Hay dos significantes que por elección decidí abrazar en mi vida y que de alguna manera asocio con la figura materna. Son los mismos desde los que elijo hoy recordar a Syra Franconetti: ética y dignidad.

Su historia --de pérdidas irreparables-- era para mí la mostración de la tragedia y estaba siempre invariablemente ahí, bordeando el escenario de aquellas tempranas reuniones pos Conadep en las que con Gabriela, Miguel, Delia, Mónica, Mario, Luis, Marcelo, Carmen, trabajábamos en la investigación de los hechos del "Atlético". No sé cuándo ni cómo se sumó, pero algo del encuentro en la búsqueda de sus hijos seguramente se reactualizaba allí, en esas planillas y listados de doble entrada,con vacíos de esos que jamás se llenan. Ésa era su causa. Nos acompañó en la reconstrucción de lo sucedido en ese sitio donde estuvieron dos de sus hijos desaparecidos y después se sumó a la misma tarea vinculada al “Vesubio” y a otros centros clandestinos de detención de ese circuito. Trabajó incansablemente para los juicios en una labor concienzuda e incesante que la tenía como referente precisa a la hora de reunir las pruebas acordes a la demanda del discurso jurídico.

Y el alcance de lo traumático de esa experiencia fue directamente proporcional a la entereza con la que ella andaba por la vida. Hasta que un día escuché su testimonio. Madre de siete hijos --seis mujeres y un varón--, perdió tres a manos del terrorismo de Estado y a su marido, que luego de salir del campo de concentración donde quedó su hijo menor, se murió de tristeza, alejándose drásticamente de lo más inmundo de este mundo.

Estuvo en momentos trascendentes de mi vida privada. El nacimiento de Pablito, el título universitario y en esas reflexiones sobre la condición humana que nos interrogaban no solo en los lugares obvios sino también en los inesperados. Y cuando decidimos irnos juntas de vacaciones un verano de 2003, hace 20 años. Siempre con su serenidad, sabiduría y calidez, en esa complicidad que armamos en un lazo irrompible.

No recuerdo tampoco cómo comenzó la iniciativa de festejar los cumpleaños de las tres, pero cada año, empezando el 20 de julio con Gaby, pasando por el 5 de septiembre de ella, hasta llegar al mío días después, empezábamos a revisar agendas para la fecha del festejo tripartito. Y en medio del intercambio de regalos que se había convertido en el rito simbólico de la celebración, esa cita sagrada era la expresión amorosa, cada vez, de un encuentro que tenía de antemano la fecha de reencuentro asegurada.

Hasta que, con el agravamiento de sus dolencias, cada una de esas reuniones estuvo signada por el interrogante sobre la siguiente. Y no alcanzó todo el amor del mundo. Tampoco para amortizar ese dolor discreto e íntimo que solo se percibía a veces en las imágenes de sus seres queridos --Eduardo, Ana María, Adriana, Jorge--, que rodeaban la aplicada mesa engalanada exquisitamente cuando nos recibía. Ellos y ellas estaban allí con sus historias de vida, que se entrometían en las conversaciones escapándose por momentos de los retratos detenidos tan tempranamente en el tiempo.

Mientras nos íbamos despidiendo en cada ocasión como si fuera la última, supimos finalmente que no habría una nueva cita de primavera, cuando ya ese sueño iba a ser eterno.

Y como si en su sagacidad se nos hubieran puesto de acuerdo, abruptamente, al mismo tiempo, se nos fue nuestro querido Beinusz Szmukler. Ese defensor empedernido de derechos humanos que extendió su empeñoso oficio de abogado a tantos campos como su compromiso lo señalaba. Así, de golpe, sin aviso. Mientras estábamos preguntándonos cómo íbamos a hacer con aquella ausencia, irrumpió intempestivamente esta otra. Como si el dolor se pudiera fragmentar. Y desde el retrato que presidió su último acto, allí estaba él, con su sombrero infaltable y con esa mueca compinche en la comisura de los labios que anticipaba seguramente el próximo chiste que iba a hacer. Mirándonos desde su condición de gente de bien, pavoneándose de esa estirpe en extinción.

Porque la peor etapa de este mundo neoliberal ya no propicia gente así, ya no son bienes que abunden. Y partieron. Con la misma ética, generosidad, compromiso y dignidad que caracterizó sus vidas. Por eso sus actos seguirán resonando todo el tiempo en los nuestros.

 

Hace poco les envié, como salutación de fin de año, un poema de Hamlet Lima Quintana. Beinusz me dijo que era su poeta preferido, a quien había tenido el gusto de conocer, y del que admiraba su coherencia. Virtud que ambos compartirán --como el poema--, tal vez cuando se encuentren en esta partida doble, en cualquier lugar a la vuelta de la esquina. Porque “Hay gente que con solo decir una palabra / enciende la ilusión y los rosales/ (...) llega hasta todos los límites del alma, / alimenta una flor, inventa sueños, / (...) Y uno se va de novio con la vida / desterrando una muerte solitaria, / pues sabe, que a la vuelta de la esquina, / hay gente que es así, tan necesaria".