A partir de este jueves 16 de febrero, Rojo profundo (Profondo Rosso, 1975) regresa en toda su gloria carmesí a las salas de cine argentinas, en una copia restaurada a partir de los negativos originales en formato ancho Techniscope. Una noticia esplendorosa, no sólo para los seguidores del realizador italiano Dario Argento, uno de los grandes maestros del terror cinematográfico, sino para el público en general. Claro que en el principio fueron los animales: un pájaro, un gato y cuatro moscas. Y antes de los bichos hay otra historia, un relato de familia que incluye a un padre productor, Salvatore Argento, y una madre, la brasileña Elda Luxardo, que al margen de su carrera como modelo se dedicó a fotografiar profesionalmente a estrellas de cine.
En ese ambiente nació y fue criado el joven Dario, nacido el 7 de septiembre de 1940. Luego de una breve pero exitosa carrera como guionista, que incluyó la escritura a seis manos de la historia original de Érase una vez en el Oeste (1968), la obra magna del spaghetti western de Sergio Leone, el treintañero Argento llegó a la realización de su primer largometraje con varias cartas de recomendación en la mano. La así llamada “Trilogía animal”, integrada por El pájaro de las plumas de cristal, El gato de nueve colas y Cuatro moscas sobre terciopelo gris, lo ubicó con firmeza en el circuito internacional y popularizó en el resto del mundo ese particular género cinematográfico fatto in Italia, cruza de relato de intriga detectivesca y horror: el giallo. Luego de un descanso televisivo con la serie de unitarios La porta sul buio y la dirección del film histórico Le cinque giornate, con Adriano Celentano –única incursión cinematográfica por fuera de los confines del horror–, Argento pondría manos a la obra para embarcarse en lo que sería su primer capolavoro.
La secuencia de títulos de Rojo profundo es una de las más intensas y (paradójicamente) minimalistas en la historia del cine de terror, suspenso y aledaños. La simple, bella y machacona música de apertura compuesta por Goblin, uno de los platos fuertes de la banda de sonido, comienza a repetir su leit motiv apenas aparece la placa “Salvatore Argento presenta”, acompañando el resto de los rubros artísticos y técnicos casi hasta el final. Casi: a mitad de camino, otra melodía de la banda italiana interrumpe el pulsante ritmo con una canción de cuna ligeramente extraña y perturbadora. El único plano que la acompaña será el de las piernas de un niño –es de suponer, por las características de la vestimenta, de algún pasado no demasiado remoto– a cuyos pies aterriza un cuchillo de cocina ensangrentado, previo grito estrepitoso y afilado. El espectador intuye que esa breve escena será importante en el desarrollo de la trama, pero sólo hacia el final comprenderá su irrefutable lógica de flashback.
Los primeros quince minutos del cuarto largometraje de Dario Argento son de lo mejor que haya realizado en toda su carrera, reuniendo elementos ya utilizados en su “Trilogía animal”, pero bajo un nuevo sistema narrativo que amplifica varias veces el tono enrarecido que asomaba en sus films previos. De hecho, y más allá de la estructura de giallo que lo vertebra de principio a fin –con sus crímenes misteriosos y sangrientos, la investigación llevada a cabo por detectives amateurs y el enigma central sobre la identidad del assassino– lo pesadillesco comienza a salpicar, primero, y a empapar luego la narración. Como corolario directo, los detalles de la trama pasan en varios momentos a un segundo plano, y ese lugar es usurpado por los climas, la atmósfera, la posibilidad de un pavor casi metafísico detrás de los concretos terrores de la mutilación y el crimen.
Luego de la introducción, un travelling presenta al protagonista, un músico y conductor de orquesta que se encuentra dirigiendo a un pequeño quinteto de jazz. Visiblemente irritado por la mecánica interpretación de la banda, su voz comienza a apagarse en un fade out que, o bien fue consecuencia de una falencia técnica que no pudo ser subsanada a la hora de unir esa escena con la siguiente o, por el contrario (muy posiblemente), señala deliberadamente un elemento intrusivo, de manera que el espectador elimine de cuajo la posibilidad de estar asistiendo a un relato naturalista.
