La advertencia sale en El retrato de Dorian Gray: hay que tener cuidado con ciertos cuadros. Esta historia se le parece, excepto en que en lugar del vaporoso esteta británico los protagonistas son argentinos y bastante sólidos. Aunque también podríamos estar hablando de chilenos; o acaso se trate de bolivianos. Llamemos a este confuso episodio “el caso de la niña de las medias negras”. Con ustedes, Giovinetta Errázuriz.
Existe en la ciudad de Buenos Aires un edificio que, a pesar de estar íntegramente diseñado, construido y decorado por artistas franceses, hubiese resultado imperdonable en ese país. Encargado por el embajador chileno en la Argentina, Matías Errázuriz, fue pensado como la residencia privada del diplomático y su esposa, Josefina de Alvear. Hoy funciona allí el Museo de Arte Decorativo, hermoso testimonio de la locura que la generación del 80 sintió por Francia: indeciso del período arquitectónico al que debía homenajear, el señor Errázuriz se decidió por todos. Es así que al trasponer la fachada neoclásica uno se encuentra en un salón del Renacimiento, y pasar al comedor estilo Luis XIV significa dar un salto de unos cien años en la historia. Yendo de Luis en Luis, lo que sigue es una réplica del Salón de los Espejos de Versalles (asociado al ejemplar número XV), y luego aposentos y bibliotecas que remiten a la Ilustración que le costó la cabeza a su sucesor. No es raro que este recorrido se realice en el sentido de las agujas del reloj. Todo el Palacio Errázuriz es una gigantesca máquina del tiempo, un artefacto imposible en Francia, donde la gente es razonable y cada edificio un producto de su época.
Sin embargo, el artefacto acabó por funcionar en un sentido doble; y hoy los retratos en las paredes, los objetos cotidianos, los muebles, cuentan además la historia de la familia que habitó el lugar. Y nada hubo más Alvear que los Errázuriz. La avenida donde se levanta la residencia llevaba por entonces el nombre de la señora de la casa; y la escultura ecuestre del abuelito Carlos María se hallaba -y se halla todavía- unas cuadras más allá, vigilando el conjunto.
Los registros oficiales indican que tras una estancia en la Argentina, el diplomático chileno Matías Errázuriz desposó en 1897 a la aristocrática Josefina, viuda de Gregorio Rodríguez. Matías y Josefina tuvieron dos hijos llamados Matías y Josefina; elección apropiada para esta historia de desdoblamientos y espejos con trampa. Algo se escribió sobre el hijo, apodado “Mato”; eslabón modernista de la familia (su dormitorio art decó es el único ámbito del palacio Errázuriz que indica que el lugar fue construido en el siglo XX), que se trajo embalada y devolvió de la misma manera a una consorte italiana, para terminar suicidándose en alguna estancia allá lejos. Manuel Mújica Láinez, que supo trabajar en el Museo, acechaba el paso de su fantasma en las escaleras y hoy diversos miembros de la institución siguen su ejemplo, pero acechar a un fantasma que acecha a otro resulta un poco confuso; como todo en los Errázuriz Alvear, por otro lado. En cualquier caso, abundan los datos de biográficos de Mato, 1897-1941. De quien no hay ninguno, pero realmente ninguno, es de su hermana Josefina, alias “Pepita”.
A cambio, la familia desborda de retratos. Algunos se encuentran en el museo, otros se hallan desperdigados en distintas colecciones privadas. Todos valen una fortuna. Es evidente que el Señor Errázuriz era un tipo con ojo.
El investigador español Alejandro Espejo Fernández publicó un artículo imprescindible para entender las relaciones de las clases altas argentinas (y chilenas, en este caso) con aquellos artistas a los que recurría para proveerse de allure. En él, se revisa la correspondencia que Don Matías intercambió con el pintor español Joaquín Sorolla, autor de varias de las obras que figuran en la colección del MNAD. Parece que, lejos de la leyenda que pretende que las clases altas latinoamericanas tiraban el dinero a tontas y locas en la Europa previa a la Primera Guerra Mundial, Errázuriz tenía claro lo que quería y estaba dispuesto a regatear todo lo que fuera necesario: la mayor parte de las cartas están llenas de reproches sobre lo pijotero que resultó el millonario.
