Al menos por un año, dejamos de discutir por los tres palos. El "gordo" Luis se liberó de la pena impuesta debido a su escasa movilidad dentro del campo de juego, "Sonámbulo" García se sacó la mochila de tener que hacer lo que odiaba por culpa de su pánico a cabecear la redonda y en mi caso, abandoné mi obsesión por engrasar el cuero de la número cinco de mi propiedad, cuyo uso me eximía del castigo de obligarme a mirar el partido encerrado en un área chica.
Nunca tan bien custodiada nuestra meta como en aquellos días felices en los que fue defendida por la golera Adriana. Llegó una tarde a la canchita de la vía vestida con buzo amarillo, rodilleras y guantes. Dijo venir desde muy lejos, se presentó como arquera de hándbol en el equipo oficial de una escuela de Neuquén. De carácter fuerte, siempre pareció más grande que el resto de los pibes, a pesar de contar con los mismos años de vida.
Había un misterio detrás de su mirada esquiva, ella sabía cosas que nosotros ignorábamos. Las fuertes críticas por parte del "mamut" Ricardo, basadas en que el fútbol era una cosa de hombres, ella misma se encargó de acallarlas atajándoles penales ejecutados a quemarropa. En los desafíos habituales contra los de la cortada, las burlas de los rivales pronto pasaron a ser envidia y admiración, nunca le ganamos tantos partidos seguidos.
La portera no sólo atajaba como los dioses, también era campeona jugando a las bolitas, figus y carreras de autitos con masilla. Mis visitas a su casa se fueron haciendo costumbre y un domingo pude compartir la experiencia de asistir, junto a su madre, a la tribuna de mujeres del estadio Lisandro de la Torre.
En su fiesta de cumpleaños, al elegir como escondite un placard durante el juego de "las escondidas”, me sorprendió del lado interno de la puerta de dicho ropero, un póster gigante del Che Guevara pegado con chinches. Esperaba con ansias sus invitaciones a los picnics en la ciudad deportiva de Paganini, en el baúl de su Fiat 1500 nunca faltaron un libro para la conductora ni la Pulpo para jugar a las cabezas junto a dos sogas necesarias para trepar la barranca del Paraná.
Cables, ramas y carteles caídos, secuelas de una noche tormentosa, presagiaron durante el viaje, en aquella mañana de domingo, un grito postergado. Al llegar al predio nos encontramos con nuestro añoso ceibo tendido sobre la arena, con sus ramas flotando en el vacío como flechas apuntando el centro del remanso Valerio, el mismo ejemplar que trepábamos hasta lo más alto con el fin de avistar botes de pescadores y camalotes peregrinos.
Nos acercamos despacio y en silencio. Mi compañera apoyó sus brazos sobre el tronco horizontal algunos segundos, susurró palabras que no pude oír, para después, humedecer la corteza con un llanto insondable. Conmovido, intenté apartarla del lugar, pero se resistió, comprendí que necesitaba quedarse a solas y la esperé sentado en el muelle. Después de largo rato se sentó a mi lado sin dejar de mirar el infortunio. Tal vez, con el fin de que sintiera mi presencia, le pregunté, “¿qué ves cuando lo mirás?". "Poesía...pura poesía", me contestó con voz apagada.
En el mismo instante que me inundó un deseo incontenible de besarla, ella se desnudó frente a mí sin desnudarse. Me contó que la noche en la que vio a su papá en el cajón no había podido llorar, que al apoyar sus manos sobre el pecho del difunto sintió el mismo ahogo que frente al ceibo caído, pero con otro final.
Si bien sobre la muerte sólo sabía de un cadáver de canario, enterrado según indicaciones de Cafrune y Marito, en una cajita de madera a distancia muy escasa de un legendario laurel, pude entender perfectamente la hondura de su pena cuando me aseguró que frente al padre dormido pero muerto, tuvo la certeza de que el cuerpo es un envase, que lo importante es el alma que lo mueve.
A las pocas semanas de aquel vendaval, una carta de despedida resbaló por debajo de mi puerta. Entre otras cosas, escribió que su vida estaba hecha de llegadas y partidas, habló de un sueño imposible, echar raíces en algún lugar, confesó un sabor amargo ante este nuevo abandono y me dejó un pedacito de su corazón para que lo cuidara por si alguna vez regresaba a su ciudad natal.
Hace mucho tiempo que no la espero, mas no sólo nunca la olvidé, también me acompañó y acompaña ante el adiós a cada ser querido o frente al tendal de diversas especies volteadas por distintas tempestades. La última sudestada tumbó al viejo jacarandá de mi cuadra destruyendo puerta, tapial y mampostería de la casa de Mariano.
Mi vecino, lejos de maldecir el hecho, se apenó por el final de su árbol que según explicó, gozaba de buena salud, por dicho motivo dolía mucho más el duelo de sus flores y sombra. Él mismo, con ayuda de algunos amigos, puso mano a la obra. Apiló prolijamente adentro de su vivienda las ramas cortadas con el fin de usarlas de leña, en cuanto al grueso tronco, que alguna vez fue retoño plantado por anónimas manos, lo dejó sobre la vereda cortado magistralmente en cuatro partes, dos cuartetos y dos tercetos.