una aplicación para determinar cuánto gasta cada unx en función de la marca y cantidad de adminículos que use: en el caso de esta cronista, da $3264.58.
En ese sentido la copa menstrual, la famosa “copita”, viene a patear el tablero de este business tiránico que nos convenció durante décadas de que no hay otra opción para gestionar este chorro de coágulos y tejidos que usar tampones o toallas descartables, ultra contaminantes y con un perfume que nadie nunca jamás pidió, y que nos hace creer que la menstruación huele mal (¿Para quién es ese perfume? ¿Para mí? ¿Para otrxs?).
Tal vez a más de uno le resulte curioso que este dispositivo tan noble, y que parece tan vanguardista, no es producto del siglo XXI: como comenta Élise Thiébaut en “Mi sangre”, se inventó en 1867. Pero fue recién en los años 30’s cuando “una actriz norteamericana de 30 años, Leona Chalmers, registra la patente de ‘La tassette’, que será comercializada hasta finales de los 60’s con diferentes apelativos”. Es interesante, por no decir sospechoso, que esta maravillosa copa que hace que la gestión menstrual sea inmensamente más barata (se consiguen entre 1500 y 3000 pesos) y más ecológica (duran casi diez años), no se haya masificado hasta casi el 2015. Aunque comenzaron a introducirse tímidamente en el mercado a comienzos del 2010, a través de revendedoras, recién ahora se pueden conseguir en farmacias. Evidentemente, a Johnson & Johnson no le debe hacer mucha gracia compartir algo del mercado de la sangre con estas copas que amplían la autonomía de lxs portadores de úteros sangrantes.
Fue así que entre amigxs empezaron a surgir lxs evangelizadoras de la copa: usuarixs que descubrieron sus maravillas y te querían convencer de que te pases “a la copita”. “¡Duran 12 horas sin tener derrames! ¡Ni te das cuenta que la tenés puesta! ¡La lavás y la volvés a usar, así nomás! ¡Hasta podés coger con la copa puesta!”, exclamaban. Es tan buena la copa, evidentemente, que ni siquiera necesita publicidad para hacerse popular. Aún así, con todas esas cualidades a favor, encontró sus resistencias.
Está tan estigmatizado meterse dedos en la vulva, que en el norte global se comercializan tampones con aplicador para que no tengas ni que mancharte ni tocarte la concha. Todo higiénico, reglado, regulado, sacro y prolijito. La copa, por el contrario, exige un conocimiento práctico y un saber sobre el propio cuerpo que muchas veces es visto con recelo, sobre todo en aquellos ámbitos donde la autoexploración podría ofender al niño dios o es leído como algo “sucio” y “masturbatorio” y, por tanto, desagradable e impropio. (Sobre todo si hablamos de una adolescente). A más de unx, definitivamente, no le conviene que las personas con vulva tengan esta sabiduría.
Para usar la copa hay que saber doblarla, abrirte la vulva, meterla, introducirte casi la mano entera, hurgar un poco, girarla, hacer alguna que otra contorsión; luego retirar los dedos ensangrentados, extraer el dispositivo y finalmente, vivenciar el momento gore. La sangre. No es lo mismo que sacar un tampón o ver manchas en la toalla. Acá está la sangre en todo su espesor y esplendor: roja, con coágulo, espesa. Chorrerla en el inodoro o en la pileta del baño puede convertirse en una performance privada a lo Pollock. Aunque muchxs simplemente la tiran y adiós, también hay quienes se toman un momento para observar detenidamente el color, la densidad, el olor y el volumen, y hasta evaluar qué hacer con el líquido: si tirarlo despacito en la ducha o usarlo para regar las plantas, por ejemplo (¡hay que hacer algo con todo ese hierro!).
La campaña #MenstruAcción, que hace foco en la justicia menstrual y el acceso a estos dispositivos como un derecho humano, muestra en su sitio web los países donde hay políticas públicas que los faciliten. India, Canadá, Francia, Botzwana, Zambia, Australia y Reino Unido son algunas de las naciones donde estos productos tienen una rebaja impositiva o se distribuyen sin costo alguno. A nivel regional, solo Colombia tiene iniciativas de esta naturaleza.