El chileno realizó encargos a Sorolla por medio de Artal, un marchante de arte español, al que transmitió su deseo de que el pequeño “Mato” fuera retratado como “un trozo de pintura tradicional de casta velazqueña”. El retrato, fechado en 1900, cuelga hoy en el MNAD y a pesar de no ser pagado al nivel que el artista pretendía le valió el premio mayor, léase Josefina de Alvear. Artal advirtió entonces a Sorolla que “hay que pintar embelleciéndola (…) que resulte una dama verdaderamente elegante (aunque haya que mentir un poco) porque este retrato en los salones de Errázuriz será un anzuelo poderoso para nuevos encargos”. La perspectiva no era menor en una Buenos Aires dominada por su afición a lo francés, y el diplomático la aprovechó a la hora de hacer trabajar en su provecho la rivalidad entre las diferentes escuelas europeas. Así, Artal escribirá en relación al retrato terminado de Josefina que “están todos locos de contento. Le aseguro que ha dado Vd. un golpe de muerte a los franceses.”
Pero algo siempre andaba mal a la hora de cobrar: “Le estoy echando muchas indirectas a Errázuriz, pero este es muy agarrado y no suelta prenda”. Para peor, Don Matías “es un tanto egoistón”, actitud acaso debida a “cierta mortificación de la vanidad, satisfecha hoy al poseer tres expléndidos (sic) retratos de Ud., vanidad que no desearía ver reproducida en nadie más de Buenos Aires”. Se ve que el anzuelo tenía ideas propias y una de ellas era que los Sorollas no abundaran en Buenos Aires.
Espejo da en el clavo al analizar la forma en la que las clases altas argentinas pretendieron proyectar a través del arte una imagen que las equiparara a las élites europeas. Así lo atestiguan, según él, el retrato ”español” de Mato vestido a la manera de la corte de Felipe IV, encargado a Sorolla, u otro posterior dónde luce el uniforme del exclusivo colegio británico Eton, realizado por John Singer Sargent; a los que habría que agregar los habituales encargos a retratistas franceses, el pan nuestro de cada día. Los Errázuriz se vestían de esto y aquello, sin complejo alguno. Aquí tenemos también un detalle (llamémosle borgeano) que acaso Espejo no perciba y que estriba en cierta voluntad de divertirse a costa de Europa. Así como el Palacio Errázuriz es tanto la cumbre de lo francés como un monumento inadmisible en ese país, la aristocracia argentina jugó con el viejo continente un inacabable baile de disfraces, mezclando con desparpajo escuelas e identidades nacionales que estaban a un paso de cortarse el cuello.
La venganza de Boldini
Pero es peligroso chancearse de los demonios y existió un artista que supo pagar a los bromistas con la misma moneda. El pintor italiano Giovanni Boldini es recordado por las historias del arte como un impresionista italiano, que, trasladado a París, se convirtió en el retratista de la Belle Époque. Osado, pirotécnico y superficial, la escritora Colette lo describe así:
“… el insigne viejo demonio de la pintura, Boldini. Lo vi, por primera vez, en su estudio. El vestido de un gran e inacabado retrato de mujer, un trajo de raso blanco cegador, de un blanco de caramelo de menta, recibía y rechazaba con violencia la luz (…) Inmediatamente, se olvidó de mí y se puso a gastar, en beneficio del retrato a la menta, su actividad demoníaca, manifestada en saltos de batracio, cloqueos, gritos, pinceladas mágicas, romanzas italianas y monólogos.
-¡Enorme erro! ¡Enorme erro! –gañó súbitamente.
Retrocedió en tres brincos, fijó la mirada en el “erro”, tomó impulso y lo lamió, como por sorpresa, con una pincelada sutil.
-¡Milagrosamente reparado!”
Y si es cierto que Colette parece incluir en su caricatura de Boldini y sus saltos de saltimbanqui endemoniado a toda la estirpe de Coppelius, Rapacinis, Caligaris y otros geniecillos vagamente itálicos que pueblan la literatura fantástica, es cierto también que el pintor parece haber tenido algún trato preferente con el Diablo.
