El cuento por su autor

Este cuento formaba parte de Cuando Lidia vivía se quería morir (Perfil, 1998). Había pasado a ser el nombre del libro después de “El momento del impacto”, nombre de otro cuento, y de la opinión de Juan Martini, que estaba editando el tercero de mis cuatros libros, y prefería algo menos abstracto. Lo convenció de inmediato el tono casi de bolero, más entrador, por así llamarle. Lo sugerí y lo reedito ahora porque a mí el cuento me llegaba, entonces y ahora, por el tema sentimental y el humor, y porque la relación que narra me hacía hablar de las calles y lugares de la ciudad de Rosario de una cierta época. El título se lo había puesto bastante después de escribirlo, al enterarme de que la mujer de piel color caoba había fallecido de verdad. Entonces empezaba a descubrir que en los momentos previos al pasaje a otro plano es bastante raro que alguien siga queriendo morirse declarativamente como cuando estaba plenamente vivo.

Cuando Lidia vivía se quería morir

Hace un par de noches me reconcilié en sueños con un viejo amor. La había conocido hace muchos años, catorce o quince. Se llamaba Lidia y había ido a vivir a Rosario desde Chañar Ladeado, un nombre que siempre me fascinó. Recuerdo que una de las primeras cosas que le pregunté fue si en el pueblo había o no, en ese entonces o antes, un chañar ladeado que le hubiese dado nombre. Y que ella se rió, porque para uno un nombre geográfico o urbano no designa lo que nombra, sino un lugar o un paisaje, algo más amplio y abstracto (nunca pienso en Rosario como en una hilera de cuentas o una virgen, sino como en una ciudad calurosa, sintetizada en los tres o cuatro lugares que más me importan). Se llamaba Lidia, y había vivido toda la vida en una casa grande de Chañar Ladeado, encerrada, y había ido a Rosario (que para Chañar Ladeado vendría a ser La Gran Ciudad) a estudiar Arte. Era muy tímida, y me llevaba siete u ocho años.

Fue un amor que se cocinó lento, lentísimo, y nunca llegó a cocinarse del todo: de allí la culpa o la incomodidad posterior, al menos mía, y la posibilidad de reconciliarme con ella en sueños, hace dos noches. Íbamos al cine, a las galerías, al Museo de Bellas Artes, a los parques: la pasábamos bien. Una noche fuimos a la barranca, cerca del bajorrelieve gigantesco del Sembrador, donde un camino baja en diagonal, a oscuras. Yo sabía que bajando, recostándose sobre el pasto de la barranca y mirando hacia arriba se veía la luz blanca de los focos como un resplandor mágico, que después de las ocho o las nueve de la noche era muy difícil que ese lugar no estuviera fresco, y que el viento del río le acariciaba a uno la cara. Así que nos recostamos contra el pasto, el viento del río nos dio en la cara, y nos pareció que el resplandor de arriba era mágico, no de focos de mercurio.

En eso estábamos cuando apareció un guardián o policía que recorría el parque y nos llamó, nos pidió documentos, nos preguntó qué hacíamos allí, nos demoró una buena media hora tratando de sacar una coima. Cuando recorrimos las cuadras de regreso (caminábamos mucho con Lidia) hablamos con odio del guardián, nos referimos con desprecio a su sucia mente, que había planteado como única posibilidad que estuviéramos acariciándonos o haciendo el amor allí, en el camino en diagonal. Era cierto que había interrumpido un buen momento, con la característica brutalidad de quien tiene un poco de poder. Pero también era cierto (lo pensé otra noche, años más tarde, cuando hacía mucho que no veía a Lidia) que lo más lógico, rodeados de viento fresco, reclinados contra el pasto y mirando un reflejo mágico, hubiera sido acariciarnos o hacer el amor. Cada uno a su modo, aún éramos demasiado jóvenes.

