Frené de golpe y volví a acelerar y miré por el retrovisor y le pregunté si se sentía bien. Perdón, la gente deja los perros sueltos. Son un peligro. Quedate tranquila que ya llegamos, le dije. Ay, me duele, escuché. Estaba recostada atrás, con las manos agarrándose la panza. Quedate tranquila. Ya falta poco. Traté de tranquilizarla, aunque yo sabía que no era una cuestión de nervios. ¿Qué me decís de las elecciones?, le pregunté. Que cada vez hay más inútiles que se postulan. ¿No viste el cocinero? El hijo de puta que sale en la tele, dijo y terminó la oración con un quejido y una puteada. Estamos por llegar. Giré y sentí que el volante se me escapaba de las manos húmedas. Larrusa seguía quejándose, pero no se le iba la indignación por lo del cocinero. ¿Falta mucho? No aguanto más. El cocinero ese no sirve para nada. Tenía los brazos cada vez más hinchados, y las manos parecían a punto de explotar. Tenía la cara pálida, y los ojos celestes apagados. Bueno, Larrusa, ¿fijate quién ganó de presidente? Se terminó de indignar: Uh, a ése le tendrían que secuestrar a la hija. Es peor que Menen. Ojalá le secuestren a la hija. Ay, me duele. Miró para arriba y la mirada se le perdió en la altura de los edificios. ¿La gente vive allá arriba? Escuché el asombro en su pregunta. Sí, nona. ¿Nunca habías venido al centro? Sí, pero nunca los vi tan de cerca. Pero a ese hay que secuestrarle la hija. Nona, no podés decir eso. ¿Cómo vas a querer que secuestren a una nena? ¿Y qué tiene? Mirá los jubilados. Un palo me queda, y cobré la semana pasada. Igual, nona, no me parece, dije mientras entraba al estacionamiento del hospital. Larrusa estaba mal.

Por el pasillo de la guardia apareció un camillero con una silla de ruedas. Subió a Larrusa y desaparecieron. Me quedé pensando en los edificios, en la altura, la gente, y en cómo podía ser que una jubilada no los hubiera podido conocer antes.

Los viejos de Larrusa llegaron al país con la ilusión de no pasar más hambre. Pero como muchos inmigrantes pobres, mis abuelos fueron a trabajar a campos ajenos. Tuvieron nueve hijos. Larrusa y ocho hermanos más. Desde muy chicos tuvieron que dejar la escuela para ayudar a labrar la tierra y hacer otras tareas. Larrusa aprendió a leer y escribir por curiosidad, por ganas y por necesidad. Pero cuando cumplió los veinte conoció a un portugués hijo de africanos. Me dijo que se había enamorado, pero creo fue que el metejón de su vida y nada más. Quedó embarazada y sola, y la echaron de la casa. Limpiaba por un plato de comida o lavaba la ropa en alguna pensión para pasar la noche en una cama.

Mi mamá nació en una casa prestada, hija de Larrusa y de un dador de semen. Cuando tenía tres meses, mi nona se juntó con un hombre que la hacía trabajar para poder vivir sin trabajar. Se emborrachaba y le pegaba, pero le dio el apellido a su hija. Un día el tipo se murió de cirrosis. Larrusa dejó de trabajar en el frigorífico cuando se enfermó. Se jubiló por discapacidad y empezó de nuevo a trabajar en casas de familia.

Se abrió la puerta de la sala y una doctora joven dijo: Familiares de Larrusa. Traía unos papeles. Soy yo. Soy la nieta. ¿Puedo pasar a verla? Todavía no. Primero te doy el parte. La paciente tiene una insuficiencia renal grave. Apenas se desocupe una cama la vamos a pasar. Queda internada, ¿sabés?

Me senté en la sala de espera. Pensé de nuevo en los edificios, en el final de todo y en lo injusta que es a veces la vida. A las horas, vi que salía una camilla. Tapada con una frazada, estaba Larrusa. Hola, nona, ¿estas mejor? , le pregunté caminando a la par. Estoy bien. ¿Por qué no vas a ver a tus chicos? En ese momento entendí que esas palabras podían ser las últimas que iba a decir. Le pregunté al camillero a dónde la llevaban. Cuarto piso, habitación once. Subí, y con los pulmones en la garganta llegué a donde estaba la nona. Recién ahí les avisé a mi mamá y a su otra hija. A Larrusa no la veía tan mal, aunque tenía unas ampollas en todo el cuerpo que cuando se apoyaba en la cama se reventaban y mojaban las sábanas.

