Corrían los últimos años de la década del ochenta. Yo estaba saliendo de la adolescencia y el despertar de mi juventud coincidía con una esperanzada sensación colectiva de que la libertad y la democracia habían llegado para instalarse definitivamente en la Argentina, y con ellas, una nueva forma de vida. En esa época yo estaba, además, en plena etapa de descubrimientos personales: nacía mi vocación por las artes escénicas, me ejercitaba en las formas participativas militando en espacios barriales y culturales, y era el inicio de mi educación en las formas del sexo y del amor. Con ellas se empezaría a afirmar mi identidad de artista cuir, mestiza, provinciana y periférica. Todo esto ocurría en una pequeña ciudad de la pampa gringa santafesina, Rafaela, donde ser gay no tenía ningún tipo de referencia o visibilidad. Los únicos putos conocidos habían emigrado y los que permanecían, debían - y elegían - llevar una doble vida desmoralizante. Había que inventárselo todo agarrándose de donde una pudiera.
Aquel universo era tan distinto al actual: no existían internet, ni las redes sociales, no existían YouTube, Facebook, Twitter, Instagram o Tiktok. No existían las plataformas de contenidos audiovisuales, no existían siquiera el CD ni el DVD. Las expresiones de la cultura en mi comarca estaban sesgadas por un par de canales de televisión de aire, una radio AM y dos diarios locales. Tampoco existían bares para constituir o fortalecer nuestra comunidad, la disco gay más próxima estaba en Rosario. O sea, las posibilidades de zafar de lo institucionalizado eran remotas.
Descubríamos nuevos universos sonoros gracias a las recomendaciones de algunos músicos que nos grababan sus discos de vinilo en cassettes (gracias Checho Operto por aquellas sesiones inolvidables en el sótano de la Sociedad Obrera), y las novedades del cine de arte llegaban gracias a VHS pirateados que pasaban celosamente de mano en mano. Esas cintas magnéticas, brillantes, oscuras, aquellos preciosos objetos plásticos, fueron nuestra salvación. Gracias a los sonidos y las imágenes que ellas reproducían, pudimos contrastar nuestro mundo con otros posibles.
Con Sergio y Galdino éramos compañeros del grupo de teatro del Centro Ciudad de Rafaela, la institución que llevaba adelante el Teatro Lasserre, única sala independiente de la ciudad y la región. Sergio y yo éramos actores del grupo, Galdino hacía la asistencia de dirección, y compartíamos muchas horas de ensayos, de funciones y viajes. Refugiábamos nuestras vulnerabilidades de puto-viviendo-en-pueblo en una complicidad preciosa que creció en esos años. Yo era el más chico, Galdino el mayor. Sergio era el más atrevido de los tres: se platinaba el pelo, se depilaba todo el cuerpo y usaba unas sungas diminutas en verano. Era pura vibración queer, inspiración y escándalo permanentes. Pasábamos hermosas tardes tomando sol en la quinta de Sergio y nos pavoneábamos por las calles de la ciudad en la camioneta del papá de Galdino, una Ford gigante hecha para chongos rudos del campo o para técnicos de mecánica pesada, oficio que ejercía el dueño del vehículo. En las noches que no teníamos ensayo, nos encerrábamos a compartir pelis raras, esas que no llegaban siquiera a Cine Club, del cual éramos devotos asistentes todos los martes. También mirábamos bastante porno. Devorábamos con curiosidad extrema y voracidad renovada cada VHS que caía en nuestras manos para aquellas maratones secretas de video. Yo vivía con mis viejos así que la habitación de Galdino era el refugio ideal para aquellas sesiones, nos instalábamos los tres en su cama de dos plazas con el volúmen bajito, para no escandalizar a doña Aída y don Massimo.
Luego de la muerte de Jean Genet en 1986 nos habíamos vuelto fanáticos de sus obras, leíamos Las Criadas alternando nuestras voces para La Señora, Claire y Solange pero nunca, todavía, habíamos visto en vivo - ni de ninguna otra forma - alguna puesta de sus obras. Nuestro mayor acercamiento visual a su universo era una copia pirateada de Querelle de Fassbinder, que ya estaba rayada en las partes más calientes, de tanto rebobinar y volver a verlas para fantasear con Brad Davis y Franco Nero, o jugar a ser Jeanne Moreau cantando "Each man kills the thing he loves".
Un día llegó a nuestras manos un VHS sin rotular de la única peli que había hecho Genet: Un chant d’amour. Aquel cortometraje de casi 26 minutos había sido realizado en 1950 pero su estreno se produjo 25 años más tarde, producto de una extensa censura internacional. Había llegado a nuestras manos una joya secreta: una peli prohibida, en blanco y negro, que mostraba el vínculo amoroso de dos presos que se comunican por un agujerito en la pared, y que fuman juntos a través de una pajita. La relación del homoerotismo y el castigo, del cine y el teatro, las tensiones entre el amor y el crimen, la idea del amor romántico y la violencia desatada por la frustración que produce, los cuerpos sudorosos, los bailes desnudos, el encierro y el voyeurismo, lo explícito de varias pijas paradas y lo metafórico de tantos otros objetos fálicos… todo era fascinación, provocación. Una invitación a atrevernos a ser y a expresarnos.
Sergio y Galdino murieron demasiado jóvenes, mucho antes de lo que hubiera debido ser. De aquel trío de risas, de complicidades y de dificultades de putos-viviendo-en-medio-de-la-adversidad, sólo quedé yo, sobreviviente del bullying, la violencia, de las pestes y las pandemias. El último de aquel power trío de la Ingenuidad y el Amor se volvió fan de ese objeto cinematográfico que ahora está al alcance de todas en cualquier momento, por YouTube o Vimeo, pero que para nosotras significó descubrimiento, conquista e inspiración. Un canto de amor se transformó en mi película favorita del Universo, en una obra perfecta, la única hecha para el cine por uno de los genios más oscuros, crudos y reveladores del siglo XX, el último poeta maldito, aquel que veía al mundo en diagonal y al que le divertía la torpeza del teatro.
2022 fue el año ideal para usar Un chant d’amour como referencia creativa para mi más reciente creación: El último. En lugar de jugar los roles de la peli con Galdino y Sergio, pude rodar algunos pasajes con Marcelo y Agustín, actores de la obra, e imprimirle a nuestro trabajo esa huella cargada de historias de risas compartidas, calenturas, de ganas de vivir y de crear. Una huella cargada de otras formas de entender el amor.
Marcelo Allasino es un artista escénico y gestor cultural oriundo de Rafaela (Santa Fe). Desde 1986 desarrolla una intensa actividad relacionada con las artes escénicas, como creador, intérprete, director, dramaturgo, gestor y curador. Sus intereses creativos están ligados a la exploración de nuevos formatos y la aproximación a nuevas audiencias: el cruce de lenguajes, el diálogo con espacios alternativos y las posibilidades con las tecnologías vinculadas a la virtualidad son sellos distintivos de sus creaciones. Fue el creador del Centro Cultural La Máscara y director artístico del Festival de Teatro de Rafaela, Director Ejecutivo del Instituto Nacional del Teatro y Presidente del programa Iberescena. Actualmente lleva adelante su proyecto TEATRO UAIFAI, primera plataforma iberoamericana dedicada a la relación de las artes escénicas y la virtualidad. Su obra El último, diatriba de amor por mensaje de audio se presentará en el Teatro Anfitrión de la CABA, los dos primeros fines de semana de marzo.