Lidia vivía en pensiones siniestras, con una amiga gorda, morocha y gigantesca llamada, si mal no recuerdo, Fanny, y que era una especie de guardiana, de portera de Lidia. Cuando yo pasaba a buscarla, salía la gorda y hablaba un rato conmigo (más tarde, en las múltiples lecturas, descubriría que el nombre que más se le aplicaba, no sólo por el significado sino también por el sonido, era el de “chaperona”). Una de esas pensiones quedaba en la calle Laprida: un edificio viejo, con escalera de caracol, pintado de colores estridentes y con extraños dibujos en el interior. Allí vivía Lidia con Fanny, que estudiaba para ser asistenta social, carrera que ya entonces, por pura intuición, me parecía la cumbre de la inutilidad, el intento de solucionar la propia vida jorobando la de otros, en peores condiciones económicas o físicas.

Me cuesta describir a Lidia. Para mí es cómodo imaginarla: la veo en dos o tres momentos que la memoria ha elegido, y eso basta. Pero si quiero transmitir a otro cómo era ella, la cosa cambia. Podría decir que era un poco frágil, que inclinaba la cabeza hacia un lado, que tenía cabello castaño y fino que le ocultaba la mitad de la cara. Era delgada, y toda su piel tenía una especie de matiz caoba, pero no de árbol, sino de madera de mueble largo tiempo encerrado en una habitación aireada.

Pasaron meses, largos meses, antes de que Lidia y yo nos tocáramos y nos besáramos. Se había mudado a otra pensión, sin Fanny, más o menos ubicada por Paraguay y Córdoba (no es que disimule el sitio sino que realmente no lo recuerdo con precisión: a veces lo imagino en la calle España, a veces en Presidente Roca). Era más nueva, más tranquila, con mucho menos aspecto de pensión. En realidad se trataba de una casa de la que se alquilaban dos piezas. La dueña, en cambio, era tal como uno se imagina a una dueña de pensión: curiosa, pintarrajeada, con una amabilidad estridente y cargosa.

Ese día estábamos mirando juntos un libro grande de reproducciones, en la pequeña sala de la casa, sentados en un sillón. Habíamos rozado varias veces nuestras manos (escribo esto y me río, tal sabor tiene a texto romántico o mundano de hace dos o tres siglos, y tan cierto es sin embargo) y de pronto yo o mi cuerpo, que suele ser mucho más sabio, franqueó el límite fundamental, y una mano se apoyó sobre la rodilla de Lidia. Más tarde uno se concentra en zonas que cree más eróticas: los pechos, las nalgas, la garganta y los hombros, pero nada puede reemplazar el instante quebradizo, cristalino, en que se toca una rodilla de mujer por primera vez.

Allí empezó la maravillosa época de lo que el lenguaje popular ha dado en llamar, con notable acierto, “franeleo”. Nos metíamos en los recovecos más inverosímiles con Lidia para acariciarnos obsesivamente, besarnos hasta perder el aliento y al fin, eso es lo curioso, seguir caminando, o separarnos hasta el día siguiente.

Uno de los motivos era la extraña reacción de Lidia, ya desde la primera vez que franeleamos (como el lector imaginará, fue el mismo día en que mi mano decidió apoyarse sobre su rodilla). Consistía en lo siguiente: estremecerse y decir, con voz profunda:

–No, no, qué hacés. Ah, me quiero morir.

Las variaciones consistían en preguntarse qué sería de nosotros, de qué servía todo aquello, y fórmulas semejantes. Yo, con la falta de experiencia del adolescente calenturiento y a la vez analítico, le daba importancia a esas palabras, las discutía, hasta llegaba a irritarme y dejaba de verla por unos días, después de diálogos tan absurdos como este:

Yo (acariciándole los pechos como si estuviera amasando pan):

–Hmmm, qué lindo, ahhh.

Ella (con una complicada serie de esguinces que sólo conseguían excitarme más): –No, no, me quiero morir.

Yo (bajando la intensidad de las caricias, dejándome distraer totalmente por las palabras): –Por qué, por qué, qué pasa.

Ella (estirándose el vestido hacia abajo): –No sé, no sé qué pasa, pero me quiero morir, ¿Qué va a ser de nosotros?

