Tal vez los secretos del oficio de guionista de historietas valen no sólo para la producción de cultura popular. Y son válidos en la operación de incursionar en los denominados “géneros mayores”. A fines de los 90 me sentía quebrado como escritor. Rodrigo Fresán me rescató proponiéndome escribir un cuento por mes para Pagina/30. El compromiso de una entrega mensual me intimidaba. Las palabras parecían haberme abandonado. Dónde quedó el guionista, me chicaneó Rodrigo. En esa misma época, en una Feria del Libro en Tandil, pago gombrowcziano, con Andrés Rivera una noche compartíamos whiskies. Hablamos de Hemingway, Faulkner y Onetti, sus escritores predilectos. Entonces Andrés me extrajo de la autocompasión con un consejo providencial basado en su experiencia. Cuando me pasa lo que a vos, miro televisión. Veo una película, y si me gusta presto atención, busco una secuencia, un instante como disparador, y desarrollo otro conflicto. Arranco de ahí, de esa escena. Y empiezo. Ese es mi secreto, me dijo.

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Mientras busco las definiciones de trama, ya que el término es femenino, vuelvo a mi madre preguntándome inquisidora, admonitoria, pero no demasiado en serio, como intuyendo con picardía mi próxima travesura: Qué estás tramando, me pregunta. En esta dirección la palabra tiene un significado de sospecha, me digo. Antes que la disposición de las partes de un tema, estas anotaciones que se suceden conectándose un tanto al azar, me preocupa aclarar el por qué esta índole de conspiración que le adjudico a su sentido. Qué busco probar en estas anotaciones. Un airecito Blanchot suspira agotado entre las líneas que voy escribiendo. Si hablamos de escribir, y entendemos la literatura como una construcción de un relato –así se trate de un poema o un ensayo científico–, la trama tiene relevancia. Pero la trama que parece organizarse a través de esta reflexión me devuelve no sólo al oficio de narrar –el orden de las partes de un conflicto– sino también a mi pasado, una disposición natural a la revisión personal que, en cierto modo, se vuelve entre escritura de diario y memoria íntima. Ninguna originalidad, la obsesión del yo por esconder un delito, camuflar la apropiación de un texto ajeno. Busco justificarme. Y me pregunto si acaso nuestra existencia está escrita. Es decir, fue escrita. Por quién. Por quienes. Ninguna originalidad: en el fondo del asunto acecha la repetición. Somos dobles imperfectos creados por un deseo anterior, un deseo que no nos pertenece pero nos moldea. Estas ideas que creo articular en verdad me traman: soy tramado por ellas. Ellas, quiénes.

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A veces me pregunto si tiene importancia conocer el origen de una trama. Lo que importa al lector, es sabido, no es esa trama que suele ser anterior en tiempo y espacio sino como se la recrea, porque su encanto depende de esa sustancia equívoca, maleable, en perpetua transformación, que es el lenguaje. Sin embargo, a muchos escritores les preocupa más la autoría de la trama que su resolución. Quizás tengan razón en proteger la propiedad de sus pequeños hallazgos si es que, acaso, son suyas realmente, sépanlo o no, si no fueron dictados y/o escritos antes del mismo modo que estas anotaciones que empiezo a fabular esta mañana, un libro que daría en llamar “El libro de las tramas” que probablemente no me pertenezca. El afán de originalidad parece ignorar el paso del tiempo.

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Todos los días, de lunes a viernes, Carlos viene al centro en el tren Mitre. Es un tren lento, amable, que conserva cierta remembranza británica. Parte de la estación arbolada en Olivos y en su trayecto a Retiro se detiene en estaciones que conservan un matiz del pasado, alguna con nombre todavía inglés: Coghlan, por ejemplo. Carlos se instala en un asiento junto a la ventanilla. Viaja con un libro y un cuaderno. Lee y escribe en el viaje. El libro cambia en distintos viajes, el cuaderno no, le dura más Puedo recordar su letra prolija y pequeña, el modo en que anota frases y describe acciones. Cuando no escribe, lee. Es un lector insaciable, pasa los autores como si fueran estaciones: Tove Jansen, Kurt Vonnegut, Robert Hoover, George Perec, Eduardo Galeano, Slawomir Mrozek, Raymond Carver, Italo Calvino, Sheridan La Fanu, Bruno Szhulz, Bohumir Hrabal, Bioy Casares. Sin escalas. Su velocidad supera la del tren. Lo que escribe: los borradores de los guiones de historietas que luego entregará a sus dibujantes. Si uso el posesivo y digo "sus" dibujantes tiene una explicación: selecciona y elige cuidadosamente a quienes ilustrarán sus guiones: los Breccia, Mandrafina, Altuna, Meglia, Rizzo, entre otros. Sabe quién es el indicado para darle imagen a una historia sombría, quién para una histórica, quién para una futurista, quién para una comedia. Carlos escribe únicamente historietas. Y en su concentración, en la exclusividad con que se dedica al género, hay una actitud de concentración que le envidio. Una entrega budista, arriesgaría. A Carlos, en su modo concentrado, no se le nota de dónde extrajo la inspiración para tal o cual serie. En los 90 alquilamos un departamento de dos ambientes en Esmeralda y Córdoba donde montamos una oficina editorial. Compartimos la misma mesa, las dos máquinas de escribir enfrentadas. Esta es una de las épocas más fecundas de ambos. Carlos es Carlos Trillo, de lejos, el más talentoso y solidario de los guionistas argentinos. Es mi hermano mayor y, a la vez, un mentor de mis lecturas. Su inspiración proviene de una biblioteca sin fin y una imaginación incesante. Sus lecturas refieren su gusto literario exquisito, muchas veces instrumental. Su originalidad radica en el talento para alquimizar una historia anterior y no sólo. Su originalidad consiste, debo subrayarlo, en la conciencia ética con que Oesterheld encaraba este oficio. Sus lectores tal vez no tenían otro acceso a la literatura que sus guiones, planteaba Oesterheld. Por tanto, trato de hacerlo lo mejor que puedo. Y sí, tengo una masa enorme de lectores, más que Borges y Sábato. Aunque a mi mujer le gustaría ser la señora de uno de ellos. Lo cierto en Carlos: la tenacidad en la escritura como oficio funciona como paradigma. Carlos murió en 2011 a los 68 años en Londres mientras viajaba con su compañera, la también escritora Ema Wolf. Años más tarde, durante la pandemia, en cuarentena, en Olivos, lo recordaré todos los días. A dos cuadras de acá está el cementerio donde yace. En la memoria popular, sin embargo, sigue respirando en sus historias publicadas y republicadas en todo el mundo. Y siguen circulando.