El cuento por su autor
Hace cinco años, en mi trabajo como investigadora del Conicet en el área de Letras, me propuse investigar escritoras que hubieran publicado sus primeros libros durante los años veinte, una década que siempre me deslumbró por sus vanguardias —estéticas, políticas, vitales—, y que luego, en la década siguiente, se hubieran radicalizado y transformado ante el avance de movimientos fascistas y reaccionarios. Empecé escribiendo sobre dos autoras argentinas, pero, como ese derrotero de transformación era un fenómeno en común a nivel internacional, al tiempo empecé a interesarme por autoras nacidas en diferentes países y por los vínculos trasnacionales que tejieron.
En medio de la pandemia, con todo cerrado, llegué a la conclusión de que necesitaba consultar bibliotecas extranjeras y me presenté a una beca académica de la Fundación Fulbright, a través de la cual se me dio la posibilidad de hacerlo. En ese viaje accedí a un montón de materiales que hasta entonces desconocía y quedé completamente fascinada por las vidas de algunas de ellas, entre otras: la irreductible Nancy Cunard, heredera de una de las principales compañías navieras, viajera y vanguardista de todos los frentes. Me conmovió su impensada trayectoria y, en lo amoroso, la relación que mantuvo con Louis Aragon.
De vuelta en Buenos Aires, al leer los diversos materiales que había reunido, me di cuenta de que tenía una serie historias que me atraían demasiado desde el punto de vista literario y —sin pensarlo mucho— comencé en paralelo a escribir una novela, disfrutando ver cómo las cosas exceden y se desvían de lo que habíamos planeado. Cuando me pidieron un cuento para Verano 12, recordé que final del romance entre Nancy y Louis también era de algún modo la historia de un desvío. Y me pregunté si esa historia —dispersa en la novela a lo largo de decenas de páginas—, podía condensarse y narrarse a la manera de un cuento. Fue un ejercicio difícil, pero interesante, que me obligó a preguntarme en qué escenas se cifraban las claves de aquella profunda relación. Este texto es el resultado de ese intento.
Nancy y Louis
“Mis palabras han adquirido el esmalte de sus uñas”, escribió, como si lo más superficial de Nancy se hubiera vuelto lo más profundo para él. Un día de febrero de 1926, Louis sube al taxi donde lo espera su amigo E. E. Cummings y se asombra al verla. Ya la había cruzado varias veces en el café Cyrano, cómo olvidar a la excéntrica heredera de la línea Cunard, mecenas de las artes de vanguardia y poetisa, con su corte de pelo garçon y sus pulseras de marfil africano. Recordaba el sonido de su voz, el tono grave y aquel francés perfecto, sin acento, mechado como al pasar por ágiles giros anglicistas; también, sus largas piernas y su modo de caminar, la cabeza muy erguida y colocando sus pies uno tras otro en la misma línea recta, como si pisara el filo de un cuchillo entre abismos invisibles.
De pronto, advierte que Cummings acaba de bajar del taxi. Nancy apoya una mano en su rodilla y él siente que la piel le quema. Antes de que pueda decir algo, ve sus ojos gatunos viniendo hacia él y ya se están besando. El taxista les avisa que llegaron y bajan en la rue Le Regrattier. Nancy lo toma de la mano y lo lleva hasta una planta baja al sur, con vista al Sena. Cuando despierta, se siente extraño y angustiado, como poseído por las huellas de Nancy y desposeído de sí mismo. Y entonces le apoya la mano sobre el vientre plano y, apenas abre los ojos, le dice:
—Llevo toda la vida queriendo esto sin saberlo.
Nancy se incorpora, lo mira, le concede una risita y se vuelve a dormir. Un mes después, le cuenta a su amiga Solita que Louis le parece “bello como un dios”, que le encanta el contraste entre su carácter recio y sus modales finos, medio amanerados, y que admira que sea capaz de escribir todos los días, en cualquier parte y sobre cualquier cosa. En realidad, Louis escribe diariamente porque tiene problemas económicos y se ha visto obligado a firmar un contrato en el cual se compromete a escribir una novela, que debe ir entregando de a partes, a cambio de una renta mensual. Esa noche, Nancy le pide que la acompañe a Londres; quiere ir en la novedad del momento, en avión, ¡y ya sacó los pasajes! Preocupado, a la mañana le escribe a Doucet, su mecenas, proponiéndole un arreglo adicional: el joven Aragon le contará sus aventuras a cambio de que él le financie los gastos para experimentarlas —“excepto las pérdidas de juego”. Para esta primera locura, le explica, necesita dos mil francos.
