El cuento por su autor

A principios de enero viajé a Cuba tras los pasos de Raúl Cañibano, maestro fotógrafo, uno de los grandes. Había estado varios años mirando su trabajo, pensando cosas en relación a sus imágenes. Me interesaba mucho saber de qué manera trabajaba. Así que hacía allá fui, a embarcarme en una travesía que compartí con él y con otros fotógrafos de Cuba, España e Italia. El viaje duró diez días en los que estuvimos caminando La Habana, y recorriendo otras partes de la isla. Yendo a las plantaciones de café y de tabaco, charlando, compartiendo tiempo con los campesinos y acompañando a Raúl, escuchándolo, viéndolo trabajar, aprendiendo. Dicen que lo que pasa en Cuba, se queda en Cuba, pero además de haberme llevado cantidad de imágenes, cantidad de aprendizajes y amigxs, me llevé muchas historias, que, como ya sabemos, para alguien que escribe, son oro en polvo. Un día, mientras estábamos en el campo y tomábamos café y fumábamos puros, alguien dijo: Acá, una vez, cayó un meteorito. El resto es lo que me imaginé escuchando esa historia.

La piedra

A los queridos Raúl y Lisette, Alcides, Selena y Víctor, por las noches, los tragos, las historias compartidas.

La piedra cayó de noche. Vitorino escuchó la explosión, se desenredó del trapo que lo cubría, y así, medio dormido, caminó hasta la garrafa para controlar que estuviera cerrada. Después se acercó al tacho, se bajó el pantalón y soltó un chorro de meo largo y oloroso.

Parado frente a la ventana, vio cómo los pájaros subían y bajaban por el cielo. Las agujas fluorescentes del reloj marcaban veinte para las cuatro de la mañana. Entonces, por un momento, pensó que quizás, la explosión, había sido provocada por los cazadores: esos hombres que habían aparecido hacía un tiempo atrás y que él logró echar metiéndose en los campamentos, tajeándole las carpas, quemándoles las trampas, empujándolos cada vez más contra el lecho del río, el lugar donde la ciénaga podía volverse una medida para la desesperación.

Caminó hasta el ropero, descolgó el rifle, lo abrió; olió el interior de los caños como si allí, todavía, anidaran los restos de una extraña fuerza.

Buscó los binoculares, se cruzó la correa sobre el cuello y el pecho. En un movimiento, se puso el abrigo que había dejado colgado de un gancho en la pared. Hundió las manos en los bolsillos y se aseguró de que los cartuchos estuvieran ahí. Sacó uno. Agarró la botella de aguardiente, le dio un trago y después, besó la punta de bronce de la bala como si la bendijera: si eran esos cazadores no necesitaría más que encontrarlos, para que supieran de una buena vez por todas, que no eran bienvenidos ahí ni en ninguna parte de la ciénaga.

Pensó en despertar al Mudo, pero casi, de inmediato, desistió. Tardaría más en explicarle lo que iba a hacer, que en hacerlo.

Al salir del rancho, notó que los caballos estaban alborotados. No le gustó oírlos, porque esos animales no se molestaban así porque sí. Entró al cobertizo y al acercarse al suyo, el animal bufó. Después, cuando le apoyó la mano sobre la crin, le sobó el carrillo, le respiró con la nariz pegada a la trompa, logró calmarlo. Ensilló, y salió a galope para el lado de la hondonada.

El aire estaba fresco y al pararse al borde del barranco, al alzar la vista, descubrió la estela blanca, crepuscular, que persistía como una herida de luz contra la noche. Entonces tuvo certeza: la explosión había sido provocada por algo que había caído desde el cielo.

Cuando comenzó a clarear, se bajó del caballo, miró a través de los prismáticos por si notaba algún movimiento. Nada. Ni de un lado ni del otro. Barrió la zona con la vista. Desde el punto en donde siempre cazaba, hasta el extremo del valle. Lo único que divisó fue un jabalí. Esperó, observando con los prismáticos por si distinguía alguna otra cosa: el reflejo del sol en el cristal de unas mirillas, los restos encendidos, o todavía humeantes de una fogata, algún campamento improvisado; pero no hubo movimiento. Se agachó y removió la tierra con la punta de los dedos. Meditó. Como si tocando la tierra fuera a poder descubrir algo. Siempre creyó que había heredado esa habilidad de su padre, que lo llevaba a cazar cuando él era chico y leyendo signos, podía seguir el rastro de un animal, mejor que un perro.

