Ya ha circulado como una tromba, en las últimas horas, la frase del título, pronunciada por el secretario de Salud de Mar del Plata, funcionario significativamente apellidado Blanco. El enunciado se refería, como se sabe, a una señora “en situación de calle” a la cual el señor secretario alegaba que repetidas veces se la había “retirado” –como se diría de una encomienda– de la calle para ingresarla en el hospital. Pero, incansablemente, la señora regresa a su lugar en la vereda, “como un perrito” (animal de costumbres, claro), donde presuntamente “se siente cómoda” (los criterios de comodidad, se sabe, son social y culturalmente relativos). Salvo para reiterar una biempensante y pasajera, aunque justificada indignación, no cabría, quizá, abundar en la anécdota. El problema es que no es, la anécdota, única y suelta. Uno puede, sí, recordar que el episodio ocurrió en la misma “ciudad feliz” –esa donde en nuestras vacaciones hacemos cola para comer en los restaurantes módicos antes de regresar a una cálida habitación de dos o tres estrellas– en la cual hace unas semanas se suicidó, en plenas oficinas de la Anses, un jubilado “cansado de luchar”, y últimamente murieron indigentes de frío. Las casualidades existen, desde ya. Incluso las célebremente llamadas “permanentes” por un ex rey-filósofo argentino. Lo que no se puede evitar es la hipótesis de que es la permanencia la que califica el grado de la casualidad. Tampoco se puede dejar de reparar en la obviedad –que justamente por ser obvia se suele pasar por alto– del significante zoológico. “Como un perrito”. Es una forma de lenguaje que ya tiene una extensa prosapia en los discursos discriminatorios, y aún genocidas, del siglo XX: los turcos llamaban “gusanos” a los armenios, los nazis “ratas” a los judíos, los hutus “cucarachas” a los tutsis, y así. Por supuesto que aquí no se alcanzan esos abismos tremebundos. Aunque no deja de ser inquietante alguna referencia literaria: en El Proceso de Kafka, por ejemplo, se dice que al señor K el Estado lo mata, justamente, “como a un perro”. Al mismo tiempo, un perro es sin duda un animalito más simpático que aquellos repugnantes gusanos, ratas o cucarachas. Y el diminutivo “perrito”, además, subraya esa simpatía, así como una pacífica y cariñosa domesticidad, vinculada seguramente a las comodidades de su hogar al aire libre, con lo que ellas implican de amplios espacios, viento fresco y libertad. Son bien interesantes, filológicamente hablando, las ambigüedades convocadas por tales calificativos. No se trata, como podría parecer a primera vista, de una mera “animalización”. No se está postulando una plena identidad, sino una comparación. El “como” un perrito sugiere un umbral indeciso: el sujeto pertenece a la especie humana, no cabe dudarlo, pero sus conductas lo acercan a otra especie, que de todas las existentes es la más “humanizada”. Con lo cual es difícil encontrarle una grilla clasificatoria precisa. Una descriptiva estratificación socioeconómica, intentada según los criterios de la clase dominante, los colocaría ¿dónde? ¿marginales? ¿”sin techo”? ¿trabajadores desocupados? El desconcierto se vio claro hace unos días, cuando otro funcionario, hablando del conflicto pepsicópata, denominó a los cesanteados como “ex trabajadores”. No, atención, “trabajadores despedidos”: ellos/as son “ex”, aunque no como quien dice “ex marido” o “ex ministro”, sino más bien “ex existentes”. No son, no están, hubiera filosofado un ex presidente. Así se han venido, desde hace mucho, creando ambiguos limbos de “ex” para quienes no han lugar en la lógica del capitalismo: ni explotadores ni explotados, ni productores ni consumidores, el ni-ni generacional de moda aumentado a proporciones ontológicas. La señora de Mar del Plata acaba de inaugurar el limbo máximo: ni estrictamente humana, ni del todo animal, mascota doméstica a la que desde ya no se la admite en la propia casa, pero tampoco se tolera que ande por la calle: ¿se ha observado que el funcionario blanco, o Blanco, dijo que la habían “retirado” 17 veces? Es decir: con ella había una familiaridad, hasta uno podría imaginar un encariñamiento, puesto que estaba siempre ahí, en la peatonal San Martín, el funcionario la veía siempre, tal vez la saludaba, entrando y saliendo de su oficina. No era cuestión de adoptarla, va de suyo, pero sí de “retirar” del paisaje urbano ese humanimaloide incómodo para el disfrute turístico. En estos términos, uno puede pensar esos intentos de “retiro” casi como un privilegio. Porque de los otros miles de “ex” en sus limbos no sabemos, señores, nada. La máquina de fabricar limbos en que se ha transformado la política económica prefiere no nombrarlos, porque, bueno, lo que no se nombra, o no aparece en la tele con esa mala leche que produce la nata (quién sabe si el Polaquito no será también un privilegiado), no existe siquiera como “ex”. O tendrán miedo, por ahí, que hablando de ellos se despierte el temor –tan propio de las medianías de clase– de que muchos perritos juntos se desprendan del inofensivo diminutivo para devenir jauría hambrienta y agresiva. En todo caso, se cree resolver el tema con el apelativo del amo de casa aludiendo a la mascota escapada. No deja de ser una condensación casi perfecta de los dobleces del discurso oficial: raciclasismo light con peyoración amable para los casi-animalitos en la calle, y palos, gases y balas de goma para los que pelean para no ser “ex”, llámense docentes, pepsicolaburantes, agrclarinistas, en fin, indomesticables en general. Y así van las palabras, sostenidas en materialidades armadas hasta los dientes que muerden la lengua, la bella lengua de Cervantes. El buen y sufrido marxista Mijaíl Bakhtin sostenía que la lucha de clases se juega también, todos los días, en el lenguaje. Qué bueno tener autoridades que, todos los días, nos ofrecen ilustraciones bien concretas para esas abstracciones académicas.
Como un perrito, ¿viste?
Este artículo fue publicado originalmente el día 25 de julio de 2017