Mi papá era un diablo simpático, hedonista y liviano en sus sesenta y cinco kilos. Su audacia le crecía por saberse diminuto en ese bosque de gigantes que lo elevaba mediante pases mágicos. A veces lo retaban como a un chico y otras veces le ofrendaban una corona de laureles que apuraba a ponerse en la testa de pelo enrulado y desde el promontorio feudal daba órdenes que no se entendían, susurraba chistes malos, invitaba a ser como él, a meterse en su mundo giratorio y espectacular, andar la tierra germinando chanzas y malos entendidos, tentado hasta el punto de no poder caminar con las ocurrencias que generaba. Creo que le fallaba un poco. Pero era legítimo con su mundo insomne de estrellas fugaces y cacerías de leones que él mismo hacía rugir, ambientando la casa como un cubil de fieras, desprovista de todo rango -la imitación era pésima- y surgía de cada rincón del hogar, allí donde hubiera una cortina de tul o un esquinero en penumbras que no identificase a la bestia en su guarida de espinos, advirtiendo que era temible. Mi madre, transpirando en esos veranos de desvelos, iba y venía acarreando trastos o lavando. ¿Por qué esto sucedía en los calores solamente? Me resultó un misterio hasta que de grande, entrando a la rueda del trabajo entendí que eran sus vacaciones y él buscaba “un poco de diversión”. Por otro lado, según leí, los leones por aquella época estaban más agitados que de costumbre. Rondaban los campamentos, acorralaban el ganado y solían, cuando la ocasión era propicia, comerse un negro. Eran fáciles, hacían la guardia y estaban desarmados. Esto solo ocurría cuando mi papá no trabajaba y mi mamá llevaba adelante el orden constitucional de la vivienda. A veces era interrumpido en esos arrebatos de imitación de fieras por un timbrazo, algún pariente o vecino que atinaba a pasar y entonces el pasatiempo se disolvía y volvía a ponerse serio; le aparecía un palito entre sus labios y atendía las visitas con displicencia leve, adusto, infantilmente dolido por la interrupción. Tenía que ser un hombre adulto de nuevo y esa ficción lo malhumoraba. En la noche, regularmente tras el noticiero radial de las diez, entraba de nuevo a rugir y subía las escaleras para quedarse en la terraza, quieto en un punto; sus omóplatos oscilando de un modo acentuado, marchando hacia arriba con el oído atento, hasta se diría que se deslizaba. Nadie podía oírle a media docena de pasos. Conocía a la maravilla todos los sonidos habituales de la casa: el estallido de un carbón, el aceite al fuego, al paleteo del ventilador. Si algún ruido se mezclaba a los ya conocidos, se paraba en seco hasta averiguar con claridad el origen. Luego proseguía su marcha como una sombra, a resguardo de los cazadores. En el barrio había locos. Estaba el que regalaba esmeraldas enseñando una mano vacía; estaba el Doctor Gordo que aseguraba ser un facultativo de renombre caído en desgracia por su pasado peronista y confeccionaba recetas en el aire; el Flaco Trilla, ya cuarentón, bastante amenazador con una gomera al cuello, pero que lloraba como un niño cuando su madre lo descubría y lo mandaba para adentro. Lunáticos de variado pelaje. Pero mi papá ni los registraba, eran de un rango menor. Se metía en el personaje. Llamaba a su manada alertando de alguna acechanza. Yo miraba a mi madre empeñada en espantarse los mosquitos que la rondaban y esperaba una seña de ella para que admitiera que mi viejo cansaba con su animalidad nocturna. Pero no: ni lo escuchaba. Yo intuí con la sapiencia de joven hijo de animales que existía un acuerdo entre ellos, una señal o una necesidad de admitirse irrealidades que yo magnificaba porque mi viejo, en su teatrillo de vanidades, imitaba a los leones tan mal que daba risa: pero la leona parecía no escuchar nada. Mi hermana estaba absorta sacándose los barritos ante un espejo. El que estaba solo y libre era yo. Mi viejo era el cazador de a ratos y león en otros. Nunca disparaba, ni se oían los tiros. Era mayormente el felino. En esa época en que África crecía sobre la casa y el verano, creí empezar a convertirme en lobizón. Se lo dije a mi padre como una confesión temible para que se enterase de que su hijo pertenecía a otra manada, más exquisita y rara: la de los solitarios, los sobrenaturales, los que acechaban y estaban indemnes ante la bala de plata de los adultos. “Bah -me soslayó-, en la ciudad no hay lobizones, no los dejamos entrar”. Aquello me ofendió. Nadie desafía a un monstruo. ¿Quién era él para creerse león y no dejaba a su hijo ser otro animal, más fiero, más hermoso, montaraz, un asesino confeso? ¿Cómo que no los dejan entrar? Miró hacia la terraza y me susurró que algo se movía. “Son leones jóvenes que vienen a querer coparme el territorio. Y empezó a subir la escalera de portland. Me miró para tranquilizarme, como si lo precisase. “Son hienas que buscan carroña”, me susurró. “A las hienas nosotros las matamos”, sostuve. “A ustedes no los dejamos entrar porque nosotros somos de verdad, en cambio ustedes son pura fantasía, cosas del miedo”. Fue doctoral su respuesta. “Andá y mírate que te están creciendo las orejas de lobito y después hablamos”. Dio un chicotazo con su cola y burlándose de mi alma feroz aclaró que esa noche como venían los Reyes mejor me fuera a dormir, si no las jirafas no me iban a traer nada. No dijo camellos. Dijo jirafas. “Ya se ven sus lomos detrás de las nubes, vení subí conmigo”. Me hizo mirar las estrellas y me dio un abrazo. “No tenga miedo, hijo, que a los Reyes también los vamos a echar para que no jodan con promesas, pero antes les vamos a morfar los camellos y romperles las bolsas a mordiscones. Venga con su padre”. Y me alzó por las axilas. “Dígame qué ve, dígame, señor de los bosques".

Yo, que había leído en el Codex las constelaciones, murmuré: “Veo la Osa Mayor, papi. Y a Orión”. Me depositó en el suelo cruzándose de brazos, rascándose la melena. “¿Ah visto? Entre animales salvajes nos entendemos. Ahora vaya a comer con su madre y su hermana que yo debo vigilar la llegada de esos alcahuetes y ver si cazo un Rey y a su caballito con joroba. Vaya, vaya y ni se le ocurra rezar que a nosotros, a las fieras de la selva, eso nos disgusta.”

A la mañana, ni bien clareó, destapé en el patio lo que me habían dejado los Reyes. Era un libro con imágenes de lobos en todas sus formas. El libro, con olor a cola, como recién elaborado, decía en su tapa con letras doradas. “Licantropía. ¿Mito o realidad?” Entendí que junto con mi padre estábamos en la misma manada del que ofrecía esmeraldas, el Doctor Gordo, Trilla, el de la gomera, y yo mismo, el Lobizón. Éramos todos chiflados, los auténticos locos que se esfuerzan en ver lo que nadie ni siquiera se imagina.

 

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