Diego Maradona, Carlos Gardel, el Che Guevara y el Indio Solari; solo una cosa en el mundo pudo dominar esos egos para reunirlos en un mismo lugar: la carta de Carlitos. Ahí, hasta la estrella más encumbrada debía consolarse con un rol de reparto ante el excluyente protagonismo de los panqueques. Carlos Ciuffardi se sabía gastronómico y se definía laburante, aunque tampoco caía en la falsa modestia: “También me siento un creador que se la pasa inventando”. Diez por ciento de inspiración y noventa de transpiración: era el primero en llegar y el último en irse de su local, donde siempre tenía una cama en la que no dormía más de seis horas.
Cuando le preguntaban cómo hacía la masa de los panqueques, revelaba los ingredientes sin problemas: harina, leche, huevos, bicarbonato, manteca derretida, agua, pimienta, un chorrito de cognac y azúcar o sal. Y, para rematar, fingía modestia: “La clave es ponerle mucho cariño”. Es que, en realidad, no había grandes secretos. El éxito se sostuvo en su demoledora capacidad laboral. Así fue siempre, incluso cuando ya podía retirarse a tomar sol sobre un colchón de dólares pero igualmente prefería otro verano más cortando cebollas, renegando con algún proveedor y charlando con los clientes. “Yo soy un laburante, no un oligarca. Nací en la pobreza y era revolucionario. Nunca me gustó trabajar para otro, ni que me usaran, por eso nunca voy a dejar de trabajar”, explicó quien se confesaba admirador del Che y de Fidel.
En su local definitivo, sobre el paseo 106 entre las avenidas 3 y 3bis, un cartel indicaba: “Villa Gesell, acá nació Carlitos”. Eso, que parecía una obviedad, revelaba en realidad una aclaración determinante. Porque Carlos Ciuffardi llegó al mundo un día cualquiera de 1934 en el barrio porteño de Saavedra, pero su mito comenzó a gestarse recién cuando pisó las arenas geselinas.
Fue a los 29 años cuando su vida tomó la deriva decisiva: por medio de un amigo entró a laburar en la cocina de un local de minutas en la costa. Lo mismo que le pasa a pibes y pibas desde hace décadas, sólo que él logró lo imposible: que el bolichito llevara su nombre a pesar de ser empleado. Aldo, el dueño, aceptó ponerle “La Martona de Carlitos” porque era generoso, pero también vivo. Sabía que el atractivo era ese petiso que inventaba novedades en el menú y por el cual todos los comensales preguntaban.
Cuando La Martona cerró, Carlitos ya había sumado la experiencia y los conocimientos necesarios como para liderar un proyecto propio y encaminarlo. La oferta de panqueques, hamburguesas y licuados seguía proliferando, siempre con el sello de su mano y de su presencia y el 8 como insignia: carne, cebolla, panceta, huevo, tomate, queso y lechuga. Por eso, aunque no era el único dueño, el local volvía a llevar su nombre, esta vez el de “Carlitos, el Rey del Panqueque”.
Sin embargo, el despegue definitivo no llegaría como consecuencia de su dedicación denodada a la creación y al trabajo, sino luego de tener que superar un momento angustiante e inesperado. Fue cuando sus dos hermanos registraron el nombre comercial de Carlitos, y el Carlitos de carne y hueso se vio obligado a reinventarse o desaparecer. “No sabés el dolor que tengo adentro, no te podés imaginar. Y pensar que si nos hubiésemos unido los tres hermanos quizás seríamos como Mc Donald's”, dijo en la que terminaría siendo su última entrevista, año 2009.
A pesar del sinsabor, Carlitos volvió a apostar a su sangre. “Antes que otro me vuelva a traicionar, prefiero dejarle todo a mis hijos”, soltaba. Así fue como a principios de los 80’ surgió “El amanecer de Carlitos y sus hijos”, aquel legendario local en la 106 entre 3 y 3 bis donde, por primera vez, asumía el protagonismo total de un emprendimiento comercial. Ya sin jefes ni socios, sino con el aporte de sus hijos, que fueron doce y se incorporaron al negocio a medida que sus edades lo permitían. La carta siguió sumando elementos, propuestas y alternativas, entre ellas un menú vegetariano incluido luego de que un médico le salvara la vida a una de sus hijas a través de una dieta naturista.
Las dedicatorias de la carta eran normalmente para amigos personales o gente a la que admiraba. Había allí todo tipo de profesiones (desde actores, músicos y deportistas hasta guardavidas, banqueros o mozos), aunque durante mucho tiempo se opuso a incluir políticos. Carlitos se reivindicaba como hombre de izquierda (“del PC”, aclaraba) y no era difícil suponer que el color rojo de su tradicional gorrito piluso respondía a esa simpatía. Fanático del tango, se conmovió la vez que lo fue a visitar Osvaldo Pugliese. “Había venido a tocar a Gesell y una mañana me despiertan los empleados. ‘Está Pugliese y te quiere saludar’, me dicen. Bajé corriendo y Osvaldo me gritaba: ‘¡Carlitos, vos sos el Gardel de los panqueques!’”.
Aunque el cuerpo comenzaba a pasarle facturas, Carlitos nunca le mezquinó al trabajo. Siguió abriendo sucursales desde la inauguración del iniciático local en Vicente López (donde atendía en temporada baja), tarea que luego continuaron sus hijos bajo la modalidad de franquiciado con al menos treinta réplicas en el Capital, Gran Buenos Aires, La Plata, Mar del Plata y Bariloche. El Rey del Panqueque veía crecer un poderoso imperio mientras seguía trabajando duro al otro lado del mostrador. En sus tiempos libres escribía poemas y viajaba a Paraguay, donde vivía su última compañera.
Después de haber hecho millares de panqueques, licuados y hamburguesas, Carlitos colgó su gorra roja el 28 de abril de 2010, a los 76 pirulines, cuando se apagó la hornalla de la vida. Los medios le dedicaron horas y hojas a su memoria, fue homenajeado en su propio local un año después e incluso se trabajó en un documental sobre su vida. El mejor recuerdo de todos, no obstante, es el que quedará por siempre en nuestros paladares.