Vi Los paranoicos una noche con mi hermana en la casa donde vivíamos en Buenos Aires, en la calle Salguero. Pleno barrio de Almagro, había un montón de árboles alrededor. La mayoría, tilos que casi alcanzaban las ventanas de nuestro piso 8. En primavera, cuando nos asomábamos, no se veía la calle, solo hojas verdes, como nubes alrededor.
Me acuerdo además, de nuestra cocina, que era el punto de reunión. Ahí cocinábamos, comíamos y después armábamos el cine.
Fue mi hermana, esta Navidad, la que me dijo; ¿te acordás cómo te gustaba esa escena?
Vi Los paranoicos esa noche con mi hermana y después vi, una y otra vez, la escena del baile del final. Jazmín Stuart (Sofía) y Daniel Helder (Luciano Gauna) bailan, bailan, bailan con algo más que el cuerpo. No se besan, no se tocan siquiera.
"Me vas a re enloquecer…" suena la canción de Farmacia. Bailan y el magnetismo es total, imparable.
Vi Los paranoicos, y no sabía que en ese gesto, se fundaba para mí la escena de una pasión, loca. La locura como entrega.
La locura porque es lo que no hacemos nunca.
La locura porque no se piensa.
La locura como libertad.
La locura porque no se mide, no se controla.
La locura como la mayor lucidez.
La locura verdadera, la locura del amor.
Vi Los paranoicos, una y otra vez.
En esa época, estudiaba en la facultad y por las mañanas hacía yoga, era metódica. Tomaba mis clases martes y jueves en la casa de Teresa. Tere, gran maestra, nos enseñó mantras que cantábamos con la mano en el corazón.
Gabriel usaba jogging gris amplio y remera de morley blanca. Siempre iba con el mismo conjunto. Variaba a veces el jogging por uno negro y la remera por algodón, pero siempre blancas.
Me gustaba estar cerca de él en las clases, ponía el mat al lado del suyo porque yo siempre llegaba sobre la hora y él ya estaba sentado con los ojos cerrados y en posición de loto.
Una vez, vi en la mochila de Gabriel un pin que decía Los paranoicos. Me reí, y le pregunté si le gustaba la peli. El chico lindo de jogging gris era Gabriel Medina, el director de la película que tenía la escena más hermosa y apasionada que yo había visto en el cine argentino.
Hace muchos años de este recuerdo. Yo usaba una cuenta de hotmail que ya no uso así que no puedo volver a leer esa pequeña carta, pero me acuerdo que fui breve. Conseguí el correo de Gabriel porque a veces Tere nos mandaba invitaciones a clases especiales, retiros en la montaña. Le dije que lo admiraba mucho y que me encantaría conocerlo y lo invitaba a tomar un café.
Yo estaba enamorada de la sincronía que hace que las cosas ocurran. Tenía más o menos 25 años, y creo que lo que quería en ese momento, era simplemente hablar con él, que me contara todo, corroborar lo que sentía, que esa era su historia. Que él había estado ahí, en ese baile único.
Yo estaba fascinada con la escena que mostraba, sin decir una palabra, lo que nos hace el amor. Sorprende, aparece, cambia la forma de todo lo demás. Como cuando veíamos con mi hermana los tilos florecidos en la ventana y formaban una nube que parecía un horizonte.
Yo quería ser Gauna. Yo era Gauna. Y era Sofía.
Yo era la que nunca iba a decir nada, y también la que iba al frente.
Yo era la que esperaba la escena del baile para mirarlo, a él, a quien yo nunca nombraba, porque al principio, bien al comienzo, el amor no se nombra, no lleva palabras, no se dice.
Nos toma por completo pero no tiene boca, solo ojos. Yo quería decirle que lo amaba, a él, que no era Gabriel, ni Gauna, que todavía no había llegado, pero estaba cerca.
Yo tenía, como en un cofre del tesoro, a mi Gauna y mi Sofía.
Vi Los paranoicos, una y otra vez. La misma escena. Cómo negar lo grandioso de querer más y más. Son esos segundos, porque son segundos, el tema haciendo ese craquelado, ese ruidito vibrante, una pequeña tormenta. La irrupción del rayo.
Cómo hablar cuando las palabras no llegan. Como decía Lispector, capta esa otra que te digo porque yo misma no puedo.
Y en esa escena, todo se puede. En la repetición suceden las cosas.
Esta película habla de la enfermedad del miedo. Y de la posibilidad de atravesar nuestra sombra. El caos inaugural, las palabras que no existen, no hay lenguaje nunca en el amor que nace. Me vas a re enloquecer… Luciano sale a buscar a Sofía que se fue corriendo después de que Manuel los viera. Cuando sale, Manuel está afuera, y ahora vemos a Luciano como nunca lo vimos antes, parece que pisara el suelo como si tuviera garras. Por dónde se fue, le pregunta a Manuel.
Lo que sigue, es el abrazo más hermoso del mundo.
Escribo sobre ese abrazo como si fuera una siembra, una intención.
Cómo no ser fan de un amor así.
Natalia Romero nació en Bahía Blanca en 1985. Publicó Nací en verano (2014), El otro lado de las cosas, La poesía como restauración de una voz en la obra de Diana Bellessi (2017), Puede que la muerte mienta, (2018), ABC, Mi primera cocina, (2018), El principio luminoso, (2019), Puede que la muerte mienta + La luz todavía, nueva edición, (2022). En 2021 obtuvo la Beca Creación y en 2022, la Beca de Finalización de Proyecto del FNA, para trabajar en su primera novela. Coordina talleres de escritura desde 2015. Dirige Las celebraciones, escuela de artes y escritura.