Y así sucesivamente, hasta que nos separábamos. Vista desde ahora, la actitud de Lidia era lo que menos importaba, sobre todo porque descansaba sólo en lo que decía, no en lo que su cuerpo hacía. En una maravilla de ignorancia y falta de intuición ninguno de los dos (totalmente neófitos en lo sexual, salvo lo que habíamos leído en unos manualcitos delirantes que se vendían en las estaciones de trenes) pasábamos a mayores, y nos limitábamos a un estricto franeleo (cuando escribo la palabra me resulta imposible evitar la imagen, pensando en la piel caoba de Lidia, de mí mismo como un cariñoso ebanista que lustra meticulosa, lujuriosamente un mueble vivo).

De vez en cuando dejábamos que las palabras se impusieran por completo, y con gesto terminante (creíamos actuar y éramos actuados), decíamos cosas como estas:

Yo: –Bueno, basta, si querés morirte cada vez que nos vemos, mejor que nos separemos.

Ella: –Me quiero morir. ¿Por qué no dejamos de vernos por un tiempo?

Entretanto, la seguíamos pasando bien, como antes del momento de la mano y la rodilla. Recuerdo por ejemplo una leve caminata por toda la zona de la costa, la estación Rosario Central, unos enormes depósitos de grano medio en ruinas, herrumbrados, a los que se podía llegar en esa época, los troncos desgastados de los muelles podridos, la vegetación cubriendo grandes zonas de esa parte abandonada del puerto por donde Lidia avanzaba con sus pasos ágiles y el cabello castaño cubriéndole una mitad de la cara. Yo había llevado una cámara de fotos, pero cuando hice revelar el rollo resultó que estaban sobreexpuestas. De modo que el único testimonio de ese día que tuve por un tiempo (ahora se extraviaron o duermen en el fondo de algún cajón, aquí, en Rosario o en Montevideo) fueron varios negativos, a los que había que mirar a contraluz para ver la cara de Lidia sonriendo, con un par de anteojos negros, la cabeza un poco inclinada.

A veces dejábamos de vernos por unas semanas, nos reencontrábamos con renovado ardor, hablábamos hasta por los codos, ella trataba de explicarme por qué se quería morir, aunque ya la frase sonaba bastante hueca, hasta para ella misma. Y a la larga nos dejamos de ver casi por completo. Me fui de Rosario por unos meses, regresé, nos encontramos fugazmente. Se había mudado a otra pensión en las cuadras finales de la calle Entre Ríos, una de las zonas con aire más liviano de la ciudad. Era una pensión agradable, con patio, plantas. Lidia había empezado a trabajar hacía un tiempo en las oficinas de la Facultad de Filosofía y Letras, tenía un nuevo grupo de amigos. Su pieza era más pequeña que las anteriores, pero el color de los muebles, la luz que entraba por la ventana, la forma en que ella había dispersado su personalidad por la habitación, hablaban de una Lidia muy distinta a la que había llegado de un pueblo con el absurdo nombre de Chañar Ladeado, hacía muchos años. Lo único que recuerdo con cierto fastidio es un banquito que se armaba uniendo dos piezas de plástico, y que parecía cuidadosamente planeado para que uno tuviera las rodillas dobladas en el ángulo más incómodo posible y se encontrara siempre a punto de caer. Yo también había cambiado, era otro, más y menos seguro que el adolescente que se había recostado con ella en una barranca.

Tarde o temprano me enteré de que salía con un muchacho de la facultad, a quien odié meticulosamente, la seguí viendo de vez en cuando, saludándola, o quedándome a conversar un rato en su pieza. Vino otra ausencia de Rosario, viví en otra ciudad, regresé ya con otra muchacha con la que un día visitamos a Lidia y que la criticó con la clásica crueldad con que las mujeres se critican entre sí, después de atravesar el patio lleno de plantas de la pensión, y salir a la calle.

A partir de entonces debo de haberla encontrado sólo en tres o cuatro ocasiones. Momentos fugaces que me hacían verla tal como era, no como yo la había imaginado o conocido en otros tiempos. Recuerdo con precisión un encuentro en una esquina. Ella se había casado, tenía hijos, y en esa ocasión me explicó cómo había muerto su suegro, cómo habían heredado una suma que les había permitido comprar un departamento. Vi o creí ver en ella cierta avidez, de la que carecía en otros tiempos. Y entretanto, a través de los meses anteriores y posteriores a ese encuentro, en alguna siesta, en algún instante en que algunos lugares o algunas personas de Rosario se me venían a la memoria como transparencias livianas, nítidas, aparecía también Lidia y yo sentía, en cada ocasión, una leve puntada indefinible, una mezcla de remordimiento y pena, pero teñida fuertemente de humor, una especie de sana melancolía, que podía resumir en una frase: “¡Qué estupidez monumental no habernos acostado juntos, en ese entonces!”.