“La falta de acceso a productos de gestión menstrual resulta en prácticas inadecuadas que, de acuerdo con UNICEF, implican una violación del derecho a la dignidad de las personas que menstrúan. Esto es especialmente problemático en el caso de personas de bajos recursos y de quienes se encuentran en situación de calle”, asegura Economía Feminista en una de sus invetifaciones sobre este tema. “La falta de medios para manejar correctamente la menstruación puede resultar en infecciones y daños a la salud física y mental a largo plazo por practicarse formas de gestión menstruales antihigiénicas como el uso de paños viejos y desgastados, o trapos, que pueden causar infecciones del tracto urinario, problemas de salud reproductiva y hasta infertilidad”, señalan.
¡Era mentira!
Volvamos a lo mediático. Como dijimos, a veces la televisión recuerda este fenómeno y decide sacarle algún rédito económico extra ya que, evidentemente, somos un público cautivo. Esto último lo vimos hace unas semanas cuando la periodista y modelo Sofía Jujuy estaba bailando en el programa de Georgina Barbarossa e hizo una perfo que, inmediatamente, se volvió viral. Mientras bailaba una coreo con un pantalón obviamente blanco, hizo un giro y la cámara enfocó en primer plano una pequeña manchita de sangre. Georgina observó esto y la tapó con su blazer, como cuando una amiga pudorosa está haciendo pis atrás de un auto a las 4 am y te pide que la protejas de miradas indiscretas. Dentro de este escenario, Sofía entra en un estado de shock. Está viviendo un infierno, la pesadilla de millones; se siente abrumada, se siente más que avergonzada: se siente humillada. Georgina la trata de calmar y le dice que es algo normal; bah, lo que ya todxs sabemos. Sin embargo, esto no la calma.
Para sorpresa de nadie, el show en el programa Georgina fue una campaña mediática para seguir vendiéndonos aún más toallitas con la intención de “instalar el tema”, según Jujuy, y revertir el estigma alrededor de él. Al anunciar esto públicamente la modelo, paradójicamente, quedó eximida automáticamente de esta humillación poco feliz: al final era todo falso, la sangre menstrual era pintura, todo está bajo control, sus secreciones no quedaron a la vista de nadie. Por más de que el concepto publicitario era sacarle el tabú “al asunto” (como dice mi tía eufemísticamente), cuando esta teatralización se devela como algo ficcional, eso genera un alivio y sensación de orden y regreso a la normalidad.
¿Qué hubiese pasado si esa menstruación hubiera sido verdad? ¿Hubiese sido como el “accidente” de María Amuchástegui, que básicamente le costó su carrera? ¿La hubiesen culpado por no haber sabido gestionar adecuadamente y como una adulta responsable su sangre menstrual? ¿Ella tendría que haber salido a “defenderse” y dar explicaciones? ¿Cómo hubiese sido la historia si, en vez de escandalizarse y retorcerse de vergüenza en el set, simplemente hubiese dicho ‘ahora vengo, me voy a cambiar’, y todo hubiese seguido su curso con naturalidad? No pretendo que sea un gesto rupturista, como cuando Kira Gandhi corrió el maratón de Londres el 2015 sangrando pero, ¿hubiese sido posible plantear otra narrativa alternativa? ¿O, al fin y al cabo, nunca podremos terminar de despegarnos de la vergüenza de “la indisposición”?
Un culito impoluto para los muchachos
Los años 80’s llegaban a su fin, Natalia Oreiro tenía 12 años y daba los primeros pasos de la que sería su prolífica trayectoria. Fue en ese momento que protagonizó una publicidad icónica que la motivaría a mudarse de su Uruguay natal a Buenos Aires. Con un pantalón (obviamente) blanco y un look sexy (polémico), Nati pasea a un perro. Al llegar a una esquina, se encuentra con un grupito de adolescentes que, básicamente, se congregaron en moto para verla pasar mientras se le cae la baba. Al advertir esto, ella se pone visiblemente incómoda porque está menstruando y todo podría ser una catástrofe pero, al recordar que tiene puesto un tampón, se decide a seguir su camino. Por tener esta “protección”, ella sale airosa de este desafío. Todos los pibes le miran el culo enfundado en un mini short blanco; (la cámara dispara un zoom); y ellos observan fascinados lo seductora que es.