Descubrió que, a unos metros de donde él estaba, había quedado la huella de una rueda grabada en la tierra. Caminó y desde allí, pudo ver que en el fondo del valle había dos camionetas. Tardó un poco en ubicar a los que las habían llevado hasta ahí. Eran cinco y no eran cazadores. Dos tenían armas y recorrían la orilla del arroyo con bolsas de plástico en las que ponían, estaba seguro, restos más pequeños de la piedra que habría caído. Otros dos debatían algo mientras miraban la pantalla de una computadora apoyada en uno de los capots. El quinto tenía una especie de control remoto con el que manejaba un aparato que volaba. Por la tecnología que llevaban la piedra debía ser importante.

Bajó por la cuesta cuando el sol estaba alto. Paró el caballo y al mirar otra vez por los prismáticos, divisó una forma extraña. Cabalgó hasta llegar al lugar. Observó la forma desde arriba, a la luz del sol brillaba como si fuera de metal, pero como había caído entre un montón de arbustos, no sería tan fácil divisarla desde el valle. Cuando se bajó y la tocó, estaba fría. No era grande, sería una esquirla de una piedra de tamaño mayor, que se habría astillado al dar de lleno contra la tierra. No le importaba. En lo único que pensaba era en la manera en que la sacaría de ahí.

En un momento se le ocurrió que quizás podía ir a buscar al Mudo y traerlo para que lo ayudara, pero no quería que los que estaban abajo descubrieran la pieza. Y cuando estaba pensando en eso, sonó el primer disparo. No pasaron cerca, ni ese ni el segundo, pero por cómo sonaron, parecían de un rifle grande, un semiautomático o algo así. Se tiró boca abajo y se arrastró un poco, porque creía que desde el borde podría tirar mejor. La estrategia no dio resultado.

Entonces, se escondió en un bosque que se abría en la ladera y se apuró a cortar algunas ramas para tapar mejor el fragmento de piedra. Habían empezado a disparar sin que mediara palabra, por lo que pensaba que, si lo agarraban, no querrían escuchar lo que tuviera para decirles. Él era buen tirador, así que con el rifle y con las balas que llevaba, se tenía fe de mantenerlos a raya para emprender una escapada rápida hasta el rancho.

Después de los disparos se hizo un silencio largo. Estaba por acercarse otra vez al borde desde el cual podía verlos, cuando el aparato volador apareció encima, muy cerca de donde él estaba. El dispositivo se detuvo un momento, sosteniéndose en el aire. Vitorino midió la distancia, tendría que alcanzarle con una sola bala. Sabía que, si erraba, y lo veían a través de las cámaras del dispositivo, no tendría chance. No dudó. Hizo puntería y al darle, vio cómo el aparato se iba a pique contra la pared de la hondonada. Como había pensado, derribarlo le dio tiempo. Corrió y se abrió paso entre los arbustos. Trepó por la pared de roca para llegar a donde había dejado el caballo, pero pisó mal y al caer, se lastimó una mano. Creyó que estaba perdido, que sólo era cuestión de tiempo que esos tipos subieran hasta ahí a cazarlo, cuando escuchó el ruido de los motores que se encendían y las ruedas de las camionetas contra la tierra. Respiró, tenía la ropa empapada. Se recuperó un poco y después de estar seguro de que se habían ido, volvió al caballo. Tiró al suelo una manta que llevaba en la alforja y muy despacio, como pudo, empujó la piedra encima. Sacó una cuerda y ató la piedra envuelta en la manta a la montura. Subiría por la pendiente para evitar el sendero. Tardaría más, pero no se le ocurría otra cosa.

Cuando llegó el sol empezaba a picar, metió al caballo con piedra y todo adentro del cobertizo y se tiró a dormir. Si todo salía como había pensado, a la tarde, podía ir hasta el pueblo y contactar a alguien que, quizás, querría comprársela.

II

Cuando se despertó fue hasta el cobertizo. Golpeó la puerta una, dos, tres veces. Esperó. Golpeó tres veces más. Desde adentro, le llegó un ruido de cosas arrastradas y el sonido de unos pasos. Hasta que, de atrás de la puerta, asomó la cara del Mudo embadurnada de grasa.

Vitorino levantó una mano. El otro los hombros.

—¿Pudiste arreglar la camioneta?

El Mudo afirmó moviendo la cabeza.

—Voy a lavarme un poco—dijo Vitorino—, tengo que ir al pueblo a hacer unos llamados.

Mientras se alejaba escuchó mentalmente esa voz remota, desconocida, del Mudo. Esa voz que él había ido inventando con el tiempo, minuciosamente, capa por capa, memorizando cada gesto, cada movimiento del otro, para componerla. Noches y noches tejiendo, como un artesano, silencios, tonos, muecas, soledades. Esa voz que, muchas veces, como una conciencia, le decía cosas.

