A los doce años, Sara aprendió la curandería. Llevaba su nombre por una vecina que, según su madre, había sido "cuerpo hecho bondad". Cuando Sara cumplió doce años, estuvo lista para saber los secretos que las mujeres de su familia habían compartido por siglos. Su madre le pidió que trajera su diario íntimo y que anotara ahí las palabras que iba a decirle. Le confesó que al principio no las recordaría y que debería revisarlas pero que con el tiempo, ya no usaría las anotaciones. También le advirtió que no le comentara a todo el mundo y que sólo le curara a quien se lo pidiera o a quien ella creyera que podía sanarle. No llegaba la cura a quien no estuviera dispuesto a creer. Durante la siesta del Domingo de Pascuas, su madre le explicó uno a uno el procedimiento de cada curación. Arriba del mantel de hule apoyó un cordón largo y señalándolo le dijo: "Esto es para curar el empacho. El mal de ojo yo no lo sé curar con aceite y para la quemadura sólo necesitas de vos, tus manos y tus palabras". Anotó las palabras para curar cada uno de esos males. Sintió miedo, mucho: podía generar bienestar en las personas.
Durante años le curo todo a sus parejas y a todos los integrantes de sus familias políticas. Incluso, desatendiendo a la indicación materna, le curó a aquel flaquito con que nunca creyó que ella pudiera sanarlo. Cuando sentía que una complicidad sanadora la habilitaba, lo confesaba: "No curo nada. Es como depositar energía en vos. Es como ir un rato para tu casa, hacerte un té o una sopa, darte un abrazo largo o esperar a que te duermas mientras el sueño llama a las pesadillas". No podía decírselo a todo el mundo. No todo el mundo está listo para ser cuidado.
Su madre tenía razón. Con el tiempo, el diario se había apilado junto a otros cuadernos viejos. Ya no necesitó las palabras que allí había escrito. De tanto repetirlas las había aprendido como la oración del Ángel de la Guarda, en el que ya no creía, pero que Sara rezaba en las noches en las que las Angustias rondaban la habitación. Curar había sido su resguardo. Una garantía. Hacer bien la tranquilizaba y la exponía. Cuando aquella persona que curaba estaba muy ojeada comenzaba a bostezar profundo, incluso a veces, se mareaba. Entonces, acudía a su madre en auxilio. La curandería se fortalece y logra su fatal eficacia en la repetición en sincronía de las palabras. La sincronía de los cuerpos, de las risas le da tiempo a la existencia, hace de la vida un relato posible y cierto.
Ese día mientras miraba la manito ardiendo de la amiga de su hija pensó que todo esto no tenía sentido, que era una mentira que sólo mantenía cerca a las personas, que las ayudaba a confiar un rato más. Confiar en que el dolor pasaba, que no era para siempre. La miró a su amiga. El agua del termo había convertido la manito de la beba en una aguaviva latente. Su amiga le imploró entre llantos que la curara, que hiciera que su nena dejara de gritar, que espantara el dolor. Sara le dijo: "yo le curo pero vos llamá ya a la emergencia". Sin tocarla pasó su mano una y otra vez, por arriba del globo de piel. Miró a la beba a los ojos y dijo las palabras aprendidas aquella siesta de Pascuas. Sara comenzó a sentirse cansada. Deseó que fuera verdad todo lo que su madre le había enseñado. De a poco, la hija de su amiga bajó el volumen de su llanto. Dos horas más tarde llegó la emergencia.