El tiempo pasó y se instaló la narrativa de que la menstruación no tiene que ser un impedimento para que una mujer experimente una vida súper activa. Las publicidades empezaron a mostrar cómo un líquido azul (¿sangre de pitufo?) cae sobre una toallita mega absorbente que protege (¡nos defiende!) contra posibles manchas que arruinen el momento. Las mujeres (parece que siempre que menstrúan les pinta usar un jean blanco, no una joggineta con el elástico vencido y una bombacha tamaño parapente, como prefiere la mayoría de gente) hacen deportes, corren por todos lados con el pelazo impectable, se suben a un taxi a toda velocidad, caminan por la ciudad con tacos, van a la playa, hacen senderismo son verdaderas bussiness woman: pro-duc-ti-vas. Ningún óvulo haciéndose un harakiri va a impedir que Romina llegue dos minutos tarde a su trabajo y deje de ser la empleada del mes.
Las toallitas sin alas, a su vez, permiten discreción a la hora de sacarse el pantalón con un hombre al lado y que no parezca que unx tiene un pañal puesto (un escándalo abominable). Tranquila amicha, ningún varón va a pasar por la desgracia miserable de tener que ver media alita sobresaliéndote de la tanga. Hace unas semanas, sin ir más lejos, una amiga de esta cronista estaba teniendo sexo con un chongo que, al advertir mientras la chupaba que estaba sangrando, inmediatamente se fue a escupir y a hacerse buches. Furioso; se sintió traicionado: “¡Cómo no me dijiste antes!”, le exigió. Ella todavía tenía el abdomen manchado de el semen que él le había chorreado minutos antes (se ve que esa secreción no tiene nada de asqueroso). Como dice el meme: en fin, la hipocresía.
Sin dudas, estas publicidades parecen hechas por hombres que nunca tuvieron un calambre menstrual. La menstruación, realmente, no impide que nadie esté “indispuestx” para hacer crossfit, escalar el cerro Uritorco o ser la CEO de una empresa multinacional, que llega a la office en Puerto Madero con un latte en la mano, lista para despedir empleados. Pero, ¿cuánto más nos van a exigir? ¿Qué corramos una maratón con el endometrio desprendiéndosenos para demostrar que somos “iguales” que “los hombres” y por eso más válidas y merecedoras de respeto, legitimidad consideración?
Lo cierto es que este momento del mes tiene algo particular. Casi todxs recuerdan cómo fue su primer sangrado, con quién estaban y qué persona amiga-referente-familiar acompañó esa instancia, brindando la información que tenía a mano, ya sea científica o del orden de lo mítico o la sabiduría popular. Las molestias que trae aparejado o la sensación de querer estar solx y tranquilx, son experiencias que nos llevan a un momento íntimo que, ciertamente, estas publicidades (era obvio) no saben reflejar. Porque estar cansadx y querer/necesitar hacer una pausa es leído como una derrota. Por eso genera tanta resistencia que en los trabajos se hable de que las personas menstruantes, al tener el periodo, puedan teletrabajar desde sus casas, como si eso les implicase una ventaja.
No es la liberación, pero qué alivio hablar
Lucia Portos trabaja en la Subsecretaria de Políticas de género y diversidad del Ministerio de Mujeres de la provincia de Buenos Aires. Para ella, la menstruación “es solo sangre y ya”: “un poco de tejidos, no es la clave de la liberación ni un asco inmundo”, señala. Sin embargo, reconoce que varias mujeres que participan de actividades en los barrios para hablar de este tema, siempre “se re prenden”. Desde hace dos años, trabaja en ese territorio para desplegar políticas de acceso gratuito impulsado por el Estado de copas menstruales “fundamentalmente a mujeres los sectores populares”.
