Crecí viendo telenovelas. Las de Alberto Migré, Abel Santa Cruz y Delia González Márquez por las noches; las de Nené Cascallar y Gerardo Galván durante las tardes (cuando no iba a la escuela). Recuerdo perfectamente el final de Piel naranja; tengo en mi memoria la escena de China Zorrilla enloquecida después de descubrir que Raúl Rossi había matado a los personajes que interpretaban Marilina Ross y Arnaldo André. No volví a encontrar un final tan intensamente trágico hasta décadas después, en las novelas de Georges Simenon.
A vuelo de pájaro, algunos recuerdos: Soledad Silveyra, con una capelina que intenté dibujar a los seis años copiando una figurita y que me parecía la belleza en estado puro. Rodolfo Bebán y Gabriela Gili en Malevo, pero sobre todo en El Gato, una copia no muy lograda de El Zorro, pero que me encantaba. Arturo Puig recitando poemas de Julia Prilutzky Farny en Pablo en nuestra piel; el personaje ya mayor de Héctor Bidonde enamorado de una jovencísima Susú Pecoraro en Galería (no creo que muchos hayan visto esa novela de la tarde).
Las telenovelas resultaban una educación sentimental y social para todos los que las veían. Y si las de Migré parecían apuntar a un público puramente femenino, a diferencia de las de Santa Cruz, los varones también terminaban enganchándose con los romances de los martes o viernes a la noche por una simple razón: en los 70 casi nadie tenía dos televisores y si se veía la telenovela, todos mirábamos. Con tres hermanas mujeres mayores que yo, era difícil influir en la elección del programa. De la misma manera, los chicos también nos quedábamos viendo los noticieros, las series policiales y los unitarios de Alta Comedia.
Muchos años después me enteré que los intelectuales de la época detestaban las novelas televisivas. En ese momento, por suerte, no lo supe: mis hermanas y mi madre no eran intelectuales, ni mis vecinos de Lanús, ni mis parientes, ni mis compañeros de escuela. Tardé en descubrir que toda la cultura popular en la que me formé (no solo las telenovelas) estaba vista con cierto desprecio por escritores y pensadores prestigiosos. Sin embargo, con los años, ese universo televisivo, heredero a su vez de la radionovela, fue reivindicado, estudiado y hasta visto con nostalgia. La cultura popular siempre es mejor comprendida y aceptada cuando es un fenómeno cuyas reglas se establecen en el pasado. Ocurrió con el tango, con la novela policial, con el comic. Hoy a nadie le resultaría raro que hablemos a favor del melodrama desarrollado en las telenovelas.
Todo esto para decirles una verdad que ustedes, caros lectores, compañeros de aventuras, no están dispuestos a reconocer ni borrachos a las tres de la mañana: que el Gran Hermano está buenísimo. No hay en la televisión argentina nada más entretenido, ni apasionante, ni polémico.
La mala onda, la crítica negativa que despierta el Gran Hermano me hace acordar mucho a esa mirada despreciativa que había en otros tiempos con las telenovelas. Incluso los argumentos son similares: GH estupidiza; GH es reaccionario, manipulador, arbitrario, no refleja la realidad y sus participantes son simples, básicos, carecen de complejidad intelectual. Además, ¿a quién le puede interesar ver la vida de un grupo de inútiles que no hacen nada “valioso” en todo el día?
La idea de una cultura popular que refleje siempre nuestra ideología es, como mínimo, ingenua. Gran Hermano puede ser reaccionario tanto como el Pato Donald un promotor del capitalismo. Esa mirada puede servirnos para comprender los productos culturales, pero no alcanza para entender el atractivo que generan.
Lo primero que hay que preguntarse es por qué un formato que ya pasó por varias ediciones sigue despertando el interés en un público masivo. Básicamente, como las telenovelas, porque genera sentimientos en su público, de amor, de odio, de solidaridad o rechazo hacia los participantes, despierta la curiosidad de saber por qué tal o cual participante reaccionó de una manera u otra. Es muy difícil resistirse al chisme, las murmuraciones y los malentendidos. El público quiere saber más, ver más, discutir más con los demás espectadores.
El Gran Hermano rescata de las telenovelas algo que no siempre ha sabido hacer la literatura o el cine de las últimas décadas: construir personajes perfectamente definidos, héroes o villanos, víctimas o verdugos, apasionados o indiferentes, queribles u odiables. Y lo que es mejor: parte del público piensa que tal participante es un encanto mientras otros están seguros de lo contrario. Es mucho más rica la discusión sobre el comportamiento de los participantes del Gran Hermano que esos falsos debates políticos que ofrece la televisión y que no convencen a nadie. En cambio, los debates del Gran Hermano pueden persuadir al espectador de que Fulanito es un demonio. ¿Manipulan al espectador? Sí, como lo intenta la mayoría los programas televisivos.
Gran Hermano es un fabuloso generador de ficciones en las que los espectadores entran con pasión. Las nominaciones semanales y la expulsión de la casa cada domingo permiten al público ser parte del desarrollo de la historia. Con el atractivo maquiavélico de que no se vota a quién se quiere, sino a quién se detesta. Es como si en una novela policial sobre un asesino serial, los lectores pudieran elegir quién será la próxima víctima.
Uno de los problemas de las críticas a Gran Hermano es que sus detractores piensan que el género reality se refiere a la realidad, tal como la percibimos en un noticiero. Un reality es un simulacro de realidad, igual que esas películas que se anuncian como “basada en hechos reales”. Porque a lo que apunta el reality es al morbo, y solo puede haber morbo en la realidad, no en la ficción (de ahí el atractivo de los casos reales en el cine y la TV). El pacto del público de un programa como Gran Hermano es dejarse arrastrar por esta enorme ficción que es el montaje, la edición, la manipulación de la producción y hasta del propio público que levanta y recorta videos tomados durante la transmisión en vivo de la “Casa” y los sube a las redes sociales. De los muchos realitys que hay, el de Gran Hermano es el más exitoso porque es el que mejor disimula la falsa construcción de la realidad, para que todos compremos una verdad que no existe. Si Don Quijote y Madame Bovary se lo creyeron, ¿por qué los espectadores del Gran Hermano tenemos que ser menos?
Ojalá vuelvan las buenas telenovelas, o formatos nuevos de cine y televisión que construyan historias que despierten en el espectador el cúmulo de emociones y opiniones que genera este reality show. Hay amores, peleas, traiciones, discusiones idiotas y reflexiones sobre la vida que tienen su encanto. Hay vulgaridad, golpes bajos, giros inesperados en la trama. Hay todo lo que necesita una ficción para encontrar un público fiel.