Cada vez que un evento nacional o internacional la impactaba, mi mamá decía, moviendo la cabeza con gesto de judía milenaria, somos peones en un tablero de ajedrez. Pero fue a Plaza Francia cuando la liberación de París y salió con otras mujeres a la calle cuando lo de la chica Penjerek, ¡y paramos un tranvía! contaba en el colmo de la excitación por su empresa militante. Dentro de lo que le permitió su esencia, sabía que los peones humanos se salen de su cuadradito blanco o negro si quieren influir en la Historia que se mueve en su tablero.

Unos más comprometidos en la batalla, otros en los varios órdenes de la sustancia humana, iluminan un cuadro acre de ese tablero, estremecido por la nieve, el hambre y la metralla: es la ciudad insignia de Rusia que se llamó San Petersburgo cuando el zar Pedro el Grande la inventó por entre los pantanos del río Nevá y la levantó sobre las vidas de enjambres de siervos que hizo llegar de todas las Rusias para construirla en una esquina del Báltico desde donde pudiera balconear a la Europa Occidental. Después la llamaron Petrogrado, buscando resonancias menos germánicas y antes de que la volvieran a nombrar San Petersburgo, en los tiempos soviéticos que me ocupan se llamó Leningrado, en honor al dirigente bolcheviqiue que falleció antes de tiempo.

Dmitri Dmitirevich Shostakovich nació en esa ciudad en 1906, así que tenía casi 35 años cuando la Alemania de Adolfo Hitler, en el verano de 1941, destapó la operción Barbarroja e invadió Rusia y lo que le faltaba de Polonia arrasando con todos los supuestos de la terca incredulidad de Stalin.

Cuando llegaba el otoño, como el mariscal Zhukov había entorpecido el avance de la maquinaria nazi, las tropas alemanas se quedaron ahí a tiro de fusil. Ya que no podían arrasar esa ciudad que Hitler llamaba nido venenoso, el Führer dispuso que sus ejércitos construyeran su campamento y sus trincheras, la cercaran para que nadie pudiera irse y, a fuerza de aislamiento y bombas sobre los almacenes de alimentos, el agua y la energía, los peterburgueses se fueran muriendo de frío y de hambre, hasta que quedara borrada de la faz de la tierra y ya no virtiera --dicen que decía Hitler-- su ponzoña asiática sobre el Báltico. Casi tres años con todos su días duró el sitio.

Así encerrado estaba Dmitri Dmitrievich porque no lo llamaron al frente. Alternó su cargo de jefe del departamento de piano del Conservatorio Rimski Korsakov con la defensa de la ciudad en la brigada de bomberos al tiempo que, en el calor de julio, tal vez agobiante para un ruso del Báltico, empezó a llenar pentagramas con melodías llenas de coraje ante la patria que sucumbía y lo anunció por los altavoces de la radio para que todos supieran que la vida y la creación artística seguían su curso en Leningrado. Por iniciativa de la Sociedad de Artistas Soviéticos, Dmitri Dmitrievich y su familia fueron evacuados con destino final Kuibyshev, en las orillas del Volga, a donde se había trasladado la capital mientras Moscú estuviera en peligro y donde concluyó los cuatro movimientos de su sinfonía número siete en do mayor, que se conoce como Sinfonía Leningrado. Vaya éxito de genio y de pulsión creativa en medio de la guerra quizá más apocalíptica de la Historia.

En el verano de 1942 ya estaba terminada y la orquesta del Bolshoi la estrenó en la misma Kuibyshev.

Entonces Dmitri Dmitrievich volvió a Leningrado a compartir su música con los vecinos de la ciudad sitiada. Leningrado fenecía de hambre. Ya no quedaban ratas, ni gatos que las atraparan ni pájaro a tiro de un hondazo. Dicen que hasta los cueros de los cinturones alimentaban las ollas vacías y parte de la vida se gastaba en estar atento para que, en un descuido no te robaran la tarjeta de racionamiento con la que recibías tus trescientos gramos de pan. Las personas caían de súbito mientras caminaban por la calle o hacían la cola para recibir su ración o miraban lánguidamente desde una ventana sin vidrios cómo caía la nieve. Compelidos a sobrevivir, más de uno se habrá manducado un pedacito de prójimo sin vida, porque los mandatos de nuestra ética se abstienen respetuosos ante los momentos límite en tiempos fatídicos, como aquellos en que aulló la bestia nazi.

La única manera de atender a las necesidades de la ciudad cercada era a través del lago Ladoga, en barcazas mientras se podía navegar y con camiones que caminaban sobre la gruesa capa de hielo durante el invierno, pechando las bombas que quebraban el suelo resbaladizo para que los transportes se hundieran en los agujeros de agua helada.

Los ensayos de la orquesta duraban quince minutos o terminaban cuando alguno de los músicos famélicos caía desmayado, si no muerto, en su flacura distrófica, por el esfuerzo de soplar la tuba o el corno inglés.

Con la metralla lista para la operación que se llamó Borrasca, a fin de mantener una capa protectora sobre los músicos y su público, todo Leningrado y los alemanes que la sitiaban escucharon la sinfonía que se transmitió por los altavoces de la ciudad.

La sinfonía de Dmditri Dmitrievich no describe la guerra sino que impone los ecos sinfónicos de los sentimientos y las reacciones que se revolvían en los corazones sobrecogidos de la Rusia socialista, de esos fantasmas que ejecutaban y de los espectros sobrevivientes que escuchaban. Acicalados con sus ropas de etiqueta, los rusos enflaquecidos vibraron en la pura simpleza de la música, al igual que los alemanes, al otro lado del cerco.

La música de Shostakovich se permite un tinte irónico y cachazudo que lo releva de las claridades discursivas del habla y le permite insinuar irreverencias que no son fáciles de acusar. Los subrepticios vientos de madera, los violines y los contrabajos acompasados por timbales y parches de todas las hechuras empiezan la sinfonía retumbando poco a poco, como a saltitos de clown, expectantes y espeluznados ante la llegada del Mal, tal vez sacudiendo además algún desencuentro del compositor con Stalin, mientras van entrando los metales que, a fuerza de soplar cada vez más intensos y estridentes, llenan la ciudad con el paso estremecedor de ese Mal que invade los espacios de la conciencia, con el aviso, más que de patria, de humanidad en peligro. En los cuatro tiempos de la sinfonía, Shostakovich hace fluir los recuerdos, la memoria de la vida cotidiana --con la dulzura de las maderas y las cuerdas-- pero también de los tiempos de la organización de los soviets y de los trabajadores asombrados ante los lujos que descubren en el Palacio de Invierno. También se solaza y se distiende en la evocación de esa bella estepa, de la grandeza de la naturaleza, del agua que fluye por los canales de Leningrado hacia el río Nevá o hacia el Báltico, y finaliza avanzando, lenta y pesada, con el allegro non troppo, en un todo de cuerdas, en una marcha de esperanza con trompetas, tuba y trombones que anuncian la ineluctable futura victoria sobre los bípedos deformados por el Mal, pero con la sangre que derraman las flautas traversas, recordando cuánta muerte y destrucción implicará la deseada gloria del triunfo.

 

Cuando mi mamá caminaba hacia Plaza Francia para celebrar la liberación de París, después de que la batalla de Stalingrado hubiera dado vuelta el sentido de la guerra, ya llevaba a mi hermana mayor en la panza, concebida con las buenas nuevas de que, en la vieja Europa, iba cayendo, derrotado, el fascismo. Bueno, eso fue en el siglo pasado.