Louis se abandona al lujo, viaja en avión y contempla en los ojos de Nancy su propia ruina creciente con una felicidad inenarrable. Mientras ella visita a su madre en la mansión de Grosvenor Square, él sale de compras. Nancy elogia su frac mientras caminan por el Caledonian Market. Un paparazzi les roba algunas fotos. Junto a ella, él se siente verdaderamente un dandy. Tarde en la noche se cuentan sus historias familiares. Nancy creció en el castillo de Neville Holt y sólo veía a sus padres brevemente y a horas concretas. La preparaban con vestidos almidonados y a veces su madre pedía que la vistieran con el estilo de Velázquez, entonces le adosaban terciopelos oscuros y encajes en las muñecas y el cuello. Su padre se la pasaba jugando al cricket o salía de caza; los domingos viajaba a la iglesia en su elegante carruaje con cuatro caballos grises. Su madre lo consideraba un hombre con talento para nada y, cuando lo dejó, se trasladó con ella a Londres, donde se convirtió en la más célebre anfitriona y echó a correr el rumor de que el padre biológico de Nancy no era Sir Bache Cunard sino su amante, el escritor George Moore. Nancy asegura que su madre es incapaz de amar; le gustaba decir que ninguna gran mujer había tenido hijos, y una vez la escuchó a definir a la maternidad como algo “muy bajo: lo más bajo”. Louis le toma la mano; y le cuenta que cuando lo reclutaron para ir a la guerra, a los veinte años, su hermana mayor lo acompañó a tomar el tren y, entre familias que lloraban despidiendo a los soldados, le confesó que ella lo había parido y que la que él creía su madre era su abuela. Había quedado embarazada de un senador de derecha, casado y treinta años mayor, y su madre decidió adoptar a Louis para salvar a su hija de la vergüenza. Cuando ese hombre, a quien le habían presentado como su padrino, se enteró de que él se iba a la guerra y podía morir, pidió que le dijesen la verdad. Mientras se sirve un whisky, le dice que vio tanto horror en la guerra, que un poco minimizó la importancia del trauma familiar. Pero tiene algo claro: odia la hipocresía burguesa. Nancy lo escucha con una mirada que resume la noche entera y la fuerza de su conexión. Y le confiesa que a veces no le encuentra sentido a su vida. Louis le contesta que el único sentido es el amor. Perturbado por la intensidad del intercambio, ve que ella se duerme y, como él no puede, se distrae redactando para Doucet un informe desordenado y casual sobre su escapada londinense, con maravillosos cócteles y mujeres vestidas "para perder la cabeza".
Días después ella tiene la ocurrencia de invitarlo a Biarritz. Le muestra el lugar que alquiló para que él escriba su novela —un palacio neoclásico— y Louis confirma que la fortuna de Nancy va a ser una carga para la relación, o, mejor dicho, para su idea de la dignidad masculina. Con el correr de las horas, parece olvidarlo. Al mediodía disfrutan unos aperitivos en la terraza del bar Basque. Por la tarde, trabaja en la novela con renovada energía, inspirado por la presencia de Nancy leyendo a Swinburne en un sillón. Pasada la medianoche entran a un lujoso cabaret con orquesta de jazz; la mira bailar y no existe ninguna preocupación que esa imagen no sea capaz de eclipsar.
Lamentablemente, se empecina en ir a Montecarlo, donde ve una posible salvación para sus gastos con Nancy. Noche tras noche, ella lo acompaña al casino para verlo perder y volver a perder. Louis le jura que estaba en un trance, sabía lo que pasaba pero seguía jugando:
—Pensé que me iba a cambiar la suerte.
La última noche, Nancy ya no tolera a los fotógrafos y bebe bastante para lograr que esas horas transcurran en un clima más difuso y agradable. A pesar de estar borracha, camina en línea recta; pero se nota que tomó en exceso porque mira a la gente de reojo con cierta agresividad.
—Perdí el control—lamenta Louis ni bien pisan la calle.
—Yo también.
Al quitarse la blusa en la habitación del hotel, Nancy evoca la repulsión que sintió cuando vio la monstruosa fachada del casino de Montecarlo, el deplorable asombro que le causó semejante vulgaridad. Y concluye, como si no hubiera cambiado de tema:
—En mi vida he visto un hombre tan poco amigo de ser invitado. Me parece que la verdadera razón es que no te gusta tener que agradecer nada, ni siquiera un almuerzo.
