El cuento por su autor
El verano quizá sea la estación del año en el que las horas son más blandas. Se estira la mañana, se estira el anochecer, la noche parece abrirse en promesas fáciles de cumplir. Buenos Aires afloja. Nos sentamos a tomar cervezas heladas en la vereda, en barcitos amables bajo los tilos, en los parques. El verano tiene su propia modulación, su estallido, su declive. Su secreto. Su lado B. La vida en los edificios también. Lo que ocurre detrás de cada ventana o en cada balcón de un edificio de departamentos, en un barrio cualquiera de Buenos Aires, es una escena de una historia que podríamos inventar. A veces la realidad puede darnos una imagen a lo Hopper, o activar un afán detectivesco a lo Hitchcock o convertirnos en voyeurs a lo Brian De Palma. O todo a la vez. Un mundo aparece en un balcón y ahí estamos. Lo que sabemos es poco, siempre es poco. Y puede desaparecer. Esta historia es una historia de verano, de lo que aparece intempestivamente y lo que se disuelve en una ciudad anónima.
Diario de una pareja que toma sol en el balcón
Y una mañana estaban ahí, pero nada indicaba que fuera la primera vez. Sentados en el balcón del departamento de un tercer piso a la calle, alrededor de una mesa, los cuerpos al sol. Probablemente fuera un domingo. Bien temprano. Uno de los primeros domingos de diciembre, con olor a verano a punto de estrenar. Ella se recogía el pelo con las manos, él se ajustaba las manos en la cadera, cebaba mate y le convidaba. Charlaban. A veces giraban los cuerpos para seguir la conversación, a veces se concentraban en el sol. Olvidados de todo. Como una pareja de enamorados en una hostería frente al mar. No en la ciudad. En algún momento, todavía sentada, ella estiraba las piernas y los brazos y su cuerpo tomaba una forma longilínea. Él se acercaba y le hacía masajes en el cuello. Ella bajaba la cabeza, parecía cansada. A las once, con el sol ya picando, entraban al departamento, corrían las cortinas. Dejaban la puerta balcón entreabierta; la cortina revoloteaba si había brisa. El departamento parecía entrar en un profundo silencio hasta las siete de la tarde.
El primer día habrá sido un domingo, pero después también aparecieron un lunes o un miércoles, un viernes. Ella usualmente con un vestidito corto de algodón, azul o verde; él con unas bermudas y una chomba piqué. Cuando estaban de pie se hacía evidente la diferencia de altura. El hombre era alto, de espaldas anchas y músculos tensos: fuerte para su edad, un cuerpo que seguramente de joven había sido entrenado para mantenerse en forma, aunque no fuera deportista. Ella quedaba a la altura de su hombro y cuando él la abrazaba o se inclinaba para besarla, sus brazos la cubrían por completo. Ella era mucho más joven y elástica. Tendría unos cuarenta años. El cabello corto, que a veces recogía en un rodete flojo, le daba un aire de mujer que sabe de su cuerpo. A veces se acodaban en la baranda y miraban a la calle, señalaban, comentaban entre ellos. Pero eso nada más cuando aparecían a la tardecita. Por las mañanas de manera casi estricta se sentaban al sol y mateaban.
El departamento frenteaba a la calle con el living y la cocina, diminuta; sin duda un pasillo interior daba a un dormitorio y a un baño. Seguía el formato estándar de los departamentos nuevos: ambientes chicos y grandes ventanas. Sin embargo, la luz que se encendía a las siete de la tarde en el living era de diferente color según los días: a veces azul, a veces rosa.
Él recibía visitas a la tarde. Los fines de semana. Un hombre, a veces dos, parejos en la edad, viejos como él. Él lucía su altura, ellos eran más bajos y tenían panza, esa panza sólida de los años, casi inevitable. Todos andaban con bermudas en elegante sport, zapatos náuticos, camisa de manga corta o remera con cuello. Se sentaban en el balcón y compartían una cerveza, alguna picada básica, papitas o maníes. Ellos mismos se traían las cosas desde la cocina. Hacían gestos amplios, se reían. El más bajo, con las manos en los bolsillos y el cuerpo inclinado hacia adelante, era quien los visitaba con más frecuencia. Cada tanto miraba hacia el interior del departamento como si ella hubiera hablado o llegado recién, o simplemente esperara verla pasar. Él, en cambio, con el peso del cuerpo en una pierna y la otra levemente flexionada, mirando al frente con un cigarrillo entre los dedos, estaba en otra escena. Parecían conocerse, parecían repetir los gestos y posturas de otros tiempos. Solo cuando estaba con sus amigos él fumaba. Actitud de hombre importante, marcaba el territorio con el humo del cigarro. Conversaban y reían, se dejaban deslizar en el tiempo. Eran esas horas en que el verano da tregua y el anochecer se alarga. Justo antes de que la energía de la noche empiece a sacudir las radios de los autos con un reggaetón o una cumbia arrastrada, y haya entonces taconeos, shorts, perfumes y marihuana como una promesa inminente.
Ella no recibía visitas de amigas aunque tampoco parecía salir de la casa, y contadas veces se la veía sola en el balcón. Tenía que darse algún espectáculo barrial de calibre. Como la tarde del escándalo con el dealer de la esquina. Una revuelta de gritos y golpes de palo al principio, te voy a denunciar, salí de acá infeliz, la yuta te va a caer, qué le vendiste, infeliz, a la piba; la piba es una trola, bien que sabe. Y al rato, como cumpliendo la advertencia, el patrullero en la esquina y el dealer, ahora sentado en el toldo metálico de la carnicería gritando: de acá no bajo, que la haga la denuncia, que la haga, yo conozco mis derechos, no me bajo. Y esa tarde el dealer no bajó ni la policía subió a buscarlo; la tensión se diluyó con palabras de bajo calibre, los curiosos se fueron dispersando. Quedó como lo que parecía: el exabrupto de un ritmo que todos conocían y en el que cada uno jugaba su parte. Enero estaba a pleno y el calor se levantaba del asfalto como una bruma. Solo a la noche los ánimos se refrescaban.
