Con Inés buscamos el colchón inflable y nos metimos en el riacho. Era una tarde de noviembre y la isla estaba tranquila. La conversación nos fue llevando y terminamos hablando de los dos varones que nos acompañaban en nuestra expedición. Hacíamos un reconocimiento arqueológico frente a la ciudad de Coronda. En el equipo estábamos Inés, María Eugenia, Ada, Rita, que era la directora del proyecto, y yo. La Intendencia de Coronda nos proveyó de una lancha, dos peones y viandas. Era el año 1974. El campamento estaba a unos veinte metros del sitio arqueológico en medio de un ceibal al lado del riacho. Todas las mañana Juan y Roque llegaban en lancha con las provisiones. Juan parecía el hijo de Roque pero no lo era. Ambos estaban armados y Juan tenía una lanza con la que pescaba sábalos.

A Roque le encantaba contarnos las anécdotas que había tenido en las islas para hacernos reír cuando nos sentábamos a tomar mate en ronda, al atardecer, antes de que se fueran. A veces, le hacía algunas bromas a Juan para avergonzarlo. Juan era un muchachón tímido, y no le gustaban sus bromas. Creo que Roque lo hacía a propósito para que se animara a hablar un poco y participara de las conversaciones. Pero Juan, cuando alguna de nosotras le dirigía la palabra o le preguntaba algo, bajaba la cabeza y apenas se lo oía. Parecía turbado con nuestra presencia: éramos quizás demasiado desenvueltas, preguntonas, audaces para él. En una ocasión nos preguntó si no teníamos miedo de quedarnos solas de noche en la isla. Dormíamos en una gran carpa que nos había facilitado la facultad.

A Juan le gustaba salir a sabalear. Una vez Rita le preguntó cómo pescaba sábalos con la lanza. Se le iluminó la cara y empezó a decir algo así como que había que aguardar en la orilla o un poquito más adentro o en una curva del río cerca de la orilla y con paciencia esperar que en esa curva quedaran apiñados. Ahí los lanceaba. Fue la primera vez que habló con seguridad. Era lo suyo.

Todas las mañanas salía a buscar provisiones frescas. Un día trajo un chajá hembra con sus dos pichones. ¡Cómo nos enojamos! Los pichones se murieron a los días. Se quedó callado toda la mañana. Y nosotras, protestando y todo, saboreamos su rica carne asada. Roque se quedaba en el campamento y cocinaba para todos. Los sábalos cazados por Juan y cocinados por Roque eran una delicia.

***

Volvía por el angosto sendero rodeado de altos pastizales, llevaba en la mano la pinza de depilar que nos olvidamos en el campamento. Habíamos encontrado en el cerrito que estábamos excavando un fragmento de cerámica pequeño enterrado en una parte de tierra dura y lo estábamos sacando con pinceles, pero necesitábamos la pinza y yo volví al campamento a buscarla. Encontré a Juan, que había salido temprano a sabalear, con un pie metido en una palangana con agua. Le pregunté qué le había pasado y me contó que se había clavado una espina y le dolía mucho el pie, así que había vuelto para sacársela y hacerse baños tibios con sal y así aliviar el dolor.

De golpe me frené, quedé congelada. Por el sendero, a unos tres metros delante cruzaba una yarará. Se la veía enorme. Se notaba que había comido algún animal porque estaba hinchada. Grité como loca: ¡Yarará! ¡Yarará! La serpiente permaneció estática unos segundos con la gran panza sobre el sendero. Con mis alaridos se movió rápidamente y desapareció entre los pastizales y yo quedé espantada sin querer moverme. Segundos más tarde sentí un estruendo detrás mío, casi me caigo del susto. Al darme vuelta ví a Juan rengueando y sosteniendo la escopeta en sus manos. Caminó unos metros, se agachó y levantó la yarará sin cabeza. Quedé estupefacta: ese hombre herido le había volado la cabeza a la yarará dejando el cuerpo intacto en medio de un denso pajonal.

Esa tarde Roque se dedicó a despellejar la víbora. Me obsequió su piel.

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