Empecé a imaginar que en algún día de lluvia la encontraba, la invitaba a tomar un café, aceptaba. Entrábamos a un bar semivacío, ella dejaba unos bolsos o paquetes sobre una de las sillas, hablábamos del tiempo, de pronto retrocedíamos y yo lograba transmitirle esa sensación indefinida que me había asaltado tantas veces. Nos reíamos los dos, nos despedíamos, sintiéndonos mutuamente aliviados, en una curiosa reconciliación.

Un amigo tiene la teoría de que lo que ocurre en la imaginación es irrepetible, porque forma parte de la realidad y la realidad no se repite, al menos en el breve lapso de una vida humana. Lo recuerdo a raíz del sueño que mencioné al principio. Hace por lo menos cinco años que no veo a Lidia. Hace dos noches soñé con ella, me reconcilié, y esa reconciliación tuvo, al despertarme, el peso de un hecho real, incluso más real que si nos hubiéramos encontrado en un bar, para charlar, reírnos y despedirnos.

En el sueño yo estaba encima de una amplia extensión de agua, bordeada a mucha distancia por árboles verdes. El agua misma estaba cubierta por una capa de hojitas minúsculas de un verde intenso, que unidas en una superficie uniforme formaban una película como de pintura sobre el agua inmóvil. Me encontraba encima del agua, no sé si parado o sentado, y de pronto era consciente de un movimiento submarino. Algo enorme se desplazaba por debajo de la capa de hojitas, algo que abarcaba cinco o seis metros, y de una longitud indefinida, como si la parte superior de un portaaviones vivo estuviera pasando bajo el agua. Eso despertaba en mí una sensación de liberación, la misma que me provocan los buenos travellings en el cine (el cine ha sido siempre para mí movimiento, cabalgatas, persecuciones a pie, a caballo o en automóvil). La única manifestación de esa cosa enorme que se movía debajo del agua eran dos pequeñas antenas, no sé si metálicas u orgánicas, que aparecían moviéndose, cada vez más rápidas, a uno o dos metros de mí, a cada lado, quebrando apenas la superficie de hojitas. Las dos protuberancias y la cosa enorme de abajo aumentaban su velocidad, toda la verde sábana vegetal oscilaba un poco. De pronto me invadía la sensación de que todo el paisaje entraba en un movimiento cada vez más veloz. Bruscamente era yo quien me movía sobre la superficie del agua, con el movimiento de quien va en un esquí acuático. Me sentía cada vez más feliz. Ahora Lidia estaba detrás de mí, como si fuera adherida a los mismos esquíes, aferrándome la cintura. La velocidad me impedía darme vuelta del todo, nuestras manos entraban en un tenue contacto (yo no las tenía ocupadas con nada, creo: los detalles de los sueños se borran con tanta rapidez). Ese contacto con los dedos color caoba de Lidia me comunicaba una felicidad distinta a la del movimiento, aunque se mezclara con ella. Al darme vuelta hasta donde me lo permitían el agua, la capa vegetal, el movimiento, pude ver la cara de Lidia sonriendo, el pelo castaño sacudido por el viento, y le pregunté cómo estaba. Alcanzó a decir que bien, a preguntarme cómo me sentía yo, en el momento impreciso en que la apertura infinita de la superficie verde se iba convirtiendo en la cama, la habitación donde estaba soñando, despertando con un suave movimiento de los dedos que en el sueño tocaban levemente los de Lidia para que, muchos años después de habernos conocido, me sintiera definitivamente reconciliado con ella, admitiera que la había dejado atrás, aunque unidos los dos por un movimiento veloz hacia adelante, libre de la sensación de melancolía, sabiendo que ella nunca más repetiría: “¿Qué va a ser de nosotros? Me quiero morir”.