Siempre recordaría la mañana que abrió la puerta y lo vio ahí, parado, la mirada desteñida, la ropa maltrecha por el uso. Él tenía quince años, también estaba solo, y después de haber enterrado a su padre, sentía que esa tierra en la que había nacido y en la que seguramente moriría, le pesaba más. Tardó semanas en enterarse que el que había llegado era mudo, porque en esa casa, aun cuando su padre vivía, no hacía falta hablar. Siempre les había sobrado con un repertorio corto de gestos y gruñidos.

Después de lavarse y afeitarse, se vendó la mano, se vistió con camisa y pantalón limpios, se calzó el revolver de su padre en la cintura. Fue hasta la cómoda y sacó una cajita de música, y de adentro, una tarjeta en la que las letras brillaban como si fueran el mapa al tesoro, la guardó en el bolsillo. Bajó la barranquita, puenteó los cables de la camioneta y salió por el camino que iba al pueblo.

Mientras andaba pudo ver los campos, iguales a la piel de un animal enfermo. Sabía que todo estaba muerto, pero la sola idea de irse lo llenaba de vértigo. Allí estaban sus recuerdos, lo único y todo lo que al fin y al cabo le pertenecía.

Llegó, y al bajarse de la camioneta, se miró las puntas gastadas de las botas que llevaba puestas. Recordó a su padre yendo al banco a hacer algún reajuste en la hipoteca de la tierra, la vergüenza que le tomaba el rostro al sentarse frente a ese hombre que le hablaba de cosas sobre las que nunca había escuchado hablar, y a las que su padre respondía moviendo apenas la cabeza, apretando los labios, cerrando con firmeza los dedos sobre el sombrero sostenido entre los muslos.

Se paró en el umbral de una de las tantas casas que habían quedado vacías. Del bolsillo del abrigo sacó cigarro y fósforos. Fumó. Estaba por prender un segundo cigarrillo, cuando vio al hijo del Ruso.

—Qué hay— dijo el chico.

—Acá—dijo Vitorino—viendo qué pasa— ¿Sabés algo?

—De qué.

—De cualquier cosa.

El chico se apoyó contra la pared y empezó a contarle que en la plaza habían puesto un carro de helados. Vitorino entendió rápido. Metió la mano adentro del bolsillo del abrigo y sacó un par de monedas. Se las dio.

El chico agarró las monedas para guardárselas.

—¿Entonces? — dijo Vitorino.

Son unos extranjeros, estaban en el bar con otros dos o tres tipos de la ciudad. Nadie sabía muy bien qué hacían ahí. Hablaban de algo valioso, una piedra enorme o algo así, decían los demás. O por lo menos eso es lo que el chico había escuchado.

Entonces, Vitorino, le pidió que le hiciera un favor. Le pidió que fuera hasta lo de María, que le dijera que en un rato pasaría a verla.

Unos minutos más tarde, el chico volvió corriendo, le dijo que María no estaba, que se había ido a la ciudad con un cliente.

Estaba jodido. Necesitaba un teléfono para hablar tranquilo. Quizás podría ir a lo de la Tía, la mujer que regenteaba a las chicas del pueblo. Quizás, si pagaba el turno, lo dejaran usar el teléfono. Y aunque esa mujer no le diera buena espina, no le quedaban opciones ni tiempo.

Entonces fue, y mientras esperaba sentando en las sillas del patio que la mujer que lo atendió llamara a la Tía, mientras tomaba la grapa de cortesía, miraba la tarjeta que alguna vez le dejó aquel tipo. Ese número que él nunca había marcado. Cuando apareció la Tía para ver para qué la llamaban, él le explicó en voz baja, frente a la mirada intrigada de los demás, que pagaría el turno, pero que no iba a pasar con la chica, que sólo necesitaba usar el teléfono. La mujer lo midió con desconfianza.

—Siempre fuiste medio rarito vos—dijo—. Pasá.

Y lo guio hasta la habitación del fondo. Después abrió la puerta, le sacó el candado al disco del aparato.

—Hablá—dijo, mientras estiraba la mano para recibir el pago.

Él marcó el número, escuchó el tono del llamado que sonaba y sonaba sin que nadie atendiera. Insistió, hasta que una voz de mujer lo saludó, y cuando le contó para qué llamaba, la mujer, del otro lado de la línea, le explicó que la persona a la que buscaba no se encontraba en ese momento, que podía llamar más tarde o dejar un teléfono al que le devolvieran la llamada.

Pensó rápido que no se quedaría a esperar ahí. Y sin saber muy bien cómo haría, respondió que él volvería a comunicarse.

III

—¿Y qué buscan, si se puede saber?

Los hombres se miraron, el más rubio agarró un cigarrillo de la caja de Vitorino.

—¿Puedo? —dijo.

