No tenemos nada nuestro, salvo el tiempo, del que gozan hasta quienes no tienen morada

                                                                         Baltasar Gracián, El Cortesano

Muchos son los sujetos que, creyendo en una eternidad posible postergan aquellas decisiones cruciales en su vida como una manera de resistirse al paso del tiempo. Nunca llega la hora, nunca es el momento, postergación ejemplificada por Freud con los juicios en los que los interesados mueren antes de su resolución:

“Su carácter especial es su incapacidad para decidirse, sobre todo en asuntos de amor, procuran posponer toda decisión, y en la duda sobre la persona por la cual habrían de decidirse, o sobre el partido que adoptarían frente a una persona, no puede menos que servirles de arquetipo el antiguo Supremo del Reich, cuyos procesos solían acabarse por la muerte de las partes querellantes antes de que se dictara la sentencia”[1].

La manera en la que los neuróticos obsesivos intentan detener el tiempo es la de permanecer en la duda, ya que siempre una decisión implica una pérdida, y es esta la que quiere evitarse. Tal escamoteo entraña mirar la vida como desde un palco, rechazando estar en el escenario del devenir, de ahí que no querer que el tiempo pase, creerlo eterno, conduce paradojalmente a la mortificación. Freud[2] hace suya la frase latina Si vis vitam, para morten, si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte y también si quieres vivir la vida, prepárate para la muerte, prepararse quiere decir no soslayar su finitud.

La primera guerra mundial inspiró otro magnífico trabajo en el que se destaca su posición ante el destino final. En lo que parece ser un sencillo y traslúcido homenaje a Goethe[3] a la vez que un canto a la vida, en medio de los horrores de la guerra, Freud se limita a contar una anécdota. Paseando con dos amigos, uno de ellos "un joven, pero ya célebre poeta", los caminantes se sienten de pronto embargados por el hermoso marco que los rodea. Pese a admirar "la belleza de la naturaleza circundante" el poeta no puede gozar en plenitud pues le preocupa "la idea de que todo ese esplendor" está "condenado a perecer". No obstante, y sin negar la índole perecedera de lo bello, Freud sostiene con implacable coherencia que, al revés de lo que cree el poeta, la brevedad de lo bello incrementa su estima debido a su rareza en el tiempo. La transitoriedad, en suma, lejos de desmerecer la contemplación estética, es la que le otorga todo su valor. La muerte como límite anima al viviente y si ella no tiene ese efecto en el joven poeta, es según Freud, a causa de un duelo no realizado.

Clásicamente se separó el ser del tiempo en un intento por preservar al ser de la finitud, el amor y la verdad siempre tuvieron la pretensión de quedar resguardados de los avatares temporales, confinados ellos, al “fuera del tiempo”. No por nada se habla de las “verdades eternas” y de los “amores eternos”. Deleuze decía que el tiempo pone a la verdad en crisis, agreguemos que también al amor. La manera de mantenerlos estancos es que... no se pongan a prueba. Por ello los amores imposibles son los que aspiran a una eternidad en tanto no se realizan y, al mismo tiempo son amores muertos coagulados en un eterno presente, fijos en lo que... podría haber sido.

Allí donde se separaba al ser del tiempo, para guarecerlo de la nadificación que éste introduce, Heidegger[4] los identificó al punto de afirmar que el ser es el tiempo. La originalidad de su pensamiento tiende a la elucidación del sentido temporal de lo que la tradición occidental desde su comienzo ha nombrado como ser. Así, la temporalidad del ser desacredita radicalmente la equivalencia del ser y de la eternidad. La finitud no es un accidente ni algo que irrumpe sorpresivamente, sino que es el fundamento de la existencia.

Una de las características de nuestro tiempo es la aceleración. Nuestra época es la de la rapidez, todo se vuelve cada vez más rápido y de esa rapidez se pasa a la aceleración, para los matemáticos y los físicos la segunda es simplemente derivada de la primera. La aceleración define muy bien al hombre de nuestro tiempo. La aceleración de la decadencia de toda novedad puebla nuestro universo de objetos que hay que desechar de prisa para ser reemplazados por los del último modelo. También fue Heidegger quien señaló la incapacidad del hombre moderno, incapacidad para detenerse en la contemplación y el afán creciente por novedades, como una de sus características. Tal avidez va unida a la inquietud por lo nuevo y por el cambio, a la dispersión creciente, a un no demorarse nunca. ¿Ello no entra en contradicción con lo anterior cuando nos referimos a la eterna demora? Creo que las dos características conviven simultáneamente en los sujetos contemporáneos. Por un lado, encontramos el síntoma de la juventud eterna, la infantilización, la adolescencia interminable, el fenómeno de los adultos jóvenes, la identificación con Peter Pan como figuras ligadas a preservar a los sujetos ilusoriamente de la finitud. Por otro lado, ello puede combinarse con una vida de prisa sin fin, en la que abundan los pasajes al acto dados por una aceleración cual motor que da lugar al dicho tan común de: “bajá un cambio”. Es que tal celeridad no va reñida con la demora en realizar los actos más importantes de la vida, por eso paradojalmente el ritmo vertiginoso, la existencia como zapping, el apresuramiento sin tregua puede ser también la manera de postergarlos.

Silvia Ons es psicoanalista.

Notas:

[1]Freud, S., Obras Completas, “A propósito de un caso de neurosis obsesiva”, Bs. As., Amorrortu editores, T X, 1980, p. 184

[2]Freud, S., “De guerra y de muerte”,Obras completas Amorrortu editores, T XIV, Bs As, 1976, p 301.

[3]Freud, S., “La transitoriedad”op.cit. T XIV

[4]Heidegger, M., El ser y el tiempo, trad .José Gaos Fondo de cultura económica, México,1974