Quiero que venga Pedro. Lo tengo que putear, dijo. Sí, nona. Lo llamo. Pero ¿por qué lo tenés que putear? Porque tenía el cuadro de Perón en la casa. Lo tenía colgado en la pared del comedor. Un cuadro hermoso donde estaba la imagen del General en un caballo. ¿Y lo vas a putear a tu hermano por un cuadro de Perón? No. Lo voy a putear porque es un pelotudo. Sacó el cuadro del comedor antes de ir a votar y festejó cuando ganó el Gato. Lo llamo, pero no le digo para qué lo querés. En ese momento me di cuenta de que la nona necesitaba tener la libertad de decir todo lo que se había callado en su vida. Siempre tuvo que fingir. Ser uno mismo se paga con angustia, pero no serlo se paga con resignación. La nona se hizo peronista cuando trabajaba en el frigorífico; y así como se había tenido que aguantar a un borracho por tener una hija sin padre, tuvo que esconder su militancia política, por tener una familia gorila, pero que le había vuelto a abrir las puertas. Larrusa vivió noventa y seis años escondiéndose.

Cuando entraba la noche se arrimó la doctora que la estaba atendiendo. Salimos de la habitación y me explicó. Si no se hacía diálisis, las toxinas de su propio cuerpo iban a empezar a envenenarla hasta matarla. Una opción es hacer diálisis, pero es muy invasiva. La otra es dejarla que se apague de a poco, controlando el dolor. ¿Vamos a saber si está sufriendo?, pregunté. Sí. La vamos a ir controlando, y si ustedes ven que sufre, me llaman y la medicamos hasta que solita se quede dormida.

El tiempo empezaba a correr. Necesitaba que Pedro viniera a verla cuanto antes. Larrusa se merecía poder putearlo y sacarse la represión que la obligada a vivir como una extraña de su propia existencia. Se merecía un viaje liviano. Lo llamé a Pedro. Le dije que la nona se moría, que pedía por él.

La noche llegó rápido. Me quedé con Larrusa y charlamos como si no pasara nada. Me preguntó por mis hijos y me ordenó sacar la ropa tendida y cuidar a mi papá, al pendejo, dijo. De vez en cuando se acordaba de Pedro y se ponía insistente. Nombraba el cuadro, le decía hijo de puta y se acordaba de las ganas que tenía de ir a secuestrar a la hija del presidente. Larrusa se quería ir rebelde. Cuando se cansaba de hablar y de putear, se quedaba dormida, y yo aprovechaba para salir al patio a descansar un poco la cabeza. Cada tanto lo llamaba a Pedro, que siempre tenía una excusa. No quería tomarse el trabajo de despedir a una vieja.

Pasaron dos días y Larusa seguía lúcida y aferrada a la idea de irse de este mundo siendo ella misma. Pedro no aparecía. Las horas pasaban y me entró la desesperación. Le pedí permiso a mi tía y a mi mamá para putearlo a Pedro, y lo hice, y además lo amenacé con ir a buscarlo. A las tres horas, el hermano de Larrusa entró a la habitación. Estaba dormida. Ya casi no tenía momentos de vigilia. Se estaba envenenando de a poco, pero entendía. Los dejé solos. Larrusa tenía que reclamarle a Pedro su traición al peronismo, y con eso, liberarse de muchas cosas más. Mi tío estuvo en la habitación quince minutos. Cuando salió, lloraba.

Después de eso, Larrusa no se volvió a despertar, pero su corazón todavía latía. La noche se había cerrado. El viaje se acercaba.

Nos quedamos en el patio. Caía una lluvia tenue sobre las baldosas viejas del hospital. El horizonte se había detenido, era un segundo magnifico en que las nubes grises parecían desplomarse sobre nuestros cuerpos. Pedro y yo estábamos sentados en un banco de madera mojado que nos cobijaba el alma y nos ablandaba la espera cada vez más agónica. Nuestras miradas estaban ciegas de dolor. Me acuerdo de la compañía, de la esperanza, de la oscuridad, esa anfitriona íntima del proceso natural de aquella noche. También me acuerdo de las sombras imperceptibles de la vida explotando, y de la vivencia arraigada en el alma. Teníamos la certeza de la ausencia eminente. Todo era tristeza iluminada y oscura.

 

Cuando por fin llegó la mañana, entre sábanas de algodón fino, Larrusa dejó de respirar.