Hay sorpresas en esta vida y hay cálculos políticos que disparan para el lado de lo útil y lo agradable. Es el caso del anuncio de esta semana del ministerio de Cultura nacional que quiere restaurar el Teatro Nacional Cervantes. Si esto ocurre, va a ser una extrañeza ver el edificio tan a la española de Fernando Aranda Arias y Emilio Repetto sin los eternos andamios que le tapan la planta baja. Hace tantos años que están ahí que casi son patrimoniales ellos mismos.
Que el Cervantes esté en el estado en que está es simplemente una vergüenza y un caso de diccionario de incompetencia de gestión. El teatro es una joya de nuestra arquitectura, un homenaje a Salamanca y una fantasía española de gran belleza que completa con garbo el cruce de Libertad y Córdoba. Ahí hay verde y arboledas añosas, una esquina racionalista de fuste con la sinagoga Libertad al lado, y un francés esquinero de los buenos y porteños. Hace ya años, el arquitecto Marcelo Magadán, el gran especialista en estos trabajos, restauró la fachada sobre Libertad, pero la ochava y el lado de la avenida quedaron en veremos. Y quedaron y quedaron, hasta que ni se nota que una fachada fue alguna vez bien arreglada.
Lo que anunció Cultura esta semana es la licitación para la primera etapa de restauración de fachadas, cubiertas, carpinterías y herrerías, además de limpieza de desagües pluviales, tratamiento de humedad en el perímetro de la fachada y un proyecto de iluminación de frentes, hoy muy a la moda. El presupuesto total es de hasta 42.284.000, el plazo es de un año exacto y una condición es armar la obra de modo de no afectar el funcionamiento del teatro.
El Cervantes es un teatro no muy grande, originalmente concebido como una Comedia Española para nuestra ciudad, con 2900 metros cuadrados y tres salas. La mayor es la María Guerrero y puede recibir a 860 espectadores. Luego está la Oreste Caviglia, para 150 personas, y finalmente la Luisa Vehil, un ambiente encantador escaleras arriba que no tiene asientos ni escenarios y se usa para puestas no convencionales y para otro tipo de eventos.
Así agrisado y andamiado, el edificio de 1921 no termina de figurar en los recorridos patrimoniales, ni es francamente muy recordado. De hecho, entrar en el teatro es una sorpresa porque el brillante interior es un violento contraste con las fachadas abandonadas. Es, como dice el ex diputado Julián Domínguez, uno de esos símbolos del descuido estatal y para peor tiene al lado su bruto anexo de 1968, la típica cosa abrumadora de Mario Roberto Alvarez. En fin, si esta vez se cumple y en cosa de un año el Cervantes vuelve a ser lo que recuerdan ya vagamente los abuelos, tendremos de vuelta en el mapa de nuestras cosas buenas una joyita.
Una esperanza para el Cervantes
Este artículo fue publicado originalmente el día 26 de noviembre de 2016