Me explico: el primer retrato de Josefina de Alvear pintado por Boldini está fechado en 1892. Fue expuesto ese mismo año en la Exposition Nationale des Beaux-Arts celebrada en París, junto a otra obra del mismo artista; una niña de medias negras. Dado que el título de las obras era respectivamente “Mme. E.” y “Mlle. E.” (“Sra. E.” y “Srta. E.”) se asumió que se trataba de madre e hija. Pero fue la señorita quien causó particular alarma. Para el crítico Gustave Geoffroy, de Vie artistique: “Si el Sr. Boldini, debiendo hacer el retrato de una niña, ha enseñado la ropa interior y algo del muslo por encima de las medias negras, es para que se vea algo de carne y para que se hable de ello”. El catálogo 2010 de la galería inglesa Christie’s, donde el cuadro (que había sido comprado al artista por el Barón Maurice de Rothschild) fue subastado en más de seis millones de dólares, indica algo más sobre su recorrido:
“Giovinetta, que sólo tenía diez años cuando posó para Boldini, aparece en su retrato como una clienta desafiante, segura y dominante, que fija la mirada del artista y del espectador. Tanto si Giovinetta eligió su propio traje, como si Boldini lo confeccionó para divertirla, está vestida de forma muy extraña. Su cofia blanca, con doble hilera de frunces, está pensada para una niña de cuatro o cinco años; la capa de terciopelo negro que le cruza los hombros y el paraguas bien enrollado son trajes de paseo para una mujer adulta.
Cuando Giovinetta se desliza sobre los cojines de satén, su vestido se ha retirado por encima de la parte superior de sus medias negras, revelando un centímetro de muslo. El "notorio centímetro de piel", como lo describió la esposa de Boldini, provocó un escándalo cuando Boldini expuso el cuadro en la Bienal de Venecia de 1897. La voluntad de Boldini de exponer el retrato en importantes presentaciones sugiere que él mismo no reconocía ninguna ironía lasciva en su concepción de Giovinetta. Es mucho más probable que la inclusión deliberada del detalle (que podría haber suprimido fácilmente) formara parte de las ambigüedades que presentaba la propia Giovinetta, una coqueta segura de sí misma, a medio camino entre la infancia y la madurez, demasiado inocente aún para comprender plenamente su propio poder de seducción.
Giovinetta Errázuriz era hija de Madame Josephina (sic) Alvear de Errázuriz, una importante expatriada chilena (doble sic) que vivió en París durante la década de 1890.”
El problema que surge de la mínima cruza de todos estos datos es el que atormentó siempre a la oligarquía argentina: no cierran los números. Si el matrimonio Errázuriz Alvear se celebró en 1897, ¿cómo podía haber sido retratada su hija de diez años en una tela ostensiblemente fechada en 1892?
La hipótesis Eugenia
Espejo ofrece en su artículo una de las primeras repuestas matemáticamente sensatas a la pregunta. Las retratadas son Errázuriz, sí, pero no Errázuriz Alvear. Eugenia Huici de Errázuriz, a la que algunas fuentes hacen nacer en Chile de padres bolivianos y otras directamente en Bolivia, era la mujer del chileno Tomás Errázuriz (pariente no directo de Matías) y vivía en París desde 1882. La fortuna de Eugenia venía directamente de las minas de plata, su belleza era legendaria: fue retratada por los más importantes pintores del momento; Boldini entre ellos. Y encima Eugenia tenía una hija, Carmen, con edad suficiente para ser la “Mlle. E” retratada por Boldini. Es decir, Eugenia estaba en el momento justo y en el sitio indicado. La hipótesis cierra por todos lados. O casi.
Porque ocurre que Boldini se dedicó, por encargos continuos de don Matías, a pintar cuadro tras cuadro de la señora Josefina de Alvear. Las piezas están datadas y van desde 1895 (es decir, ya desde antes de la boda) hasta al menos 1912. En estos casos, la identidad de la retratada no ofrece la menor duda: se trata de la señora Josefina Alvear de Errázuriz, en obras que fueron encargadas para decorar lo que terminó siendo el palacio familiar. Y, aún mejor, todos estos cuadros reproducen de manera inconfundible, trazo por trazo, el rostro pintado en 1892. Pero, ¿el rostro de quién? ¿El de Josefina o el de Eugenia? El cuadro original hasta el momento sigue siendo presentado como un retrato de la primera, pero algunas fuentes más recientes han comenzado a decantarse por la otra; de manera que tenemos un retrato doble y, si no me equivoco, un conflicto diplomático en puerta.