Y sin esperar la respuesta sacó un fósforo y lo prendió. Aspiró sosteniendo el cigarro con la punta de los dedos, lo apoyó en el cenicero.

—Pumas no buscamos.

—Palomas tampoco— dijo el otro hombre.

Mientras los escuchaba, Vitorino trataba de entender cómo iba a hacer para salir de ahí. Y pensaba que, si no le hubiera hecho caso a la voz del Mudo, que nunca se callaba, que le había insistido para que vaya a ese bar, su situación sería otra. Mascullando, entre dientes, le dedicó una puteada.

Era evidente que sabían que tenía la piedra. Todo lo demás era cuestión de tiempo y de la lucidez que tuviera él para evadirlos o en todo caso, si era posible, negociar. Ya había perdido demasiado, esta vez tenía que llevarse algo, por mínimo que fuera.

—Usted andaba hoy temprano en la hondonada, ¿verdad? — dijo el más rubio.

—¿Yo? No creo.

—¿Le gusta jugar?

—Según a qué.

Los hombres sonrieron, Vitorino también.

—Buscamos piedras— dijo el más rubio—. Piedras que valen mucho.

Y el otro agregó:

—No valen mucho acá, por supuesto.

Vitorino los miró y se sirvió de la botella.

—Vayan a la hondonada— dijo—. Ahí hay cantidad de piedras, alguna le va a servir.

—Ya estuvimos ahí.

—Ya sé.

—¿Lo sabe?

—Acá las cosas corren rápido.

El más rubio sacó una moneda del bolsillo.

—¿Qué dice? ¿Cara o seca?

Vitorino se puso serio.

—Vamos, ¿qué dice? Juegue.

—No tengo nada para jugar— dijo Vitorino.

—Todos tenemos algo para jugar—dijo el más rubio.

Y tiró la moneda al aire, y agarrándola de un solo golpe, se la apoyó en el dorso de la mano.

—¿Quiere saber?

Vitorino negó con la cabeza. Después se levantó de la silla, se tomó el trago que le habían servido.

—Si me disculpan— los saludó tocándose apenas el ala del sombrero—, tengo que trabajar.

El más rubio movió la cabeza de un lado a otro, varias veces, como si tuviera que demostrar que no estaba de acuerdo con lo que pasaba. Miró la moneda y sonriendo, aplastó lo que quedaba del cigarrillo contra el cenicero.

Cuando salió del bar, caminó pensando en lo que había pasado. Conocía a esa clase de hombres, esos que piensan que todo lo que se les cruza en el camino les pertenece. Sabía lo que seguiría, pero ya no tenía mucho para hacer, a lo sumo podía tratar de ganar algo de tiempo.

Estaba por subir a la camioneta cuando algo lo golpeó en la cabeza, desde atrás.

Se despertó atado a una silla adentro del cobertizo de su rancho. Se tambaleó hasta que cayó al piso y pudo liberar las manos. Afuera el silencio era tan opresivo como la sensación del taco de una bota en el pecho. Por el dolor en el costado tendría una costilla fisurada. Sentía la cara hinchada. Quiso escupir y un hilo de saliva le quedó colgando de los labios. Entró al rancho y encontró el cuerpo del Mudo. Se sentó en el catre, le cerró los ojos, lo tapó. Fue hasta la pileta y volvió con un tacho con agua y un trapo. Le limpió la sangre de la cara, le acomodó el pelo con la mano. Apoyó la frente en el pecho del Mudo y se largó a llorar. Fue hasta el ropero, sacó las fotos de su padre. No eran muchas, pero las puso en hilera arriba de la mesa y las miró. Así estuvo un rato largo. Después sacó la cajita de música, le dio cuerda. Salió afuera y se sentó. Prendió un cigarrillo, aspiró dos o tres veces seguidas mientras se rascaba la cabeza y escuchaba de fondo la canción que tocaba la cajita de música: un poco deforme, un poco descontinua. No podía dejar de pensar en qué iba a hacer. Hasta que le llegó la voz del Mudo, clarita, que le hablaba, quizás, por última vez, le decía que hay momentos, en la vida, en los que no se puede dudar, que de eso depende que las cosas sean buenas o malas. Entonces se paró y caminó por el rancho para buscar el rifle. La melodía de la cajita de música sonaba cada vez más lenta, hasta que se frenó. Agarró los cartuchos, llenó el cargador y rengueando, caminó hasta el caballo, mientras su voz repetía al unísono con la voz del Mudo.

—Cosas buenas o malas, buenas o malas.

Se montó al animal y, fumando, enfiló hacia el pueblo. Tranquilo, como quien sabe por cuál de los dos lados va a caer la próxima moneda.