Louis se despierta en medio de un sueño inquietante: un árbol en llamas. Delante del rectángulo de luz de la ventana ve la delgada silueta de Nancy frente al Mediterráneo.
—Invitaré a todos siempre que pueda. Y algún día tendrán que invitarme a mí—. La oye hablar y tarda en entender que se refiere al momento en que la herencia de su padre se acabe y su madre le corte el chorro de la renta. —Sé que va a utilizar el dinero para intentar someterme.
Louis se levanta y le acaricia la espalda, pero ese gesto parece fastidiarla y camina hacia la cama, exclamando que ya se hartó de la Costa Azul y se quiere ir a los Alpes.
Se avecina el viaje a Italia y él no puede conciliar el sueño. De repente, recuerda que tiene en su poder un cuadro clave del cubismo, La Baigneuse, de Braque, que adquirió por apenas 250 francos. Le encarga la gestión a un conocido. Su cara de alivio es perfecta cuando recibe el resultado de la transacción: 25.000 francos. Ya en Italia, Nancy experimenta una nueva repulsión al ver, en la estación ferroviaria, unidades fascistas en comisión de servicio. Jóvenes fuertes y marciales, camisa negra y bastón de madera, que se dirigen a Venecia a reprimir una huelga de comunistas y la miran raro porque ella tiene puesta una chaqueta roja. Mientras desempacan, comenta que no puede soportar que Ezra Pound admire a Mussolini: no entiende que alguien tan sensible como Ezra, tan culto, tan generoso, el que la impulsó a escribir poesía... Louis olvida de inmediato la palabra Mussolini y retiene lo de Pound. Con una sonrisa plastificada en el rostro, advierte la honda decepción de Nancy hacia quien fue su amante durante varios años. Ella lo mira esperando que él diga algo sobre el fascismo, que confirme los ideales que comparten. Sonríe resignada y piensa que a veces es huraño como un trueno lejano, más pesado que el plomo. Louis camina por el cuarto, conjeturando que todos los poemas eróticos del último libro de Nancy deben estar inspirados en Pound; y no puede evitar preguntarle si todavía lo ama. Ella le devuelve una mirada burlona y responde:
—Los amores que valen la pena nunca concluyen.
Apenas regresan a París, desaparece diez días. Louis nunca había conocido una mujer tan libre y no sabe qué hacer. Se pone el impermeable y sale en busca de información. Breton asegura que la vio bailando con un best-seller, el novelista armenio Michael Arlen; una camarera le responde que cenó con un conde italiano; y Janet —una íntima de Nancy— sugiere que está con el pintor chileno Alvaro Guevara, un ex campeón de boxeo. Louis piensa en detenerse en un prostíbulo, o tal vez en tener sexo clandestino con un hombre, pero al pasar por la puerta de uno de esos antros se da cuenta, con desesperación, que su pasión por Nancy extinguió su interés por el sexo casual. No solo sufre por estar celoso, sino también porque sabe que sus celos la espantan, y le resulta patético sufrir por algo tan ordinario. Esa noche se desploma en la cama sin sacarse el impermeable y no para de pensar. Nunca se había sentido tan débil, tan cansado, tan infeliz, tan pobre.
Nancy sale furiosamente a la cálida tarde de primavera. Camina hacia el café Cyrano, piensa en Louis y llega a la conclusión de que en esos fugaces encuentros con otros que ella tiene hay algo necesario, lúdico y no negociable, comparable a las visitas a las galerías de arte o a los paisajes desconocidos. En cuanto entra, él va hacia ella. Se abrazan y escucha un suspiro de alivio. A ella la alegra que no haga ningún comentario sobre la duración sin precedentes de su ausencia, y Louis se enorgullece interiormente de no decir ninguna de las cosas amargas que había planeado dispararle en caso de un encuentro azaroso. Nancy es así, piensa, va y viene como la suerte… Durante horas, las cuestiones del entorno quedan relegadas a un plano remoto, difuminado por un placer como un incendio. Pero, mientras se visten, él no puede contenerse:
—Quiero saber dónde estabas.
—Te aseguro que no querrías saberlo. Y jamás te lo diré.