El problema continúa, como vemos, y Boldini, abroquelado en su pequeño rectángulo de misterio, se ríe de todos nosotros. Suponer que, como parecen probarlo las fotografías conjuntas de los hermanos, el nacimiento de Pepita fuese anterior a la boda de sus padres explicaría la falta de datos biográficos, pero es improbable que este nacimiento haya tenido lugar unos quince años antes… de manera que la identidad real de los retratados sigue siendo un enigma.
Apunto una posible explicación. Boldini, en la cumbre de su éxito, producía estos trabajos por docenas. Sabía que el secreto no pasaba por el parecido sino por hacer que sus modelos luzcan bellas, jóvenes y furtivas, como si algún amante aguardase escondido entre las volutas del marco. Por otro lado, el rostro de 1892 debía ser apenas un recuerdo en 1912. Es probable que para entonces el diabólico macchiaiolo hubiese aglomerado a las diversas señoras Errázuriz en un mismo arquetipo (La Signora Errázuriz), de la misma manera que las chicas de Divito son a la vez múltiples y una sola. Hay una razón suplementaria para convertir a una en otra: Eugenia, en su carácter de persona “que entendía del tema”, fue, entrado el siglo XX, una promotora del minimalismo decorativo, la modernidad y una de las inventoras de Picasso. Es decir, una traidora a la causa del anticuado Giovanni.
Queda, sin embargo, el misterio de la niña de las medias negras (también, muy parecida al retrato “oficial” de Pepita sosteniendo un gato, pintado por Boldini hacia 1910). La respuesta puede ser la misma, una solución en donde ambas criaturas se funden en algún momento bajo una nueva identidad. El catálogo de Christie’s provee incluso un nombre. Se trata de Giovinetta; pero, claro está, Giovinetta no existe. No es ni Carmen ni Josefina y tanto los Rothschild como los curadores de Christie’s confunden un nombre (que traducido, vendría a ser Juanita) con el “jovencita” al que el italiano debía hacer referencia al hablar del cuadro. Y es que Giovinetta y su escandaloso centímetro de carne eran en definitiva la juventud: la insolencia del Nuevo Mundo.
El retrato del pequeño Subercaseaux
Pero el “insigne viejo demonio de la pintura” guarda todavía otro as en la manga.
Pedro Subercaseaux era uno de los hijos de Ramón Subercaseaux Vicuña (pintor y diplomático chileno en misión en Europa) y de Amalia Errázuriz, lo que vendría a hacer de él una especie de sobrino político de Eugenia. El niño había inaugurado la serie de retratos de la “pequeña aristocracia” posando para Boldini en 1891, enfundado también en el fatídico par de medias negras. El Portrait du petit Subercaseaux, fruto de estas sesiones, tiene tantas analogías formales con el retrato de Giovinetta realizado al año siguiente que es fácil suponer que las obras fueron pensadas para ser exhibidas en conjunto. El artista las conservó en su taller por largo tiempo y, de hecho, ambas figuran en diferentes vistas del lugar pintadas en años posteriores; una puesta en abismo -el cuadro dentro del cuadro- adecuada al carácter general de esta historia. El diablo está en los detalles, dicen.
Pero el influjo demoníaco de Boldini no se detuvo allí y el pobre Pedro terminó por convertirse en otra víctima de las artes gráficas, siguiendo al italiano por los vericuetos de esa profesión incierta. En tanto ilustrador, produjo lo que se considera ahora como la primera historieta chilena (Un alemán en Chile) publicada en la revista Zig-Zag en 1906. Su carrera en la pintura es bien conocida por nosotros, aunque pocos sepamos su nombre. Alcanza con recordar la consabida vista del interior del Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 que figura en todos los manuales escolares, obra realizada a pedido del historiador argentino Adolfo Carranza. Ya mayor, Pedro volvió a dar otro batacazo, sosteniendo que “su vida debía abocarse a vivir una religiosidad plena”. Junto a su mujer, Elvira Lyon Otaegui, solicitaron al papa autorización para separarse y llevar cada uno vida consagrada, Pedro como monje benedictino y Elvira en un convento en Toledo.
Sus últimos retratos son exclusivamente fotográficos (la delicada asepsia de la lente) y nos lo muestran paseándose con hábitos religiosos por algún monasterio en Santiago de Chile, purgando el roce de los diablillos del pasado. Lejano, en todo caso, al cajón del armario en donde un par de medias negras todavía ríe entre naftalinas y romanzas italianas.