Benigno Primero plantó sus tierras, familia y sueños en Las Rabonas, entre Nono y Los Hornillos -tierra perdida en el mapa argentino- en su Córdoba natal que, muchos años después, porteños pudientes e ignorantes convirtieron en lugar de moda, descanso y golf. Ellos se llevaron para siempre el encanto de lo primitivo, del agua no potable que por años tuvimos que ir a buscar en pesadas damajuanas a la canilla de la punta de la calle. Ellos desdibujaron sin retorno el alma campesina del largo y empantanado camino desde la ruta hasta el dique.

Don Benigno, terrateniente, diputado de La Docta, panamá natural y tiradores, anteojos redondos con infinitas esferas concéntricas, miopía inconmensurable y boca gigantesca con repulgues por falta de espacio. Grandote, bonachón y sonrisa eterna.

Miopía y bocaza prendidas al apellido y a la heredad que tiempo después un tal Zaldívar de Mendoza se empeñó en corregir: sólo la miopía, la boca perduró y perdura en incontables generaciones.

Por lo recóndito del lugar, unas monedas y algunos billetes hicieron todo suyo, desde “la punta de la calle” al dique La Viña, camino eterno de tierra y barro, de zanjas, víboras, plátanos y sauces llorones.

Instalado en La Casa Grande, poco a poco, fue regalando hectáreas a los lugareños que las habían trabajado desde antes, vecinos nobles y humildes. Gorra en mano y cara curtida “adiós Don Benigno” y él parando el paseo y el caballo “Buenas Roberto, ¿cómo anda la patrona?”

Benigno siempre con tiempo para escuchar y sonreír.

Lo que supo ser el hotel “Los Plátanos”, único en el lugar y de cierta categoría, veinte habitaciones, fuente con patos, y gruta de la Virgencita, paraíso perdido entre montañas del Valle de Traslasierra, se convirtió más tarde en lugar de reencuentro familiar, a medida que sus doce hijos, cinco del primer matrimonio con la difunta Lola y el resto del segundo con Doña Modesta, fueron emigrando a Cordoba, Salta, Mendoza, Santa Fe, el sur, Tucumán.

Para juntar a la familia, el hotel Los Platanos se convirtió simplemente en La Casa Grande. Refugio y algarabía de tantísimas generaciones, de diciembre a marzo, algunas Pascuas y escasos inviernos; de hijos propios y entenados, vestida siempre de guitarra, truco, mate, mucho tinto y papas fritas en grasa dorándose en la paira.

Miro fotos, cuadradas y en blanco y negro y me dejo renacer en el recuerdo. La siesta era nuestra, de los chicos. Los grandes descansaban y las prohibiciones flotaban en el aire.

Bajar al arroyo, meterse en la pileta, gritar, colarse en la despensa para robar comida, eran castigados con ojotazos o tirones de los pelos de la nuca a los varones; a nosotras nos tocaba el encierro siestero en la habitacion familiar oscura y agobiante.

Tanto para hacer: la gruta, la zanja prohibida, la escondida a la sombra del plátano. Me aburría un poco el sapo, las historias de aparecidos me encantaban, sobre todo si las contaba Javier. En realidad, creo que el que me encantaba era Javier solo, con o sin historias.

Sonrío con mi boca con portación de apellido: arrancábamos naranjas del árbol para chuparlas de un agujero quirúrgico y casero en el ombligo, llenos de tierra y sentados en los ladrillos de la acequia. Infancia y verano.

Eramos felices sin saberlo, reinventando travesuras de rodillas magulladas, siempre sucios y el calor insoportable de enero; todos iguales, el arte de la impostura todavía nos era ajeno.

La vida de Las Rabonas ha sido un anecdotario digno del Gabo. Las eternas sobremesas de domingo, coronadas con zambas de contoneos sensuales y pañuelos soñadores, guitarra de mano en mano y las voces familiares: la mayoría desafinadas con el tinto y otras ganadoras del Festival de Cosquín.

El promedio de comensales en enero era entre treinta y cincuenta y la amenaza de Aureliano Buendia atado a algún plátano ha despertado más de una carcajada.

A los grandes invariablemente los ha precedido el tía o tío, en cambio para los chicos: la Mercedes, el Alejandro, el Pablo, con la tonada cantarina de esa Córdoba profunda.

Somos de acá, medio indios nomás, sin ancestros de valijas descascaradas dejando melancólicamente sus orígenes para bucear en “La América”. Cargamos piel curtida y aceitunada, pelo grueso y ojos parlantes que no saben enmudecer, la infinita boca repulgada y los anteojos; y las mujeres fuertes de caderas anchas.