En las semanas siguientes recorren la región de Normandía. De regreso de Dieppe, a mitad de camino hacia París, se detienen en un pequeño pueblo, La Chapelle-Réanville, y Nancy le señala un viejo caserón incrustado en un terreno repleto de tilos y le da una sorpresa: acaba de comprarlo, para que sea un refugio del arte y del amor cuando vuelven de los viajes, y no haya que llegar a París y los problemas de la vida social. Se lo propone como un juego: que sea un lugar en el que tienen que hacer todo con sus propias manos. En esos días pintan juntos la casa. Acomodan los muebles que heredó de su padre, cuelgan los cuadros de Chirico y Picabia, ubican las esculturas africanas y ya parece otro lugar. Celebran con un vino que dejaron enfriándose en el pozo. Caminando con las copas en la mano, a ella se le ocurre convertir el establo y el cobertizo en la sede de una editorial artesanal. Inventa un nombre para el sello, The Hours Press, y se entusiasma con publicar lo más experimental del momento y que los libros sean bellos objetos con un diseño innovador. Al enterarse que Bill Wird acaba de cerrar su editorial, lo llama y se ofrece a comprarle todo. Wird mismo supervisa el traslado de su gran prensa belga manual, una Mathieu de 200 años, y la instala en el cobertizo que Nancy y Louis están refaccionando. Desde entonces, se sumergen en el proyecto con una pasión inagotable. Louis traduce en pocos días La caza del Snark de Lewis Carroll. Y ella se lanza a imprimirlo y descubre que le encuentra a ese oficio una mística única: la excita verse cubierta de tinta, y hacer hasta las letras de las portadas con sus propias manos. Hacer todo una misma: eso le parecía la libertad. Habían creado un mundo autosuficiente. Y amaron esa casa con una locura que los dejaba, tendidos a la sombra dorada de los tilos, mirando el cielo como en éxtasis.
Después de meses, la casa se había llenado de gente. Ofendido por la falta de intimidad, Louis se iba a París cada vez con más frecuencia, con el pretexto de reuniones del Partido Comunista, al que acababa de afiliarse. Siempre que volvía Nancy estaba en medio de los preparativos de algo, brindando con autores interesados en publicar en el sello, amigos de Londres instalados a pasar unos días, sus infaltables amigas, Solita y Janet —que Aragon consideraba unas frívolas— y, lo peor, ex amantes que vivían en París e iban por el fin de semana. En la cocina, Nancy prepara unas jarras con ajenjo, de lo más relajada, cuando Louis irrumpe y le dice que se parece a su madre, con esas dotes de anfitriona, y que está convencido de que en toda esa búsqueda de diversión se esconde algo compulsivo, como agitarse para que el tedio no duela. Ella lo mira desconcertada. Nunca soportó que la tratara como una aburrida niña rica y le arroja el contenido de la jarra en la cara. Louis hace un gesto como si fuera a golpearla. Pero, en lugar de eso, conduce como un desquiciado los ochenta kilómetros que lo separan de París, donde llora de impotencia; y luego escribe una violenta protesta contra la ejecución de Sacco y Vanzetti, en la que hace campaña por una literatura comprometida y así descarga su furia contra Nancy.
Una tarde, ella siente la boca cansada de tanta jovialidad superflua, le parece que lo extraña y le envía un telegrama, proponiéndole una cita en España. Al recibirlo, Louis se conmueve. En esos casos, los dos hacían de cuenta que nada de lo que hubiera ocurrido cuando estaban borrachos merecía recordarse. Se reencuentran en el Hotel Nacional, frente a la estación de Atocha. En la cama, ella se sienta contra el respaldo y él apoya la cabeza en su regazo. Nancy mira hacia adelante, tiene lágrimas en los ojos y le dice que está demasiado feliz de escucharlo respirar a su lado. Viajan a Sevilla, luego a Córdoba, y por último recorren Andalucía, que para Nancy es el clímax del viaje y lo disfruta a cada instante, tratando de retener en el cuerpo los momentos más altos y las horas más nítidas.