¿Cómo es hablar de este tema con las compañeras de los barrios de ese territorio? ¿Qué se genera?
--Es una posibilidad de las compañeras de encontrarse y pensarse de formas en las que no se habían pensado antes, y poder también conversar sin tabúes y sinvergüenza respecto de algunas nociones, que a veces hacen parte nuestra cultura popular. Nociones que nos restringen de participar de la vida pública, como por ejemplo, el mito de que cuando estamos menstruando no nos podemos bañar. Ahí la conversación se empieza a desperdigar y terminamos hablando de la menopausia, que también es un gran tema que no se aborda todavía. O de la salud sexual reproductiva, o embarazos adolescentes.
Para Lucía, poder entregar la copa menstrual no solo permite que sus usuarixs “ahorren muchísimo dinero a largo plazo, porque puede durar hasta diez años, sino también de las ventajas medioambientales que representa”. Este dispositivo “es una oportunidad para retomar estos conceptos que no están alejados de la realidad de nuestros territorios”, asegura.
“Yo siempre pongo de ejemplo que la copa menstrual se usaba en en los Países Bajos desde los años 70’s. Yo la conocí en Argentina aproximadamente en 2012. Recién se está popularizando ahora, que la podemos comprar en farmacias. ¿Cuál es el criterio geopolítico y la forma injusta en la que se reparte esta información?”, se cuestiona, “esa es la pregunta recorre los talleres. Generalmente las compañeras encuentran rápido la respuesta”.
Una experiencia distinta es la que vivió en el aula Celeste McDougall, especialista en ESI y vicedirectora de la escuela ESEA N°1, cuando le preguntó a las estudiantes de secundaria qué contenido querían abordar en esa materia. Ella observó que, a lo largo de los años, decayó el interés entre las adolescentes por hablar de este tema: “las pibas quieren conversar de otra cosa, como ‘la primera vez’”, comenta. “’¡Y claro!’, me dije a mí misma en la cabeza. Las pibitas se indispusieron y punto. No hay que hacer una bandera de eso. Están podridas de hablar de aborto, de violencia de género; vayamos a lo que les importa, como por ejemplo el encuentro con el otro, qué significa ese momento, explorar su cuerpo y su sexualidad. O, por otro lado, también está quienes muestran la sangre: está todo bien, pero nadie quiere andar con una mancha roja por la vida; te la limpiás como cuando unx lava los platos. Ser feminista también es reconocer esos procesos y, en ese reconocimiento, darles su lugar. Y tal vez su espacio no es necesariamente lo público. En ese sentido, creo que hay que reivindicar lo privado. Lo privado está desjerarquizado, deslegitimado, vapuleado…sobre todo para las pibas que están haciendo un proceso de reconocimiento de sus cuerpos.”
El tema de la menstruación parece algo tan hablado a veces…¿por qué lado lo encararías para darle otra vuelta de tuerca?
Cómo se viven esos procesos fisiológicos que tienen que ver tal vez con retraerse un poco, estar más traquilx, no hacer actividad física, no estar hablando tanto con nadie, sentirse mal…hay una necesidad de transformarlo en una bandera política, cuando quizás lo que necesitamos es un rato de estar solxs.
Menstruar es un hecho biológico, pero también cultural: es tan trascendental para la configuración de la “femeneidad”, que las pastillas anticonceptivas recrean una “falsa menstruación” para que quien las utilicen no sienten que se quedan “afuera” de esa normalidad corporal. Por más de que se trate de una función biológica más, cómo menstruamos, qué conocimientos nos aporta ese fluido y con qué plata lo gestionamos, da cuenta de distintas miradas sobre el mundo, de la autonomía de las personas menstruantes, de injusticias sociales (menstruar cómodx es, cada vez más, un lujo de clase). Ya sea que se trate de una mancha mínima de sangre falsa en el pantalón de una influencer, o de un sangrado importante en el short de una maratonista: la sangre visible, siempre alguna ceja se levanta.