Cuando don Juan Ochoa trazó una línea vertical con la tiza dividiendo el pizarrón en dos mitades iguales, arañó de tal modo la madera con la uña de su dedo índice que produjo un chillido agudo capaz de fracturar el cristal de la copa de agua que estaba encima de su escritorio, la copa, sin embargo, permaneció impasible pero a sólo un par de metros de allí hubo quien no pudo permanecer impasible, es cierto que tampoco lo intentó, y esto no por falta de voluntad o porque no tuviera el deseo de disimular para no herir la sensibilidad de su profesor, ni porque no hubiera querido que no creyeran todos en la clase que no era ella capaz de mantener su concentración aún en las circunstancias más adversas, sino porque, sencillamente, no hubiese sido capaz de tal hazaña ya que nada en el mundo la perturba tanto como el sonido agudo que produce el rasguño de una uña sobre un pizarrón.

Ahora, sólo una fracción de segundos después de haberse producido el ruido que hizo rechinar sus dientes, puede verse a Estefanía tapándose los oídos y mordiéndose los labios, para luego abrir levemente la boca con un gemido ahogado y, cerrando los ojos, pasar la yema de su dedo medio sobre las encías, masajeándolas. Don Juan Ochoa, que la espía con el filo del ojo derecho experimenta un escozor a la altura de la bragueta y sonríe.

Cualquiera podría preguntarse el por qué de la sonrisa de don Juan, ya que del escozor sólo puede tener noticias el propio Juan, y la verdad es que no es cosa fácil de adivinar la razón de la tal sonrisa si se desconoce el dato del escozor. Es claro que no se trata de un gusto por el sufrimiento del otro, eso habría que descartarlo de plano, si algo don Juan no podría ejercer en la vida es el oficio de torturador, sin ir más lejos y para que esto quede del todo claro, de él se dice con toda justicia que es incapaz de matar a una mosca. Todo el mundo estaría de acuerdo en describirlo como un hombre recto y de moral intachable, cuarenta años de ejercicio de la profesión docente sin una sola ausencia al trabajo ni faltas de disciplina de ninguna clase que se le pudieran achacar ni, mucho menos, Pitágoras no lo permita, acusaciones de acoso sexual a discípulos o colegas, lo atestiguan. 

Pero por qué don Juan ostenta, en este momento, esa sonrisa a medias reprimida. Alguna razón de fondo habrá de tener, cualquiera podría pensar. Y bien, es posible afirmar sin riesgo de equivocarse que no le faltaría justificación a quién así lo pensara. Efectivamente, esa razón existe, así es, y es así aunque de esa razón de fondo pueda decirse que no es más que una razón vulgar, una razón clásica, nada novedosa, hasta podría admitirse que no se trata más que de una razón estúpida, si a alguien se le ocurriese calificarla así. Eso, aclarémoslo, no estaría mal dicho, sería justo, no faltaría a la verdad quien lo dijera, aunque, después de todo, no se ve por qué razón sería justo pedirle a una razón que, por el solo hecho de ser de fondo, tenga también que ser inteligente o de gran trascendencia, como si de ella tuviera que depender el destino del universo cuando lo único que importa, al fin y al cabo y, llegado el caso, es que esa razón sea de fondo, es decir, que sea causa suficiente para provocar los efectos de que se trate en cada ocasión. 

Don Juan Ochoa, en este caso particular, hombre de unos sesenta y cuatro años, en el límite ya de acogerse a los beneficios de la jubilación como profesor de matemáticas, está enamorado de su joven alumna, Estefanía, tal como el escozor antes citado denuncia, aunque esa denuncia nunca se haga pública, y, gracias a este medio azaroso e imprevisto: la acción involuntaria de la uña de su dedo índice arañando el pizarrón al momento de trazar una línea recta, ha logrado tocar y estremecer el cuerpo de ella, ése con el que sueña en sueños secretos y del que tanto se cuida, ése, al que en bien de la ética docente y las buenas costumbres magisteriales, nunca se ha acercado, ni lo haría, a más de un metro de distancia. 

Por eso sonríe don Juan, ésa es su razón de fondo, ha conmovido el cuerpo de Estefanía aunque no por los medios que él hubiese deseado y, más allá de que el tal deseo no pueda él admitirlo ante nadie y menos ante sí mismo, el susodicho estremecimiento o conmoción del cuerpo de Estefanía no ha escapado a su mirada y ha, para colmo, estremecido también el suyo. 

Y qué pasa con Estefanía, podría cualquiera preguntarse con el legítimo derecho que da la malsana curiosidad que todo el mundo ejerce sin reconocerlo jamás acerca de la vida íntima del prójimo. Pues bien, también ella está enamorada de él. También ella sueña sueños húmedos y perturbadores y delira y se afiebra recordando sus clases, tanto las grises y rutinarias de geometría euclidiana como aquella otra brillante y excepcional, tan brillante y excepcional que hizo fantasear a Estefanía con la idea de influenciar a su tío diputado para que intente convencer por medio del Ministro de Educación a la Unión Argentina de Matemáticos de la Tercera Edad a candidatear a don Juan para el Nobel, claro está que don Juan nunca más ha sido capaz de alcanzar esas cumbres conceptuales, nunca más ha intentado desarrollar aquella tesis suya sobre el teorema de Thales y su vinculación a la topología, en particular, a la cinta de moebius y el infinito borgeano, porque don Juan es, y esto sin desmedro de su sabiduría en lo que respecta a su profesión de profesor de matemáticas, experto en la literatura de Jorge Luis Borges y sus juegos sobre el infinito y los laberintos. 

Así, ella pasa las noches solitarias entre sábanas frías frotando sus muslos entre sí y pellizcándose los pezones. Es sólo que don Juan nunca lo sabrá, que morirá incluso sin siquiera imaginar lo cerca que estuvo de provocarle un orgasmo a Estefanía con la feliz conjunción de la uña de su dedo índice y el verde pizarrón en un trazado veloz sobre la lisa madera inocente, mientras dibujaba una línea recta. Si lo hubiera imaginado hubiese, tal vez, vencido su timidez e intentado algún acercamiento iniciando así el camino del laberinto que lo separa y a la vez lo conduce hacia ella. Ella, por su parte, jamás le confesará sus sentimientos y fantasías porque moriría de vergüenza si lo hiciera y porque está convencida de que él la rechazaría indignado. No descarta la posibilidad, pobre Estefanía, de que don Juan se negara, incluso, a seguir aceptándola como alumna

Sí, tal vez, don Juan hubiese podido conocer la felicidad, si es que tal cosa existe, junto a Estefanía. Claro que para que esto hubiese sido posible no sólo debería existir la tan mentada felicidad sino que también hubiera sido necesario que fuese él capaz de transgredir sus sacrosantas reglas morales, entonces sí, no sólo hubiese experimentado un escozor a la altura de la bragueta como el que efectivamente tuvo ocasión de experimentar al momento de ver la reacción de Estefanía cuando su uña rozó la superficie lisa del pizarrón, sino que hasta es posible que hubiera tenido una erección y, en el mejor de los casos, si hubiese sido capaz de buscar o crear el momento propicio, cosa difícil de imaginar, hasta podría haber penetrado en el cuerpo de Estefanía, así tal vez, quién sabe, hubiera tenido la oportunidad de morir en sus brazos sintiendo algo de eso que algunos llaman felicidad.