La cámara avanza hacia delante en lo que parece el lobby de un teatro y los cortinados se descorren como por arte de magia, otro elemento claramente artificioso, fantástico incluso, a tono con lo que ocurrirá dentro de la sala. En el estrado, una mujer que practica las artes ocultas de la adivinación –o una persona con poderes paranormales, dependiendo del punto de vista– dialoga con la audiencia, en control absoluto de la situación. Pero algo o alguien que acaba de ingresar al recinto provoca un malestar súbito y profundo en la expositora, que responde al nombre germano de Helga Ulmann y está interpretada por Macha Méril, la actriz de origen ruso (nacida en Marruecos) que los cinéfilos recuerdan fundamentalmente por su papel protagónico en Una mujer casada (1964), uno de los films injustamente menos reconocidos de Jean-Luc Godard, además de su rol secundario en Belle de jour, de Luis Buñuel.
Su presencia en pantalla será bien breve: la señorita Ulmann es la primera víctima de Rojo profundo. Como ocurría en El pájaro de las plumas de cristal, el crimen tiene un testigo ocular que observa los acontecimientos desde el otro lado de un cristal (en esta ocasión, el vidrio estalla en pedazos, golpe de gracia asestado por el anónimo victimario). El músico, Marcus Daly, no es otro que el inglés David Hemmings, quien a pesar de haber disfrutado de una extensa carrera actoral suele ser recordado esencialmente por dos papeles: el del joven fotógrafo alienado de Blow Up (1966), el primer largometraje de Michelangelo Antonioni fuera de Italia, y Rojo profundo. Antes de la sangre, un paseo por las calles de Torino (donde el film fue rodado casi en su totalidad) y el encuentro con Carlo (Gabriele Lavia), un muchacho homosexual –como él, músico– que atraviesa una profunda crisis existencial, ahogada en parte en el consumo inmoderado de alcohol.
Las imágenes nocturnas de la ciudad, iluminada con primor por el director de fotografía Luigi Kuveiller, ofrecen una primera pista del obsesivo trabajo con la imagen que, de allí en más y durante al menos la siguiente década, se transformaría en una de las marcas de estilo más evidentes en el cine del realizador. La referencia directa y literal a “Nighthawks”, el famoso cuadro del artista estadounidense Edward Hopper, reafirma esa tendencia hacia el preciosismo visual e, incluso, parece un intento por llamar la atención desde un prestigio tomado en préstamo. Luego de subir las escaleras e ingresar en el fatídico departamento, una serie de planos en un pasillo interminable ofrecen nuevas claves sobre la identidad del asesino (un pequeño truco de encuadre) y, fundamentalmente, introducen el tono de pesadilla que el film sostendrá a lo largo de las siguientes dos horas y siete minutos. Aunque con algunas paradas en las estaciones de la recapitulación verbal de los acontecimientos y también el humor, otro rasgo del cine de Argento que desaparecerá casi por completo en su siguiente película, Suspiria.
El color rojo está en el título. Y en la pantalla, todo el tiempo. Es el color de los cortinados del teatro, el color de las paredes repletas de pinturas expresionistas y, por supuesto, el de la sangre de aquellos que caen en el camino. También es el color de varios objetos que el asesino dispone prolijamente sobre una mesa (unas bolitas, un muñeco de lana pinchado con alfileres, una cuna de cartón, un par de dibujos infantiles sangrientos, un cuchillo), que la cámara registra en un plano secuencia creado mediante un travelling casi microscópico. Esa secuencia de tonalidades fetichistas, nuevamente acompañada por la melodía central de la banda de sonido, es el primero de una serie de momentos en los cuales el film abandona la narración en tercera persona para encarnar, de alguna manera, en la mirada y la mente del asesino. El segundo de los crímenes llega recién sobre la marca de los sesenta minutos de proyección; antes de eso, el músico devenido detective entabla una relación con la joven periodista Gianna Brezzi, interpretada por una actriz de veinticinco años con apenas un puñado de papeles previos en el cine y la televisión: Daria Nicolodi.