De vuelta en Madrid, abre la puerta y dice que eligió la mejor habitación para que él escriba su novela, señalando un escritorio con vista a la Puerta del Sol. Tras un silencio, Louis le contesta que sus convicciones políticas le hacen imposible continuar escribiéndola. Le anuncia que la va a quemar. Y que eso representará no solo su ruptura con Doucet, sino la destrucción de su carrera literaria, una farsa que ya no le interesa. Nancy no puede creerlo, le parece insólito, un capricho cuyo último objetivo debe ser congraciarse con Breton, que acusa a las novelas de ser un género decadente y burgués. ¿Quemarla?, pregunta y su mirada se parece a las miradas que suelen preceder a sus peleas; no hay provocación, solo un seco aturdimiento: Era el manuscrito que los había acompañado durante todos los viajes, la novela de la que él había dicho que allí estaba ella y los detalles que adoraron juntos. No podía concebir que fuera a destruir algo tan íntimo para sentir una supuesta corrección ideológica, la de negar su condición de pequeño-burgués, lo que eran en definitiva todos los surrealistas.
Más tarde, le contaría indignada a Solita que Aragon convirtió aquella noche en Madrid en una suerte de mito, sobre el que escribió mil veces para forjar su figura de escritor importante. Y que a ella se le revolvió el estómago al leer el pasaje donde él cuenta, con una especie de orgullo tormentoso, el momento en que arrojó a la chimenea su más extenso manuscrito. Inclusive, se tomó la licencia de inventar que esa noche de frío en el hotel había un criado espiando por el ojo de la cerradura; con sus pobres manos agrietadas, pretendía descubrir por qué venía tanto calor de aquel cuarto; según Louis, esperaba que ellos estuviesen haciendo el amor y calentarse, pero solo lo vio a él sentado frente al fuego, contemplando las mil quinientas páginas que se consumían y sabiendo que el acto solo tenía sentido para él mismo:
—Qué ególatra—le dijo a Solita—. Se comparó con el Vesubio.
Pese a todo, ella lo convenció de acompañarla a Italia con sus primos. Louis no se sentía de humor para el torbellino de los veranos en Venecia, las fastuosas recepciones en las góndolas y los bailes de máscaras que esperaban a Nancy como la celebridad que era. Esa noche estuvo a punto de no acompañarlos al Hotel Luna, donde tocaba una banda de jazz. Lo que pasó exactamente nadie lo sabe. Solo está claro que Nancy se enamoró del pianista de la banda, un afroestadounidense llamado Henry Crowder —nacido en Georgia en una familia pobrísima— quien sería su pareja los siete años que siguieron. Louis se tomó un frasco entero de somníferos, ansiando que ese ovillo de dolor caótico y monstruoso le pareciera un sueño. Nancy, que siempre había aborrecido la romantización surrealista del suicidio, escribió: "Solo se evitó en el último momento, y la escena fue horrible". Era octubre de 1928, y ella decidió continuar su viaje con Crowder; aunque a ambos les quedara la sensación de haber amputado a la fuerza algo vivo.
En 1930, cuando su hija estaba por llegar a Londres con su nuevo novio, la madre de Nancy trataba de calibrar el horror de la noticia. El negro de Nancy, ¿era realmente negro o solo un poco? ¿Cuánto de negro? ¿El pelo a la manera de un sombrero de astracán? Todo el mundo tenía que darle el calibre de su negritud. “Un asco insuperable”, escribió Nancy por esos días en que su madre decidió cortarle los ingresos de la renta y ella, por fin, se sintió libre.
Semanas antes, Louis había recibido una carta donde ella le contaba que estaba descubriendo en carne propia el racismo, que en ciertos hoteles no le permitían alojarse con su novio, y que tenía el proyecto de publicar una gran antología sobre la historia de la cultura africana y el colonialismo, para la cual viajaría a Cuba, Jamaica y Estados Unidos, a conocer intelectuales del comunismo negro y de otras corrientes combativas contra el imperialismo y la supremacía blanca. Pero, antes de eso, quería ir a Londres a hacer una escandalosa proyección de La Edad de Oro, de Buñuel, que en Francia acababa de ser prohibida, luego de que grupos fascistas interrumpieron la proyección tirando gas lacrimógeno y arrancando butacas. Nancy se había enterado de que la policía aprovechó para incautar todas las copias, salvo una, que Aragón —en medio del desmadre— logró robar y esconder. Para Louis, el amor seguía siendo el sentimiento más poderoso, capaz de transformar una vida. Y, por eso, aunque no le pasara la comida por la garganta pensando en Crowder, no dudó en arriesgarse a mandarle esas bobinas; después de todo, La edad de oro era una película sobre un amor loco: sobre un impulso irresistible que, en cualquier circunstancia, empuja a acercarse entre sí a un hombre y una mujer que nunca pueden unirse.