Con el correr de la noche la luz rosa del living viraba al fucsia y al púrpura encendido. Pero las cortinas eran espesas y no daban lugar a un teatro de sombras. La luz azul iba hacia el eléctrico, como la pantalla de una televisión sin programas, y en las primeras horas de la madrugada alcanzaba un violeta más azul que rojo. Un violeta chillón. Se distinguía entre las ventanas a oscuras de todos los departamentos como un faro o una boya. Cuando clareaba, perdía estridencia. Por algún efecto óptico o el natural agotamiento de la batería, hasta la consistencia parecía cambiar cuando ya amanecía, el violeta decantaba a un azulino o un rojizo ya muy pálido. Era perturbador constatar que la luz seguía ahí, haciendo su trabajo de jornada larga, desvelada.
La rutina de la mañana alrededor de la mesa, de cara al sol, se mantenía con ligeras variaciones a lo largo de las semanas. A veces entraban al departamento antes de las once, si el calor arreciaba; o se asomaban muy temprano, antes de las ocho. A veces dejaban la puerta corrediza del balcón bien abierta como para ventilar el living; había una mesa ratona contra la pared central, un sofá, una lámpara de pie. Ella entonces aparecía en el lado derecho, justo detrás de la cortina, se inclinaba, hacía escaramuzas con las manos, tendía objetos, sacaba otros, los llevaba, se la veía trajinar en la cocina. Una de esas mañanas él hizo una demostración. Ocupó el centro de la sala, extendió los brazos hacia arriba y hacia los costados, ajustó la muñeca, dio dos pasos rápidos de esgrima hacia adelante, retrocedió; el brazo izquierdo levantado a la altura de la cabeza, en guardia, el brazo derecho extendido; atacó y defendió, hizo un giro, atacó en profundidad, se irguió; saludó al contrincante con las dos manos sosteniendo el sable imaginario contra su cuerpo. Se relajó y miró hacia el costado. Se alisó el pelo revuelto, hizo una reverencia y abrió los brazos, a la expectativa. Ella apareció en la sala en bombacha y corpiño. Fue hasta él, le dio un beso en la boca, él una palmada en la cola. La retuvo, le exigió otro beso.
Febrero trajo un respiro de lluvias, largas y de cielo plomizo, abombado; durante esos días a ella no se la vio. Otra mujer ocupó su lugar en el departamento. Una mujer rubia de rulos permanentados, más petisa, de cuerpo algo más ancho, con otra ropa. Unas calzas o pollera a lunares, sandalias con plataforma. A la tarde tomaban cerveza. Estaban también allí los viejos amigos de él. Celebraban, ella en el centro de la escena. Apoyaba su mano en la cadera, reía con intensidad, se acomodaba el pelo, se acercaba a uno u otro, les aceptaba un cigarrillo con intención, todos parecían actuar roles en alguna película, alguna escena ya vista, sabida de memoria.
El balcón, las sillas blancas, los cuerpos al sol, todo eso volvió a tener protagonismo cuando ella regresó. Cada mañana estaban ahí, el cuerpo de ella laxo, él concentrado en la preparación de los mates. En algún momento ella señaló hacia el edificio de enfrente, apuntando hacia algún lado, hizo visera con su mano (el sol le daba en la cara y le impedía ver) y volvió a señalar al edificio como si alguien a su vez los estuviera observando. Él miró en la dirección que ella señalaba, se le acercó, le dijo algo, se acomodaron. A continuación siguieron su rutina como si nada la hubiera perturbado: el mate, el ingreso al departamento, la cortina revoloteando adentro y afuera. Las mañanas empezaban a tener un aire más ligero y fresco, el calor picaba fuerte recién a partir del mediodía, la intensidad se reducía a unas horas de la tarde.
Un domingo hubo una reunión extraordinaria. Estaban los viejos amigos de siempre, pero también un grupo de hombres de edades variadas, que en shorts o boxers iban del living a la cocina, salían al balcón, tomaban cerveza, fumaban, desaparecían por turnos. Por momentos eran un grupo de cinco hombres, al rato volvían a ser seis o siete. Entusiastas, se reían, se movían sueltos, con cuerpos que parecían haber recuperado cierta alegría animal. Él alentaba con gestos de anfitrión. Brindaron varias veces en ronda suelta. Esa noche nadie encendió la luz rosa ni la azul, el departamento permaneció a oscuras.
El carnaval cayó en la primera semana de marzo, dos días fuertes de calor y noches frescas. Escucharon juntos el paso de las murgas desde el balcón. El micro que llevaba a los murgueros con sus tambores y chiflidos cruzó el asfalto haciendo un bullicio tristón, como si fuera la exhalación de un verano cansado.
Y probablemente lo era porque un día se hizo evidente: el departamento estaba deshabitado, la puerta balcón cerrada; la cortina era un telón blanco, parejo. Nadie se asomaba en la cocina, ni abría la heladera, ni tiraba restos en el tacho de basura. Nada indicaba sin embargo que ese fuera el primer día. No se sabía cuándo, ni cómo, ni por qué. Imposible decir si se habían olvidado o lo habían hecho a propósito. Lo cierto es que en el balcón habían quedado las sillas blancas alrededor de la mesa de plástico, dispuesta como todas las mañanas la escenografía de los cuerpos al sol: la mano de ella sobre la pierna de él, él con el torso desnudo, olvidados de todo excepto del fulgor del verano, de todo verano.