Dario y Daria se conocieron durante el casting de Rojo profundo, relación profesional que continuaría durante muchos años de la mano de otro tipo de vínculo más íntimo. La pareja permaneció en compañía mutua durante la década siguiente y tendría descendencia: la futura actriz y realizadora Asia Argento (Fiore Argento, medio hermana de Asia, es hija de Dario Argento y Maria Casale, con la cual el realizador estuvo casado hasta 1972. Su otra media hermana, Anna Ceroli, fallecida a la edad de 21 años en 1994 en un accidente automovilístico, fue fruto de la relación previa de Nicolodi y el escultor Mario Ceroli). Marcus y Gianna unen fuerzas a la hora de desenredar el ovillo, que yace hecho un bollo enmarañado delante de sus narices, otra pareja despareja que, a pesar de las expectativas del espectador, no tendrá un desarrollo amoroso ulterior, aunque la batalla de los sexos está siempre a la orden del día.
Juntos protagonizan algunas de las escenas humorísticas del film: los paseos en el desvencijado Citröen de Gianna, con el asiento del acompañante definitivamente vencido por el peso, o la secuencia en la cual miden sus fuerzas físicas mediante un combate de pulseadas, con un vencedor no tan insospechado. Muchas de esas escenas, alejadas del suspenso y el horror, fueron eliminadas en el corte internacional en inglés preparado por los productores, casi media hora más breve que la versión original. Es por esa razón que la versión completa sólo puede apreciarse en idioma italiano (así se verá en las pantallas en este reestreno local) o, en su defecto, en inglés con “parches” en italiano, ya que esas escenas no presentes en el corte internacional jamás fueron dobladas al inglés.
Gianna es asimismo quien intenta ayudar a Marcus a recordar el contenido de ese misterioso cuadro, desaparecido como por arte de magia del departamento de la vidente, reconversión del proceso de recuperación de la memoria del protagonista de El pájaro… La pista definitiva que puede ponerlos sobre los talones del asesino. Lo más atractivo de Rojo profundo, aquello que la ubica en un nivel muy diferente al de los primeros tres esfuerzos del director, es la capa cada vez más densa de enrarecimiento que comienza a posarse sobre el convencional relato detectivesco. Aprovechando sin duda la presencia de Hemmings y la inoxidable identificación con el fotógrafo de Blow Up, la búsqueda de la verdad detrás de las apariencias empieza a adquirir conatos de locura, como si la mente enfermiza detrás de los homicidios comenzara a infectar la vida de su eventual cazador.
La extensa escena en la casa abandonada se ubica en las antípodas de todo aquello que, según las reglas del suspenso cinematográfico, debería hacerse para generar una tensión sostenida. Sin embargo, siempre y cuando el espectador haya ingresado de lleno en el universo de la película, las imágenes y sonidos de la secuencia logran precisamente eso mismo. Tomando nuevamente como referencias las obsesiones del fotógrafo de Blow Up (y, quizás, una pizca del final paranoico de La conversación, la obra maestra de Francis Ford Coppola), Marcus ingresa a los dominios del misterioso inmueble con la esperanza de encontrar alguna pista importante. Sin darse cuenta, será casi devorado por la necesidad de hallarla. La evidencia acabará finalmente ante sus ojos, aunque el sentido total no será revelado hasta el desenlace.
El paseo errante por las habitaciones derruidas, con el constante riesgo de ser herido por un vidrio o trozo de mampostería suelto, es acompañado en la banda de sonido por una nueva melodía de Goblin, menos amenazante pero igual de inquietante. El recorrido, acortado en la versión internacional, posee una cualidad casi abstracta, una nueva demostración del interés creciente de Argento por la creación de climas, incluso a riesgo de perder tensión narrativa. El subsuelo, tomado por una pequeña inundación, y cierta habitación a la que sólo puede accederse trepando las paredes externas de la casa, ofrecen nuevos peligros al visitante. Finalmente, el muro descascarado revela, detrás de una capa de pintura reciente, el acto de violencia homicida seminal. Su gradual descubrimiento, con un Hemmings recubierto por el yeso reseco que cae sobre sus manos, brazos y hombros, es recreado por Argento en un falso tiempo real organizado a partir del montaje.
La secuencia señala hacia el futuro: Suspiria (1977) marcaría el desembarco absoluto de lo fantástico en la obra de Argento. Allí ya no se trata de una tonalidad parcial, de un puñado de pinceladas de color sobre un dibujo en carbonilla sino, lisa y llanamente, de la irrupción de un viento sobrenatural huracanado que disuelve cualquier lógica psicológica o criminal convencional. Pero esa ya es otra historia.