El actor establece un diálogo con el público. Señala que se trata de una instancia de representación, menciona su nombre y el del director y las circunstancias bajo las cuales se desarrolla la obra. Esta cercanía inicial, que podría hacer de El hombre de acero una experiencia confesional, va a convertirse rápidamente en ficción. Pero lo que ese momento instala es la potencia del realismo de esta obra de Juan Francisco Dasso como si el soporte último de su dramaturgia se apoyara en un trabajo documental que queda oculto, pero siempre al acecho, en el relato que realiza Marcos Montes.

El drama del protagonista no nos tiene como interlocutorxs. Esa segunda persona del plural a la que Montes apela para explicarnos las condiciones de representación se convierte en una segunda persona del singular porque este monólogo tiene como destinatario (al menos en el aparente nivel de la anécdota) a un amigo del hijo del protagonista. La urgencia de la llegada de un adolescente a la cocina de la casa familiar hace posible el desarrollo de un discurso que va más allá de ese interlocutor ausente para nosotrxs y solo presente en el armado discursivo del protagonista.

Su hijo está encerrado en el baño y clama por la presencia del amigo. Neo es autista y en esa cápsula que es su cuerpo y su atención, a la que el padre no puede entrar, ha llegado la conmoción del amor o al menos de un deseo que el hijo descifra a partir de un llamado lastimoso que al padre desespera. Lo que ocurre tiene como principal conflicto otro deseo: el de ese padre que interpreta Montes por conseguir una mirada de su hijo

En ese drama del padre, el monólogo parece destinado a ese hijo encerrado en el baño, más que al joven invocado. Tal vez, el protagonista quiere, a partir de esa pasión, entender el universo de ese hijo que se le escapa y que es una anomalía de su mundo perfecto de hombre burgués y profesional que parece lograrlo todo. El hombre de acero es la travesía de ese padre por el universo indescifrable del hijo donde las cosas no son tan fáciles de expresar. En una obra construída principalmente desde la palabra, lo que está planteando Dasso es que esa racionalidad reflexiva de la que se vale el padre no sirve para entender esa interioridad del hijo que, frente a sus ojos, se vuelve claustrofóbica. 

Hay en la elaboración del personaje de Montes desde una condición esencialmente analítica, una voluntad de controlar que fracasa porque Neo obstruye esa lógica a partir de su comportamiento. La escena que debe asumir el padre es la de una sexualidad que lo perturba pero el protagonista usa el lenguaje, la manera minuciosa de recurrir a las palabras casi como si le sirvieran para postergar o atenuar el dolor, como una táctica para contener y mesurar la dimensión de su drama. 

Aquí es central la elección de Juan Francisco Dasso como director, de Marcos Montes como el intérprete de este texto. Montes es un actor con un estilo que se impone a sus personajes, una marca o autoría que está ligada a la idea misma de representación. No se trata de un actor que se concentra en hacer de la identificación una totalidad, Montes siempre deja ver en su trabajo algún destello de la técnica como parte de su procedimiento narrativo. En El hombre de acero la conexión emocional hubiera debilitado el texto de Dasso, lo hubiera dejado sumergido en su literalidad. Como director Dasso no apela a la identificación como condición para que la acción suceda. Prefiere situarse en una instancia más cercana a los usos narrativos del discurso. 

La obra podría ser una novela o un cuento donde el empleo de la primera persona hace de los demás personajes creaciones del narrador. En este gesto Dasso muestra el poder del padre o, al menos, la necesidad de sostenerse en un anhelo de comprensión, de decodificación de ese dolor que marca su poder porque el padre quiere encontrar un lenguaje para contar al hijo. 

En realidad son las manifestaciones de Neo las que dictan la escena, aquí reside la fuerza teatral del texto y la dirección de Dasso: el verdadero motor del conflicto está en un fuera de escena que condiciona y motiva al personaje en el escenario y que se expresa cuando el hijo obliga al padre a convertirse en el hombre de acero que da título a la obra. Por supuesto que no lo hace de manera explícita pero en el momento que el padre entiende que debe asumir las características de un personaje para su hijo (lo que equivale a convertirse en otro) es cuando logra esa mirada que funciona como el objetivo de toda la obra. Su hijo ama a esos otros que no son él y la palabra del padre se convierte, entonces, en una forma de validar su existencia, de ocupar un lugar en ese drama del que ha sido excluido. La estrategia del hijo es marcar la particularidad irrenunciable de su propio crecimiento.

El hombre de acero se presenta los sábados a las 20 en Espacio Callejón