Es seis de febrero. Hace apenas unos minutos que se leyeron en la ciudad de Dolores, las sentencias de los ocho jóvenes que asesinaron a Fernando Báez Sosa, y las calles de Zárate están vacías en el bochorno de los treinta y tres grados a las dos de la tarde de este lunes agobiante.

Zárate es una ciudad desierta que mira a quienes pasan, desde atrás de las sombras que prestan las celosías apenas entornadas. Los bustos de bronce arden en medio de la plaza bajo el sol que les cae a plomo y el reloj de la iglesia, que está cerrada, sigue dando las doce y media eternas en su torre.

En un par de horas más comenzará la vida. De a poco irán abriendo los negocios y parecerá que todo está igual. Y no será cierto. Casi nadie quiere hablar de la sentencia ni de los sentenciados porque “esos pueden salir en cinco años y son malos, son vengativos, los conocemos y nadie me asegura que van a estar los quince años que les dieron a esos tres. No me saque fotos, por favor. No, no le voy a decir mi nombre y ya me voy, no quería hablar. Gracias, Disculpe”. Y no se va caminando; el miedo se la lleva a marcha rápida y pasos cortitos, como si de verdad algo le urgiera. Como si temor le respirara en la nuca.

En Dolores la mamá de Fernando cuenta que se siente aliviada, que por primera vez deberá pensar en la vida, que a veces no se levanta de la cama, y mientras se traga las lágrimas, dice que no para de llorar y que la sentencia a cadena perpetua no le parece excesiva porque “la ausencia de mi Fernando es perpetua, los cumpleaños que le gustaban tanto ya no serán nunca más y esa falta es perpetua, el vacío en su cuarto es perpetuo, el final de mis días de la madre, con un te quiero mami y una torta y un beso, es perpetuo. El cajón cerrado con mi hijo adentro también es perpetuo, como perpetuas son mis ganas de quedarme en la cama de donde mi marido brega por sacarme cada mañana”.

En Dolores hay gritos, y jueces y abogados y policías y gentes en la calle con carteles y cámaras y micrófonos y un sentenciado que se desmayó y su madre gritando que todo esto es culpa de los periodistas y el padre que agredió a un camarógrafo y conferencias de prensa. De todo hay en Dolores.

En Zárate el desierto es un calor que reverbera en el vacío. Y de la nada aparece una muchacha que secándose el sudor de la frente apenas sonríe y dice que “ahora vamos a estar más tranquilos y contentos porque acá todo el mundo los conoce y nadie quiere que vuelvan, porque son peligrosos, y parece que no van a volver, ¿no?”, mientras un policía que buscó un rato la sombra, dejó de sentirse policía por un momento y sin querer dijo que estaba bien la sentencia, porque si los soltaban “ya fue, nos tenemos que ir todos a la mierda, porque así no se puede. Pero bueno, yo no puedo hablar”.

Ese calor que no da descanso invita (u obliga) a entrar al Bar Plaza para un café con aire acondicionado. Hoy no habrá marcha ni movilización ni carteles ni ronda nombrando en voz alta a Fernando y (en un tono casi clandestino) a los ocho sentenciados. Esta vez hay miedo en la gente del pueblo. Miedo y recelo. Tratan de adivinar por dónde podría venir la mala revancha de las familias. El hombre mayor que se sienta en la mesa de al lado, siendo que el bar está casi vacío, pide un agua sin gas y sin dejar de mirar su vaso me suelta en voz baja “el problema ahora, muchacho, va a ser para las familias de los chicos. Ojalá que no, pero se les va a hacer difícil vivir así acá, porque son gente acostumbrada a que todos los saluden. Incluso a algunos les rinden pleitesía, bueno, les rendían, eso cambió mucho. El pueblo está cambiado, está raro”.

La calle va recuperando la vida, y la respuesta dicha en forma urgente y sin parar de caminar, es que no saben si habrá movilización, que no creen. Que ya está, ya pasó. Y la segunda respuesta es que no quieren hablar.

Hay formas de no querer hablar. Ésta, abriendo los ojos y apurando el paso, tiene la forma del miedo. Y el miedo a veces destila rencor: “Están bien sentenciados. Todo lo que hacían eran desgracias para nosotros, para nuestros chicos. Escuché a la madre y me partió el corazón, imagínese eso…”.

Así las cosas: en un lado, los ocho y sus sentencias, en Zárate, los recelos de mucha gente, y en su casa, Silvino Báez, Graciela Sosa y un cuarto que es un socavón eterno, donde se irá esfumando la risa de Fernando, las llegadas tarde, el recuerdo de las uñas partidas y las rodillas rayadas a la vuelta de la escuela, las manchas de tinta de las tardes de deberes, y aún la anécdota que compartirían quizá mucho más adelante, de la mañana en que Graciela encontró esas manchas precoces en las sábanas y llamó a Silvino para ver quién y cómo hablaban con el chico al que le están pasando cosas. Y los insomnios sin consuelo del primer amor.

En ese cuarto queda lo que soñaban los tres. Y que ya no. Allá donde Graciela entra a escuchar los audios de Fernando que aún vive en el teléfono, al borde de ese aljibe de espanto del que se agarra él, reviviendo en ella, ausente al tajo de machetazo que intenta cortarle los tendones al brazo muerto del recuerdo y las ganas. Le herida sangra. La madre no suelta. El padre resiste y ayuda a resistir.

En este lado solo queda una última foto sonriendo en el pasillo con el bolso en el suelo. Aquí solo queda un hijo muerto. Asesinado. Que Graciela y Silvino tuvieron que mirar -para siempre- en esa pantalla, bajo los ojos altivos y prepotentes de los asesinos.

El resto es un reguero de premoniciones.

Son las seis de la tarde y la plaza y la peatonal se habita con gente que rehúye responder, salvo un muchacho joven de borceguíes, remera negra y un aro en el párpado: “eran los matones del pueblo, los matones del barrio, pero veremos. Esa señora no quiso hablar con vos, ¿no? Es lógico, hay miedo porque durante mucho tiempo se los odió en silencio".

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