Los únicos de pelo amarillo son los cuatro que nacieron del amor de “una de las nuestras” con un gringo de ojos azules.

Éramos todos reos, teníamos sueños ridículos que contábamos con seriedad de misa, amores sin cálculos, el hombre de la bolsa, y la generala servida. La vida por delante y un verano infinito de travesuras.

Y también teníamos siempre hambre, esa hambre voraz de los cuerpos inquietos y las almas aventureras

Las reglas de la Casa Grande se han escrito en el aire con marcadores indelebles. El enorme comedor con dos mesas separadas que formaban una T, con ubicaciones particulares que daban prestigio y respeto, escondiendo la cercanía del fin.

La cabecera ha sido bastión de los que primero arribaron al mundo, de manera que al haber alguna “vacante” ascendía el siguiente, algo así como el arribo a la soberanía del poder con el contrapunto de guardar en el bolsillo un boleto sólo de ida.

Mi niñez de rebeldía innata no ha podido entender jamás ese privilegio de que te sirvan y comer milanesas a mansalva a cambio de tener a la parca mirándote de reojo.

Todavía hoy me pregunto si puede ser a veces tan alto el valor de un doble churrasco. Porque esas filosofías inconclusas y sin valor me han invadido también de adulta. En ese momento eran las costumbres y se tomaban con seriedad y respeto.

La mesa de los grandes tenía sus privilegios: les servían la comida, (los chicos hacíamos cola plato en mano), podían repetir y comer tranquilamente el postre “preparado” por la Celia, dueña y señora de la cocina. Lugareña empedernida y fiel, de carácter ambivalente, fondo dulce y millones de empanadas domingueras.

Nosotros nos sentábamos en la mesa del techo de la T, separados metro y medio del palo mayor, para que los ojos rapaces de alguna tía, de ojos vivaces, nos pudieran vigilar. Nos tocaba una milanesa, un bife, un algo, y si el postre preparado no alcanzaba, nos mandaban a la galería a chupar sandía, uvas, duraznos, ciruelas. A la galería para no ensuciar porque todo chorreaba.

El sabor del dulce de leche clarito de Doña Modesta y el olor de la despensa -todavía hoy, cuarenta y tantos años más tarde- alborotan mis sentidos con una melancolía aplastante.

Los regresos a casa eran siempre iguales: la víspera de un viaje eterno “por abajo”, para evitar saltar de Mina Clavero a Carlos Paz por las altas cumbres, camino errático de entonces cornisa, negros como el carbón, y alguno de los tres llorando un amor prohibido, sabiéndose condenado a esperar al enero siguiente.

Así fueron mis primeros catorce o quince eneros, sobredosis de arroyito, mugre y montañas; despues vinieron otros destinos, otros lugares, otros caminos.

Volví muchos años más tarde, ya madre y levemente adulta, a festejar los cien años de la Casa Grande.

Y ya no fui más La Mercedes, sino La tía: paso irremediable a la adultez que me dejó un sinsabor en la boca porque en ese entorno me sentía siempre niña. Ser La tía Mercedes representaba el irrevocable paso del tiempo tan temido. Tía de innumerables caritas convocantes que no tengo idea de quienes son, los rasgos se repiten en esta nueva generación pero cuesta distinguirlos, salvo a los de pelo amarillo.

Presidente de la Comuna, cura, familiares y herederos de los donatarios de las tierras de Benigno formamos una masa tan heterogénea como emotiva al inaugurar en la punta de la calle un palo de madera: Avenida Benigno Andrada.

Con mi inevitable acidez miro la llamada avenida y me responde el mismo camino de tierra, barro y zanja bajo sauces llorones y plátanos. Siento que de avenida no tiene mucho y que está bien que así sea, porque lo importante es el nombre de Benigno, hacedor de sueños, buen tipo. Panamá natural, tiradores, miopía inconmensurable y boca gigantesca. Bonachón y sonrisa fresca.

Me pregunto qué habrá sentido Benigno ese día, con esa altivez que esconde la palabra Avenida. Creo que hubiera preferido algo más simple, sólo calle. Pero claramente estos pensamientos duermen en mí, sin compartir.

Somos muchísimos, hay ahora tres mesas.

Cada uno ha seguido su camino, los enanos atorrantes nos volvimos limpios y decentes, comerciantes, profesionales, maduros y resignados… espantosamente adultos.

No volví más, por dos motivos: porque como dice Dolina “el mejor camino es el camino de vuelta, que es también el camino imposible” y porque me sé cercana a la cabecera de la mesa y sería indecoroso declinar la oferta.